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Tiempo sin personalidades

Están desapareciendo de la escena pública las personalidades. Ya casi no queda ninguna.El problema del concepto de personalidad y de persona es sumamente complejo. No voy a entrar en él. Ni hace falta. Para arrancar diré que por personalidad entiendo no lo exterior de cada cual, esto es, lo que el individuo pueda tener de arquitecto de abogado, de escritor, de médico o de botones. Por personalidad entiendo aquello que queda en el sujeto una vez despojado, precisamente, de sus títulos profesionales. En general, de cualquier título. Después de la poda más rigurosa, cuando el individuo deja de identificarse con su oficio y se reduce a ser él mismo a secas, cuando detrás de las obras emerge algo radicalmente humano, un valor de extremosidad subjetiva, entonces decimos que fulano posee una gran personalidad. Nos interesa lo que hace, por descontado. Pero nos subyuga, además, lo que dice, cómo lo dice, lo que vive y cómo lo vive. Nos interesa su cotidianidad, que está por encima de la cotidianidad corriente. Que no es, en rigor, cotidianidad. Buscamos una vulgaridad que se sitúa más allá de la vulgaridad.

Pero lo atroz es que pueda haber -de hecho hay- el ilustre, el notorio, cuyo estilo de vida apenas nos conmueve. E incluso que se nos aparece como el colmo de lo inane. Así acontece corrientemente entre los intelectuales; sobre todo entre los escritores. ¿Daríamos de veras algo, gastaríamos nuestra atención y nuestro tiempo en observar y en convivir con el afamado de turno? Creo que no. Aun cuando su obra resulte importante. Pues la obra puede ser egregia, en el sentido literal de la palabra, esto es, con el significado de lo que se destaca de grey, del rebaño, y, sin embargo, su autor quizá no haya alcanzado otro nivel humano que el común. Decididamente, no nos interesa.

Hace años esto no ocurría. La generación del 98 -por poner un ejemplo evidente- fue una generación de grandes escritores y, al tiempo, de espléndidas personalidades. Nos ¿pasionaban o nos irritaban, pero nos dejaban indiferentes. Eran titulares de un enérgico componente individual que las hacía sobrevivir ineluctablemente sobre la marea de sus contemporáneos. La obra venía siempre a corroborar el perfil de la personalidad. Era su secuela inevitable. Uno puede imaginarse a Miguel de Unamuno sin haber escrito una sola línea. O a Ramón del Valle-Inclán. Pero como no pueden ser imaginados es sin los trazos robustos de sus decires, de sus reacciones, de sus vidas, de sus exigencias y hasta de sus manías Unamuno, o Valle-Inclán, inéditos, seguirían siendo ejemplares humanos increíbles; ejemplares humanos pertrechados con una fabulosa capacidad de suscitación del asombro.

La cosa no es tan fácil como parece. Pues no se trata solamente de dejarse la barba y las melenas, o de enfundarse en un indumento de clérigo protestante y, al tiempo, soltar cuatro ocurrencias más o menos graciosas. La cuestión está en ser original desde dentro, o lo que es lo mismo, en ver lo que pasa a nuestro alrededor con ojos distintos a los de los demás, con ojos analíticos, apremiantes e inusitados. Detrás de cada personalidad auténtica hay un yo abrupto e insobornable que, a cada paso, está asomando la cabeza indignada y disconforme. La auténtica personalidad se alimenta de vaIor moral y de fe en sí misma. Por su valor moral, nada la doblega por su fe en sí misma, nada la hace vacilar. Sostener todo esto es tarea ardua, valiente, excepcional. Por eso la gran personalidad es modelo. No por otra cosa.

Pero hay un peligro: caer en el histrionismo. Ni Unamuno, ni Valle-Inclán, ni Baroja, ni Azorín fueron histriones. El histrión es siempre el simio de otra cosa a la que imita desde sus contorsiones y sus alaridos. «El diablo es el mono de Dios». Cierto. Y el falso intelectual es el mono del verdadero hombre de espíritu.

Actualmente asistimos al espectáculo decepcionante del que lanza berridos porque no sabe lanzar otra cosa. Del ignorante poseído, y muy ufano, de su ignorancia. Del escritor que circula entre el prójimo como entre las bambalinas de un teatro de segundo orden. De ahí una característica propia de nuestro tiempo: el exhibicionismo. Se exhibe, se muestra lo único de que se dispone: la figura. Mas la figura, por sí sola, de poco vale. De nada sirve. Y de ese modo seguimos. Entre fantasmas y voces desentonadas. Pero sin personalidades.

Por eso es frecuente hoy asistir a la formación de equipos intelectuales. Los hay de todas clases y para todos los menesteres. Todo es equipo y nada es individualidad. Naturalmente, ya se sabe que no hay cosa que oponer al trabajo en equipo. Incluso en muchas sazones es necesario, absolutamente necesario. Hay problemas que sólo el esfuerzo colectivo puede resolver. Con todo, ¿para qué el equipo cuando se trata de tareas exquisitamente privadas, cerradamente íntimas?

Este fenómeno quizá nos ponga sobre la pista, por su misma negatividad, de lo que verdaderamente oculta. La gente se une porque no confía en el esfuerzo propio. O porque, si confía, no se siente con arrestos suficientes para sostener en alto aquello por lo que ha luchado en la vida. A lo mejor resulta que tal escritor, o tal artista plástico, son capaces de obra interesante, pero no lo son de imponerla o de aguantar los años de desconocimiento, de desvío y de silencio. El escritor tiene pluma; el pintor, pincel; pero lo que no tienen ambos es personalidad, y entonces la obra queda al aire, significativa, pero inválida. Ella habla o tartamudea -casi siempre tartamudea por sí misma, y ahí se acabó todo. Detrás no hay nadie. Es la obra huérfana de la que no preguntamos quién la ha hecho. Hoy, en general, da igual leer la novela de este o de aquel autor. Puede no estar mal, pero lo que no falla es que tanto pudo escribirla uno como otro, o lo que es lo mismo, la personalidad del autor no la apoya.

En estos días me he encontrado con un texto sumamente revelador. En un libro del físico Bernard d'Espagnat, muy riguroso muy lúcido y muy audaz, hay esta frase: «Descartes se creyó capaz de producir un esquema exacto de la realidad tal y como ella es en sí misma». Bien. Esto parece que no tiene nada de particular. Pero es que entre esas palabras el autor desliza otras muy curiosas. Veamos el texto completo: «Descartes se creyó capaz de producir (¡él solo!) un esquema exacto de la realidad tal y como ella es en sí misma». Es decir, que lo que asombra al eminente profesor de física teórica y partículas elementales es que Descartes -¡él solo! - («et á lui seul!») intentara lo que intentó. Con unos medios que no eran otros más que su poderosa inteligencia creadora. Si la filosofía no la hace el individuo enfrentado con el enigma de la realidad total, con el enigma del ser, de la realidad profunda de los físicos -entre los que se cuenta el propio D'Espagnat-, ¿quién puede hacerla? Porque, en verdad, la empresa, una vez a nuestra disposición los datos profundos, pero limitados, de la física nuclear, es de puro pensamiento; de impulso hacia la abstracción y el conocimiento puro. La búsqueda de lo que es en sí mismo no es un problema científico. Y esto o lo lleva a cabo una original inteligencia o no lo lleva a cabo nadie. Kant o Hegel, Heidegger o Wittgenstein no pensaron en equipo. Aunque se encontrasen sumergidos en antecedentes, en discusiones y en múltiples influencias, que esto ya es otra cosa; otra cosa, no un equipo.

Vamos, pues, a la disolución de las personalidades. A su rechazo. Y, sin embargo, ¡cómo notamos su ausencia! Ellas nos animaban, nos tonificaban, intensificaban y vigorizaban lo que de específico, grande o chico, llevábamos en nuestra alma. A su contacto, con su trato, parecía como si nosotros también dispusiéramos de un adarme de incipiente personalidad. Y esta era su mejor enseñanza.

¿Quedaremos aislados? ¿Será lo nuestro sólo recuerdo, experiencia vital desvanecida? No sabría decirlo. Sí sé que un elemento de melancolía y de retraimiento nace en los entresijos espirituales cada vez que asistimos a las piruetas de los simios, a sus zapatetas, a sus frenéticos dislates.

Regresamos a la soledad. A una soledad terrible y en desamparo. Una soledad que nos difumina y nos torna inexistentes. Virginia Woolf pretendía no llegar a ser sino «un núcleo de sombra en forma de rincón». A esto quedaremos reducidos: a un hueco, a un hueco por el que ya no transitarán los seres admirables cuya personalidad -cuya fuerte, auténtica personalidad fue formándose poco a poco.

Domingo García-Sabell es presidente de la Real Academia Gallega, profesor de la facultad de Medicina de Santiago de Compostela y ex senador real.

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