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Tribuna
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Tibi dabo

Desde que el ilustrísimo señor obispo de Córdoba tuvo la fecunda idea de aprovechar su amistad personal con el emperador para venderle la sangre de Jesús Nazareno a cambio del Imperio, la Iglesia Romana, salvo honrosas y emocionantes excepciones medievales, se ha interesado siempre mucho más por las leyes que por las conciencias. El doble y fabuloso negocio y contubernio de Nicea le permitió a Osio poner al servicio de la santa casa los inmensos poderes del Imperio, y a Constantino, con el inapelable refrendo moral de la aprobación eclesiástica ecuménica y la aureolada autoridad y universal prestigio de protector de la Fe -de una fe que ya se estaba haciendo universal-, le permitió a su vez residenciar a toda la población del Imperio y coronar la obra de Diocleciano, organizando la más cerrada tiranía que ha llegado a conocerse bajo el poder de Roma. Se consumaba así lo que se había prefigurado ya en la tentación. del monte: «Te daré la ciudad si me adorares», sin que pueda, por otra parte, excluirse la sospecha de si ya el propio Jesús, entrando en Jerusalén y haciéndose aclamar por hijo de David, no había cedido, aunque sea inadvertida y, parcialmente, a la voz del tentador. Mas, como quiera que sea, es a partir de Nicea cuando ya no hay duda de que el tentador del monte, el Príncipe de Este Mundo, cumple su promesa y abre la ciudad.Cuando, como hoy en día, la Iglesia Católica protesta contra cualquier intento por parte de los poderes terrenales de dejar de sujetar sus propias leyes a la moral cristiana es quizás a los compromisos recíprocamente contraídos en el concordato de Nicea a lo que en última instancia se hace apelación. En efecto, en el más celoso y estricto cumplimiento de las capitulaciones niceanas, la Iglesia ha venido prodigando a lo largo de los siglos, para con el Príncipe de Este Mundo, o sea para con las prepotencias y vesanías de los poderes de la tierra, unos extremos de condescendencia y lenidad moral que rebasan los límites de la más sobrehumana paciencia, de la más abnegada e incondicional soportación, y he aquí que ahora el Príncipe de Este Mundo -que había venido cumpliendo, a su vez, hasta la fecha, a plena satisfacción de la otra parte- parece querer de pronto empezar a escaquearse del inmemorial contrato y a regatearle a la Iglesia ciertas áreas de la ciudad prometida y otorgada, ciertas atribuciones de control sobre su capital demográfico que de siempre venían considerándose incluidas en los términos del primitivo cambalache. Bien pueden, ciertamente, quejarse de ingratitud y falta de reciprocidad los herederos de Jesús, cuando ellos, sólo por poder cumplirle al Príncipe de Este Mundo sin la menor reticencia ni reserva las contraprestaciones concedidas en Nicea, han llegado a desvirtuar y corromper ad hoc, abusando de la dormida literalidad, la evidente intención irónica y despectiva de las palabras evangélicas que claramente excluían toda posible mezcla o, confusión o pacto o compromiso con el Príncipe de Este Mundo y sus poderes. Perpetrando, en efecto, la más escandalosa e insostenible de las tergiversaciones hermenéuticas, a partir de la frase de Jesús «Dad al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios», que para el que quiera entender no es, obviamente, sino una gallarda incitación a la dignidad de espíritu, al desdén frente a los bienes y los poderes terrenales, a no imitar la insaciable codicia del Príncipe de Este Mundo rebajándose a disputarle o regatearle las miserables monedas del tributo, con cuya entrega nada se le quita a Dios, a partir de una frase que no es, en fin, sino una provocativa expresión de arrogancia espiritual y de puro menosprecio por el César y por todas sus monedas, los albaceas del Nuevo Testamento se las ingeniaron para amañarle al Príncipe de Este Mundo la legitimación capaz de asegurarle de una vez por todas la sumisión de los cristianos. Desde este punto de vista, habida cuenta de una concesión de tal calibre, la Iglesia tiene todo el derecho del mundo a presentar reclamaciones.

Desde otro punto de vista, sin embargo, para quien quiera que, creyente o no creyente, conserve una idea un poco elevada de lo que es una religión o guarde, a pesar de todo, un mínimo de estima por el mensaje evangélico, no puede haber un espectáculo más desmoralizador y deprimente -y dicho sea con el más absoluto respeto a las personas, a las instituciones, a las conciencias y a los sentimientos- que el de ver a la gran ramera del Apocalipsis, acaudillada por el impresentable organista de Cracovia, correr despendolada tras el poder temporal en afanosa y pertinaz demanda de que no deje de ejercer para ella las funciones de lacero municipal de cónyuges desmandados y siga defendiéndole, mediante la constricción puramente exterior de las estrecheces legales, la mera apariencia superficial de un sacramento que la propia Iglesia se declara, con esa misma petición, incapaz de iluminar y sostener en el alma y en la conciencia de los fieles con el calor, la convicción y el entusiasmo de un carisma que viva de su propia llama. En las presiones de la Iglesia sobre los poderes públicos, antes que ver una señal de vida por parte de la Fe y una respuesta del celo eclesiástico a una real o pretendida decadencia moral de los pueblos cristianos, lo que hay que ver, por el contrario, es la manifestación más extremosa -como a modo de involuntaria confesión- de la presente miseria moral y espiritual del propio cristianismo, que ya apenas se atreve a esperar de los fieles más que la desganada y mal apuntalada aceptación de un mero simulacro, confiando sólo en que el Príncipe de Este Mundo se avenga a no dejar de aportar el constrictivo cascarón legal capaz de sujetar la pulpa amorfa de un sacramento sin carisma. Pero esto mismo, bastando únicamente reemplazar los términos, la madre Teresa supo decirlo más pronto y mejor: «Si votos, ¿para qué rejas?; si rejas, ¿para qué votos?».

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