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Tribuna:TRIBUNA LIBRE
Tribuna
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¿Crisis o inmadurez de los partidos?

Hace algún tiempo aparecía en las páginas de ese diario una mesa redonda sobre la crisis de los partidos políticos, en la que participaban diversos dirigentes de partidos de la izquierda parlamentaria y extraparlamentaria, así como diversos intelectuales de izquierda no afiliados a ningún partido. Tras su lectura, a uno le asaltaba la duda de sobre qué tipo de crisis estaban debatiendo los participantes, porque se supone que para que exista una crisis ha debido haber anteriormente un buen estado de salud. Existe, valga de ejemplo, una crisis económica nacional e internacional tras el período de crecimiento de los años cincuenta y sesenta o existió una crisis de los partidos de la izquierda europea en el año 1968, cuando, tras haber sido los instrumentos clave de lucha por el progreso, se sienten incapaces de recoger los movimientos y luchas reivindicativas de amplísimos sectores juveniles, y no tan juveniles, que aparecen en la arena política en aquellos momentos. Pero decir que en España hay crisis de los partidos políticos es tragicómico o, cuando menos, impreciso.Se puede decir, y es evidente, que hay una fuerte crisis de entusiasmo y de apoyo activo hacia las instituciones democráticas por parte de un amplio sector de la población, lo que ha venido a llamarse desencanto, porque entre estos sectores hubo unas grandes ilusiones de cambios más profundos y esa ilusión muchos ya no la tienen. O, como se señala en el debate al que hago referencia, que la política de consenso entró en crisis -se considerase dicha política positiva o perniciosa-, porque fue una política que funcionó y, posteriormente, dejó de funcionar. Pero todo ello es distinto a que los partidos políticos estén en crisis. El problema de los partidos políticos, como tales, es que no están en crisis porque todavía no han llegado a tener un estado de buena salud, a cumplir con su función constitucional de ser «instrumento fundamental para la participación política». Y lo más grave, en mi opinión, no es que no cumplan todavía este papel a plena satisfacción -lo que estaría justificado por la corta existencia de la actual democracia-, sino que no se vislumbran ni el necesario esfuerzo de profundización teórica ni la voluntad política efectiva sobre cómo debe ordenarse la participación de los ciudadanos en los asuntos públicos y el papel que los partidos deben tener en ello.

Elementos de explicación

Creo que hay que decir, en descargo de todos nosotros, que esa inmadurez está explicada, en cierta medida, por varios elementos. Uno, más inmediato, porque durante todo este período constituyente nos hemos visto sometidos a una inevitable campaña electoral casi permanente, que nos ha obligado a volcarnos en el fortalecimiento del aparato electoral de cada partido y a la puesta al servicio de este objetivo del conjunto de sus organizaciones. Otro motivo, más mediato, puede ser que las raíces históricas de los partidos que hoy protagonizan la vida política del país no se alimentan precisamente de un espíritu democrático excesivamente puro. Creo que a nadie se nos deberían caer los anillos ni es necesario hacer un gran esfuerzo autocrítico para reconocer que nuestra experiencia democrática deja bastante que desear. No hace falta tener ningún complejo de culpabilidad, sino reconocer nuestra historia, para damos cuenta que el esfuerzo por crear un Estado democrático debe ser mayor del que realizamos en nuestra práctica. Nuestro pasado democrático más importante, el de la Segunda República, con unos partidos de izquierda apoyando la revolución de 1934 y de una derecha protagonizando o apoyando pasivamente el golpe fascista -es decir, intentando unos y otros tomar las mejores posiciones políticas para destruir al enemigo, que no contrincante, político- es un claro ejemplo de cómo hoy es la primera vez en la historia de nuestro país que el grueso, tanto de la derecha como de la izquierda, deseamos realmente coexistir sobre la base de admitir el sufragio universal como la fuente de poder.

Ahora bien, estos atenuantes explican, pero no justifican, el distanciamiento existente hoy en día entre la población y los partidos políticos, que es lo que los desencantados nos reprochan. Porque las dificultades económicas no desencantan, sino que se sufren corno un hecho que hemos de superar, y la política derechista del Gobierno ucedista tampoco desencanta a esa mitad del país que supone el electorado de izquierda, sino que se critica y combate. Es distinto estar descontento, y aun indignado, ante los problemas social.es que el país sufre que estar desencantado ante el papel que los partidos políticos en particular y las instituciones democráticas en general, juegan para darles una salida progresiva.

Si la población pudiese participar en la vida política del país como participó -aunque en aquel caso fuese tan sólo recibiendo información- en los debates televisados del voto de censura, la actitud de los ciudadanos ante las instituciones democráticas sería distinta a la actual. Pero si el palacio de la carrera de San Jerónimo no se puede conocer masivamente más que a través de RTVE, no ocurre lo mismo con las sedes locales y de barrio de los partidos políticos, que podrían y deberían ser conocidas por la mayoría de la población, en el caso de jugar ese papel de encauzar la participación popular en vez de ser oficinas o clubes de afiliados cerrados.

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Creo que no sería necesario hacer ninguna encuesta sobre el conocimiento que los ciudadanos tienen sobre la localización y actividad que desarrollan las organizaciones políticas principales de cada pueblo o barrio -y no digamos si les preguntásemos cuántas veces han ido a ellos para proponer o informarse sobre determinada política educativa o sanitariapara comprobar que el conocimiento e interés sobre la organizaoión más inmediata de los partidos -políticos es mínimo. Y eso no puede ser. O corregimos esa realidad o corregimos la Constitución.

Si la separación entre la sociedad civil y la sociedad política nace de la Constitución misma, el desastre está garantizado. Pero es evidente que lo que hay que corregir o, mejor dicho, construir en la práctica son unos partidos políticamente conscientes y organizativ am ente preparados para asumir que su principal función social es la de ser cotidianamente cauces de participación política de la población. Es más, los principales cauces, porque hay otros, sin duda, como lo manifiestan las formas participativas creadas en los ayuntamientos o las de los sindicatos en otros niveles, que son muy importantes, pero que no deben ser más que complementos más o menos corporativistas a una participación política más global y genuina a través de los partidos.

No hay partidos mágicos

Parece casi obligado últimamente manifestar, y así lo hago, que, aunque piense que los partidos principales tengan estos grandes defectos de fondo, no creo en ungüentos mágicos no menos aún, en nuevos partidos mágicos. En lo que sí creo es en la necesidad de que los actuales partidos que hemos protagonizado el cambio de régimen político hagamos el esfuerzo necesario para ser consecuentes y desarrollemos el modelo que los españoles han refrendado.

Y creo, igualmente, que si los últimos debates congresuales, de unos y de otros, se han centrado en aspectos políticos deformados y oscurecidos ideológicamente -e incomprensibles para cualquier ciudadano medianamente culto políticamente-, en adelante los problemas políticos deben abrirse a la calle tal y como son, sin jergas de secta, y este problema expuesto sobre la forma de participación de la población en la vida política es un problema de primera magnitud.

Alfredo Tejero es miembro del comité central del PCE y concejal de Educación del Ayuntamiento de Madrid.

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