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Un Matisse casi olvidado

Hace tres años gozamos mucho en Roma con la gran exposición que llenó, que abarrotó, Villa Médicis de obras de Matisse. La de ahora en Madrid, que he podido ver en rápido viaje, es, para mí, de más alta calidad que la de Roma, porque la antología es de obras maestras. Hago la comparación, que no es odiosa, porque desde hace muchos años me ha interesado extraordinariamente la vida y la obra de este gran pintor. ¿Por sus amistades con músicos?, ¿por sus coincidencias con Satie?, tan actual hoy, ¿por su interés hacia el jazz, cuya música debía sonar en la Fundación March haciendo compañía a la obra de Matisse sobre el tema? Algo hay de eso, y sobre eso escribí al compararla con Picasso; pero mi interés va ahora por otro camino, camino que recorro no sin pena y con muchos entrañables recuerdos.La historia merece contarse con cierto detalle. Poco antes de la guerra mundial un grupo de dominicos, muy cercanos a las doctrinas de Jacques Maritain, se empeñó en embarcar, incluso en embaucar, a los más grandes artistas plásticos en la difícil aventura de renovar el arte de los templos. El abate Devimy, bien aconsejado por el padre Couturier, había logrado comprometer a Rouault y a Bonnard para que decorasen la iglesia de Assy, obra del arquitecto Novarina. Devimy pensó, más bien soñó, con Picasso para que pintara a Santo Domingo de Guzmán. Es historia bien significativa lo que cuenta el buen cura. «Señor: el pintor saboyano Bonnard ha pintado para mi iglesia un San Francisco de Sales. Quisiera pedirle a usted, que es español, un Santo Domingo de Guzmán». Picasso respondió: «¿Conoce usted bien mi pintura?». «Yo sólo sé», dijo el cura, «que usted es el más ilustre pintor de nuestro tiempo». «Voy a enseñarle algunas cosas», dijo Picasso, y se fue al fondo del taller y removió telas y dibujos. Vino llevando una obra en las manos. «¿Le convendría esto?». «Temo que no», respondió Devimy. «Yo había pensado que sí», dijo sencillamente el pintor, que se fue para volver con otra obra. «¿Cree usted que esto podría ser la Virgen?». «Seguramente que no», dijo el abate. «Pues yo creo que sí», respondió Picasso. Acabó así la audaz tentativa, pero Matisse aceptó el encargo.

Bien pasada la guerra, hicimos una casi peregrinación a la iglesia de Vence: Matisse lo había hecho todo, desde el famoso Via-Crucis hasta los dibujos de las casullas, y el todo era una maravilla de diálogo en la que eran protagonistas la obra y la bendición de la luz. Se me dirá que eso pudo hacerlo sin ser creyente: es axioma de estética y de sentido común, por más que le doliera a Sartre. Ahora bien: es obligado recordar que la obra de Matisse en Vence responde a un ambiente de tensión religiosa, con el entonces monseñor Montini como muy protagonista: una activísima minoría presentaba un programa religioso de muy hondo humanismo. La presentación a los artistas del tema religioso suponía un estímulo para salir de la deshumanización del arte: Stravinski lo intuye a través de la Sinfonía de los salmos, y Messiaen, más tarde, arracima muchedumbre de jóvenes en torno a su órgano, que suena en la misa dominical de la Trinidad. Matisse levantaba las antenas y hacía la siguiente declaración, que, incomprensiblemente, no figura en la antología que recoge el catálogo de la presente exposición: «Esta obra me ha exigido cuatro años de trabajo asiduo, exclusivo, y es el resultado de toda mi vida activa. Yo la considero, a pesar de sus imperfecciones, como mi obra maestra». Más: su famosa teoría sobre la expresión, sí recogida en el catálogo, va unida a este trabajo en Vence.

Recordar la obra maestra de Matisse es recordar y añorar -insisto- el estímulo que desde Roma llegaba a través de monseñor Montini, estímulo humanista para que el cine católico fuera, primariamente, buen cine, y lo mismo el teatro. En una reunión con la misa de los artistas, se leyeron trozos del Cristo de Velázquez, de Unamuno, mientras en España se nos denunciaría eclesiásticamente por rezar un padrenuestro ante su tumba de Salamanca. Lo impulsado y creado entonces era, por humanista, radicalmente contrario al triunfalismo y al nacionalcatolicismo: era un esfuerzo humilde y tenaz, en nombre de la fe y de la cultura. Históricamente, fue el gran preludio al concilio. En la actualidad, el recuerdo de aquel esfuerzo, esfuerzo que sigue y con mucho menos amparo, debe obrar como filtro de las posturas anticlericales, justificadas en no pocos capítulos, y esto no lo escribo ahora para estar a la par, sino que lo predicaba y escribía hace treinta años bajo el título de «Razón y sinrazón del anticlericalismo». Recuerdo estas cosas, estas penas pasadas, porque ahora se quiere olvidar, marginar todo lo que hubo y lo que hay de pelea para preservar la libertad del espíritu, y en cambio se destaca, con cierta siniestra alegría, todo lo que pueda justificar el anticlericalismo no discriminado.

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Desde un punto de vista estrictamente artístico, el esfuerzo hacia el arte sacro de artistas como Rouault, Matisse y el mismo Braque, que también se incorporó, exige una especialísima consideración, porque es un capítulo-bisagra de la tensión entre lo figurativo y lo abstracto. Escribo teniendo al lado el catálogo de la exposición Matisse, deslumbrado por la maravilla de esa exposición, y sé también que en las proyecciones didácticas hay amplia referencia a la iglesia de Vence. Lo que permanece de una exposición, lo que se guarda como recuerdo y como consulta, lo que puede ser a la vez joya en reproducciones y texto de estudio, es el catálogo. El catálogo de la exposición de Matisse alcanza cotas yo creo que insuperables en las reproducciones, especialmente en el capítulo de los dibujos; tiene su antologia del pensamiento del autor; termina con una sucinta cronología, pero si llevara un largo estudio, el merecido, el obligado, yo no podría titular así este artículo. Duele esto, porque es obligado señalar que lo más europeo de nuestra cultura actual, lo menos herido por la mediocridad es, precisamente, el panorama de los estudios, de la crítica de nuestros profesores de Historia del Arte.

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