El pueblo judío
Quisiera comentar el artículo Jerusalén, a punto de ser destruida, y también, en cierto modo, el titulado De Kabula Jerusalén, publicados en EL PAÍS del 1 de agosto.La ampliación urbanística y arquitectónica de Jerusalén, a partir, de la ocupación israelí, es un dechado de realismo y buen gusto, de los cuales podríamos aprender mucho en nuestra patria. De un modo muy especial me atraen sus extraordinarias universidades, sobrias, preciosas, emplazadas en lugares profundamente atractivos y con un contenido cultural de primera magnitud. Esta ingente labor la ha realizado -y está realizando- un pueblo pobre, con unos dos millones y medio de habitantes judíos, que están rodeados de muchos enemigos ancestrales con un criterio sobre el respeto al prójimo propio del analfabetismo, el fanatismo y las drogas.
Roma vaticana tiene una significación espiritual que afecta a un gran número de creyentes. Sería incongruente que las naciones con preponderancia católica interviniesen en el destino político de la ciudad.
Es indudable que la evolución del comportamiento de los díferentes grupos humanos obedece a las leyes inmersas en la propia evolución de la vida. Precisamente, la historia conflictiva del pueblo hebreo provoca su constante presencia en los altos niveles de la ciencia, la banca, etcétera. Las agresiones de toda índole que sufre Israel estimulan su necesidad de pervivencia y, por ende, el constante progreso del pueblo en general y de sus elites en singular.
Tengo la sensación de que los autores de ambos artículos no conocen bien Israel y, por tanto, no aman a su pueblo. Y no es extraño que así sea porque, a pesar de la luz caritativa esparcida por jerarcas de la Iglesia, el antisemitismo es un mal con hondas y extendidas raíces, que se manifiesta desde genocidios como el ordenado por Hitler en la nación más culta del mundo hasta utilizar la palabra judiada con sentido peyorativo.
A pesar de que en España se persiguió execrablemente a los españoles judíos, los descendientes de los sefarditas expulsados de su patria hispana nos ofrecen la amorosa fidelidad de seguir hablando nuestra lengua, lo cual incita a mirar a Jerusalén con un agradecimiento nostálgico. El propio jefe de Estado de Israel es uno de estos sefarditas, que siempre habla en español, con amor y poesía.
Es triste que, en cuestiones políticas y religiosas, los hechos más obietivables no puedan ser contemplados de igual manera por todos los hombres. Afortunadamente, en la ciencia no sucede otro tanto, quizá porque se carece de intereses egoístas y de fanatismos alucinantes./
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