Los trabajadores de la alta burguesía
A la clase alta le gusta divertirse. Son gente divertida. Y como la noche es larga y tediosa, y el aburrimiento diurno no almacena el cansancio suficiente en sus cuerpos para que éstos exijan un descanso reparador, llenan sus horas con diversiones honestas, libres de impuestos. El juego de la pirámide (nadie pierde, todos ganan) es su invento más sorprendente, lo más reciente de su repertorio para reunirse en torno al último modelo de peinado, de traje, de sonrisa. Juegan con el único valor de su escala que poseen en abundancia: el dinero. Se lo pasan de unos a otros, mientras disuelven su vacío en un rostro que confirma el notable adelanto de las técnicas de la estética facial; mientras empozan en el olvido una crónica tristeza, que nunca los abandona en sus instantes de lucidez, con la ayuda de un suave licor. Son tan sensibles, tan tiernos. Después, otras gentes recrearán -hábilmente manejados, vía hombre rico, hombre pobre, por diversos poderes- con entusiasmo, desde el parlamento de las revistas del corazón, las noches larguísimas -eternizadas en un magnífico reportaje gráfico- de la clase alta, los idilios y divorcios -perdón, anulaciones- de la clase alta, la gala benéfica en pro de lo que sea -hay que ganarse el cielo a pulso- de la clase alta.Cuando intentan conciliar el sueño, ya en la cama, de madrugada, después de la ardua noche, las gentes de la clase alta creen oír desde el jardín la voz de un trovador que recita unos versos extraños sobre el amor, la solidaridad, la alegría y la capacidad de soñar. Después de la inicial confusión, lógica y normal, respiran tranquilos y achacan la irrealidad de su conciencia a la bien encajada borrachera. Y es cierto: cuando las gentes de la clase alta juegan a la pirámide o a otras cosas y beben en abundancia algún dulce licor, oyen a los trovadores de todas las épocas diciendo sandeces en el teatro en ruinas de su corazón./
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