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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

La Unesco, ante la libertad de expresión

LA PRESENTACIÓN, en la 21ª Conferencia General de la Unesco, del informe elaborado por una comisión internacional especialmente creada para estudiar los problemas de la comunicación será probablemente el comienzo de un largo, acalorado y, en última instancia, saludable debate en torno a la situación actual de la información en el mundo, los peligros que acechan a la libertad de expresión donde todavía se ejerce y la democratización de las estructuras y mecanismos de la comunicación.El apretado resumen facilitado por la Unesco acerca de la formación y trabajos de la comisión presidida por Sean Mac Bride, fundador y presidente de Amnistía Internacional y premio Nobel y premio Lenin de la Paz, da idea del contenido del informe. En el avance difundido hay suficientes elementos para sospechar que el informe, ambiciosamente titulado «Un solo mundo, voces múltiples», no sólo va a defraudar las expectativas despertadas, sino que además puede sin dificultades ser utilizado en su provecho por quienes desean restringir todavía más las escasas áreas y los modestos techos de la libertad de expresión en el planeta. Los buenos propósitos de algunos de los dieciséis miembros de la comisión -entre los que figuran Hubert Beuve-Méry, fundador de Le Monde, y Gabriel García Márquez- no pueden hacer olvidar ni la capacidad de persuasión de los centros de poder sobre los periodistas de otros países ni la presencia en la comisión del director general de la agencia Tass, cuyas tesis sobre la comunicación parecen haber influido sobremanera en el documento final.

La aprobación por consenso de una declaración de principios fundamentales no excluye las divergencias dentro de la comisión sobre ciertas cuestiones. Respecto a los acuerdos, la lectura del resumen transmite la sensación de que recaen fundamentalmente sobre grandes generalidades, obviedades o propuestas que resultan inanes al limitarse a objetivos incuestionables y omitir los instrumentos necesarios para llevarlos a cabo. Afirmaciones como que «el acto de comunicar se realiza mediante una multiplicidad extraordinaria de signos y símbolos», o que existe «una interdependencia entre los medios y los mensajes», o que «la comunicación no es un ámbito especial y cerrado» que pueda ser disociado de «las fuerzas y relaciones sociales», o que hay que estar prevenido contra «una comunicación sin reciprocidad, sin respuestas, ni intercambio» suenan más a redescubrimientos enfáticos del Mediterráneo que a innovaciones conceptuales.

Pero en ese resumen hay además líneas aludidas o insinuadas que necesariamente tienen que producir recelo a quienes consideran que la libertad de expresión es un bien escaso al que hay que defender a cualquier precio. Es cierto que el informe concede que, «como todas las demás libertades, la libertad de comunicar no admite excepción alguna». Pero, a renglón seguido, rebaja esa loable afirmación al matizar que «los problemas se plantean cuando se trata de articular los derechos individuales y los derechos colectivos, nacionales y de la humanidad». Todavía más preocupantes resultan tres pesadas interrogantes retóricas referidas al presunto derecho de una comunidad o una nación a restringir la libertad de comunicación de un individuo, de otra colectividad o de otra nación, al «riesgo» de que los medios de comunicación «más poderosos» anulen de hecho el derecho de los demás a comunicar, y a hipótesis de que los emisores puedan ejercer sus libertad informativa sin tomar en cuenta los intereses y las necesidades de los receptores. La preocupación de la comisión sobre el desequilibrio y la desigualdad que existen en la circulación de la información entre naciones, preocupación basada en un hecho cierto, se presta, por su parte, a interpretaciones poco tranquilizadoras. Lo que se asoma en el horizonte de ese preconizado «equilibrio entre libertades y responsabilidad, entre los derechos y las necesidades de los individuos, de las colectividades y de las naciones» no es la figura de la tolerancia, la equidad y la solidaridad como atributos de la sociedad, sino el rostro del Estado censor e inquisitorial que disfraza sus intereses materiales y de dominio con el ropaje del bien común.

En esa perspectiva, la voluntad del informe Mac Bride de favorecer la instauración de un «nuevo orden mundial de la información» ha sido acogida con recelos por amplios sectores defensores de las libertades democráticas. Sus «recomendaciones» para «elevar y precisar la categoría social de los periodistas», «examinar las normas profesionales» y «completar su formación» no auguran nada bueno si se recuerda el entusiasmo con que los Gobiernos y los dirigentes corporativistas que desean hacer retroceder a la profesión periodística a los reglamentos de los gremios medievales utilizan los carnés, los títulos y los registros como medios para hipotecar la libertad y condicionar el funcionamiento de la Prensa independiente. El informe Mac Bride parece, en definitiva, un gran empeño y una preocupante realidad. Ya es lástima que algo diseñado en principio para ampliar los techos de libertad y desarrollo cultural de los hombres, como es la Unesco, acabe siendo un foro de intereses y presiones políticas destinado a garantizar a los regímenes que sean y a los altos funcionarios internacionales su inamovilidad en el puesto.

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