Disgustos en los partidos
LAS DIRECCIONES de los partidos políticos se lamentan últimamente de la pérdida de militantes, de la falta de entusiasmo de los afiliados que todavía les permanecen fieles y de la indiferencia ciudadana hacia sus actividades. No deja de ser sorprendente que de estas amargas, constataciones los afectados no extraigan enseñanzas autocríticas, sino peregrinas acusaciones contra la inmadurez democrática de un pueblo que no estaría a la altura de sus políticos profesionales y contra una Prensa que no les trata como semidioses.Los partidos políticos fueron consagrados por la Constitución como una pieza clave del sistema de gobierno. El régimen electoral, y especialmente la fórmula de las listas cerradas y bloqueadas, ha instalado pragmáticamente el solemne reconocimiento expresado por el artículo 6º de la norma fundamental en los mecanismos de funcionamiento de nuestra vida pública y ha dotado a las direcciones de los partidos de poderes, dentro de su organización, superiores incluso a los del Gobierno. La única limitación que la Constitución puso a la libertad de creación y de actividad de estas organizaciones fue el respeto a la norma fundamental y a la ley. Pero el deber de que «su estructura interna y funcionamiento» sean «democráticos», que apunta, en sentido estricto, contra las bandas armadas, es cumplido, en un sentido laxo, de forma tan irregular como insatisfactoria.
Tal vez una de las explicaciones de la pérdida de autoridad política y de prestigio ciudadano de los partidos, que se manifiesta no sólo en la sangría de militantes, sino también en el alarmante y desbocado crecimiento del abstencionismo electoral (en vivo contraste con la elevada participación en los últimos comicios en Alemania y Portugal), sea su incapacidad o su falta de voluntad para aplicar en el gobierno de sus propias organizaciones los programas que proponen para el gobierno del Estado. ¿Cómo dar crédito, votos o esfuerzos militantes a partidos que propugnan la democratización y las autonomías para el conjunto de la sociedad española, pero dentro de la propia casa aplican procedimientos autoritarios y centralizadores? ¿Qué estímulos pueden tener los ciudadanos para dedicar su tiempo libre al trabajo voluntario partidista si el carné de militante no le da derecho a participar en la toma de decisiones, sino sólo el deber de ejecutar las órdenes recibidas de las alturas? Si esa negativa tendencia se confirmara, no sería extraño que la militancia quedara limitada a personas dotadas de un fuerte superego y a buscadores de enchufes.
En las últimas, semanas, los tres partidos de mayor implantación electoral en todo el territorio español han ofrecido algunos ejemplos significativos, tanto de la gravedad de la macrocefalia -no siempre inteligente- de sus direcciones y de la atrofia del resto del organismo como de los anticuerpos que comienzan a generarse contra esa enfermedad degenerativa, y también de la imposibilidad de mantener como si nada ocurriera posturas lógicamente contradictorias respecto a la sociedad en su conjunto y al propio partido.
Así, las serias diferencias entre la dirección del PCE y la dirección del PSUC, que se venían arrastrando desde la polémica sobre el leninismo, no se reducen al pulso echado por Santiago Carrillo a Antonio Gutiérrez Díaz para imponer su autoridad, ni se agotan en las acusaciones de ultranacionalismo lanzadas contra los comunistas catalanes, ni se limitan a una discusión sobre el izquierdismo de CC OO en el Principado, ni se circunscriben a la diferente valoración de los pactos de la Moncloa. Todos estos elementos adquieren una peculiar virulencia por la circunstancia de que resulta imposible defender un modelo centralista y autoritario de partido cuando simultáneamente se condena un modelo centralista y autoritario de Estado. Porque la estrategia del PCE de multiplicar las denominaciones regionales de novísimo cuño para las organizaciones comunistas periféricas recuerda de alguna forma a la treta de UCD de anegar las reivindicaciones de las nacionalidades históricas mediante la indiscriminada proliferación de autonomías artificiales para tratar de reducir al absurdo el problema y de borrar la especificidad de catalanes y vascos.
La dimisión de Carlos Revilla como presidente de la Diputación de Madrid, como consecuencia de la decisión de que así lo hiciera adoptada por la dirección de la Federación Socialista Madrileña, muestra que las disputas intrapartidistas pueden adquirir una especial fiereza y encono cuando además se hallan en juego cargos importantes en la Administración pública. Hasta el punto incluso de que la cuestión real planteada -la competencia o la incompetencia para desempeñar una función- pasa a un segundo plano ante la posibilidad de instrumentalizar el conflicto al servicio de las luchas de tendencias en el seno de la propia organización. Pocas dudas caben de que la destitución-dimisión de Revilla fue un acierto del PSOE y un alivio para los madrileños. Y, sin embargo, algo tan importante como la gestión en la diputación ha podido ser utilizada por la marrullería de algunos notables de la tercera vía como eventual botín para una operación de alianza y posteriores intercambios con los críticos, como si la política fuera una conspiración de tertulianos de café en torno a un vaso de bicarbonato. Pero los males no terminan aquí. La ejecutiva de los socialistas madrileños recibió una severa regañina por sus medidas contra Carlos Revilla de la ejecutiva nacional, que reclama su monopolio para mantener en cualquier alcaldía o presidencia de diputación a la persona designada, cualesquiera que sean sus logros y sus dotes. ¿Tal vez la dirección del PSOE hubiera preferido el estado actual en Madrid, pese a su lesivo carácter para los ciudadanos, a una dimisión-destitución escandalosa, perjudicial para el equilibrio de fuerzas dentro de la organización?
Finalmente, la sorprendente elección de Miguel Herrero como portavoz del grupo parlamentario centrista ha sacado a la luz el profundo malestar de unos diputados que se resisten a figurar como simples comparsas obedientes a la voz de mando del pastor nombrado por el Gobierno. La dimisión de Miguel Boyer, aburrido de desempeñar un parecido papel en los bancos de la oposición, hace patente que ese mal también corroe al PSOE. Pero mientras que en el campo socialista la lejanía del poder priva de atractivos aúna fronda generalizada de diputados, los centristas marginados parecen haber llegado a la conclusión de que para ser valorados el producir temor puede ser más eficaz que la pleitesía incondicional. En el caso de que el programa electoral de Miguel Herrero se cumpla y los diputados centristas de verdad sean incorporados a la discusión y a la participación política, UCD habrá ofrecido un singular ejemplo de democracia interna a sus competidores. El tiempo dirá si este brillante parlamentario, que ha dado, en cualquier caso, una lección de hacer política y ha mostrado los resquicios que el sistema ofrece a quien tiene talento para aprovecharlos, se propuso devolver dignidad al oficio de diputado o se limitó a realizar una operación pro domo sua en vísperas de leyes tan conflictivas como la del divorcio.
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