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Lecturas de verano

Las últimas lecturas del verano son para muchos el capítulo final de la reflexión pausada; del libro saboreado lentamente; de las notas extraídas del texto como las pinzas del entomólogo sitúan la mariposa en el estante correspondiente. Ortega llamó vago al estío, acentuando la imprecisión de su contorno existencial. Dispersa es también la profusión y el deliberado desorden de los libros que manejamos en la vacación, para alimentar la tranquilidad del ocio. La promiscuidad de los temas es la regla general del lector estival. Es un placer singular mezclarlos para contrastar sus efectos cuando se absorben sus yuxtaposición. Equivale a acercarse a un bufete-frío de viandas diversas para llenar el plato con un rimero multicolor de alimentos. Así, el lector veraniego satisface su bulimia intelectual con un mosaico de volúmenes dispares. Después del paréntesis relajado de julio o de agosto, se lee menos, y de forma apresurada, en el resto del año. La actividad cotidiana perturba el sosiego con sus mil solicitaciones de inquietud y distracción. El hombre -y la mujer- entran en la vorágine del quehacer y en los agobios mecánicos del urbanismo que enturbian el ánimo meditador.Un grueso volumen de setecientas páginas me interesó, en primer lugar, por su excepcional interés documental y humano. He aquí la vida desconocida de un gran narrador de la lengua inglesa, William Somerset Maugham, cuya dilatadísima existencia le permitió sobrevivirse a sí mismo y contemplar, como quien mira a su sombra, el rastro de su propia fama literaria. Maugham, el novelista más vendido del habla inglesa desde Dickens, era un personaje secreto y escondido, si bien sus gustos particulares, en materia sexual, no dejaban de ser conocidos por el gran público.

Cuidó el escritor de que su inmensa correspondencia íntima con diversas amistades fuera minuciosamente destruida después de su muerte, con objeto de proteger su imagen -equívoca, sin duda, pero envuelta en nieblas deliberadas-, dejando al efecto instrucciones testamentarias precisas. Maugham vivió en su juventud la ensañada persecución contra Oscar Wilde por parte del moralizante establishment victoriano, y guardó desde ese episodio un visceral temor, hasta sus últimos años de dorado exilio en la Costa Azul. Un notable periodista, suizo de nacimiento, que antes firmaba como Sanche de Gramont, y ahora -nacionalizado en Estados Unidos- lo hace como Ted Morgan, realizó el colosal y delicado empeño de resucitar el perfil del novelista rescatando previamente del olvido más de 5.000 epístolas de diversos archivos, colecciones y bibliotecas públicas y particulares, y convenciendo al legatario de sus obras de la ventaja que tenía contarlo todo con veracidad y respeto, en vez de esperar a las inevitables biografías incompletas, que lo harían mal y con espíritu difamatorio y escandaloso. El prodigioso esfuerzo de Morgan es, en efecto, un dechado de imparcial objetividad. No hay un solo juicio de valor sobre la conducta y sí un riquísimo acervo de materiales para la historia literaria inglesa moderna.

Maugham era un ser desmedrado, tartamudo y tímido; médico de profesión y viajero de vocación, fue agente del Intelligence Service en la primera guerra mundial, en Rusia, y relató, en páginas insuperables, las vivencias del Commonwealth británico en el Lejano Oriente y en los mares del Pacífico sur. Tenía ayudantes y secretarios que le recogían de viva voz, entre el pasaje, en las travesías marítimas, en los puertos y en los clubes de las colonias de Malasia, las historias y sucedidos que luego utilizaba en sus cuentos breves, insuperables. Junto a la fascinación del Pacífico tenía también la devoción a lo español, quizá por lecturas de Ford y de Borrow, visitando con frecuencia nuestro país en demanda de personajes y temas. Pocos saben que Maugham, por su madre, descendía en línea recta de Fernando el Santo, lo que constituía para él un secreto orgullo del que se jactaba, ironizando sobre ello en sus estancias en Sevilla. El libro de Maugham visto por Morean ha sido un éxito de venta en ambas orillas atlánticas. Su autor lo ha calificado, con modestia, de extenso reportaje. Más bien radiografía exhaustiva, pienso. ¿Se debe desvelar y desnudar a un escritor famoso, exponiendo sus flaquezas póstumamente? Peyrefitte lo ha hecho con Montherlant y, en menor cuantía, con Mauriac y Cocteau; pero su tono es, en cambio, cínico y acusador. ¿O es preciso respetar la intimidad postrera, aun a costa de sacrificar un tesoro documental? Personalmente, me inclino por el De mortis nisi nihil bonum.

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Neruda, en una reciente edición de las Navegaciones y regresos, me sirvió para iniciar el condurnio intelectual del día. Nada equivale al desayuno lectoral que supone sumergirse en el canto poético. Me subyuga el verbo español del gran chileno cuando define la esencia de su entorno en la costa pacífica. América es el continente inacabado. Allí, la geología no ha dicho aún su última palabra. La loca geografía de Chile es un muestrario atormentado de montañas, rocas y mares en movimiento. Quien no conozca el sur americano no podrá calibrar en su rica plenitud la prodigiosa evocación de paisajes de este volumen. Hay en las Navegaciones una cenestesia de lo telúrico, que forma el eje de la contemplación del poeta. Junto a ello, existe un catálogo de odas a las cosas simples y habituales: la mesa, la silla, la cama, las patatas fritas, el perro, el gato, el plato, la sandía. Recuerdo que Ramón de Basterra, al salir de uno de sus encierros terapéuticos, redescubrió también el mundo inmediato y doméstico, en una visión que bautizó como La sencillez de los seres, uno de los más limpios y nobles intentos de su verso conceptual y difícil.

En el libro de Neruda hallé también un par de breves poemas de sugerente interés personal, porque se referían a temas que existían, en análogo planteamiento, en mi rincón agosteño. La Oda al ancla describe el hallazgo de una vieja áncora y cómo la llevó a su huerto para convertirla en inmóvil ornato: «En mi jardín reposa / de las navegaciones, / y poco a poco las enredaderas / subirán su frescura / por los brazos de hierro». La Oda al último viaje de La Bretona cuenta que del naufragio de aquel navío sólo se salvaron cuatro tablas, y las condujo a su casa para guardar los restos de la postrer navegación de la embarcación perdida. Y resulta que en mi caserío hay también un anclote que rescaté de las arenas profundas y al que hoy va envolviendo la vegetación. Y, junto a él, un resto de popa tallada de un viejo bergantín de Flandes que encalló entre peñas en un temporal, hace siglo y medio, como testimonio de la zozobra final.

En el revoltijo de lecturas del estío, completaron la selección última el Julián, de Gore Vidal, poderoso esfuerzo de reconstrucción histórica del controvertido emperador que llenó el siglo IV con el destello de su personalidad, odiada y admirada a la vez. La descripción del protocolo del imperio de Oriente, con sus pomposos títulos cortesanos y su rígida liturgia, contrasta con el escepticismo crítico del apóstata filósofo. Robert Graves ha sido quizá superado por el novelista americano. Un Simenon reciente de la serie «dictada» se me cae de las manos por su contenido exánime y deshuesado. Simenon parece entregado a un interminable viaje alrededor de su cuarto. En un anaquel encuentro una bella edición con grabados del Abuelo del rey, de Miró, publicada en los años de la primera guerra mundial. El mundo estético y estático del autor se cierra sobre sí mismo en una soberbia perfección de la lengua. Aquí la prosa prevalece sobre la, imaginación.

Me despido del verano con una breve lectura de nuestro cordobés estoico, De tranquillitate animi.

¡Eterno y moderno Séneca! Sus reglas de conducta, sus agudas observaciones sobre las costumbres sociales mantienen un alto grado de actualidad. «Evita la agitación estéril a la que se entregan la mayoría de los hombres. Se les ve precipitarse a las casas de los demás, al teatro, a la plaza pública, con lo que su manía de ocuparse de los asuntos del prójimo les confiere un aire de actividad desbordante. Recuerdan a las idas y venidas de las hormigas que suben y bajan por el tronco del árbol. Son gente que viven en lo que puede llamarse la pereza agitada».

«Alterna la soledad y el mundo; pero repliégate sobre ti mismo. No tengas siempre el espíritu en tensión. Hay que saber divertirse. Utiliza la mañana para resolver los trabajos graves. No olvides que en el Senado de nuestros padres estaba prohibido abrir nuevos debates después de las cuatro de la tarde».

Y el memorable elogio de la bebida ocasional y en exceso, en labios de un hombre que venía de una tierra española de buenos vinos. «Hay ocasiones en que se puede beber de más, no para caer en la embriaguez, sino para buscar la calma y el olvido. En cualquier caso, el vino, como la libertad, no es saludable sino tomado con mesura». Sed, ut libertatis, ita vini salubris moderatio est.

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