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Necrológicas

La publicación, a mitad del pasado mes de agosto, y en el suplemento dominical de este periódico, de un poema escrito por Antonio Garrigues Walker, y dedicado a su hermano Joaquín, recientemente fallecido, ha venido a constituir el acorde final de una orquestación necrológica que ha tenido pocos precedentes en los últimos tiempos.La gacetilla calificaba el poema de excepcional documento, y el lector menos curioso se preguntará qué tiene de excepcional y qué es lo que documenta. ¿Documenta acaso la incapacidad de AGW para escribir un poema medianamente decoroso? ¿Acaso la necesidad -demasiado política- de buscar el reconocimiento público a unos sentimientos de admiración, cariño y piedad fraternos? ¿Tal vez la esterilidad trascendental de toda muerte, que ni siquiera compensa el despojo con un pensamiento original? ¿O tan sólo las tragaderas de la Prensa hacia todos los productos -Incluso los más inanes- salidos de las grandes cabezas de la política?

No conocí a JGW y, por consiguiente, no puedo hablar de él, además de no ser quién para hacerlo. Tras leer sus necrologías y obituarios, no dudaré de que se trataba de una persona atractiva, estimulante y -muy probablemente- irreemplazable. En las notas necrológicas no está mal exagerar y otorgar unos superlativos que rara vez se conceden en vida del interfecto. Es, incluso, más elegante que el propósito de encuadrarle con trazos exactos y precisos. A ese tenor, a los que somos ajenos al mundo de los políticos se nos ha presentado a JGW con los colores épicos de todo héroe que muere joven, sin haber alcanzado la cota a la que estaba destinado, sin haberse convertido en salvador de la patria. Un Nelson que no llegó a librar su Trafalgar, tal vez sólo su San Vicente.

Pero lo atroz del caso es la espantosa cursilería que han destilado todas las necrologías -todas, sin excepción- que le han sido dedicadas a JGW. Cursilería y algo peor, porque detrás de la cursilería siempre hay un vicio; algo que, en definitiva, vulnera el segundo mandamiento y que sobre todos ha de pesar a los correligionarios del difunto que, dejándose llevar por su soberbia, han utilizado su muerte para sus propios fines. Y eso es lo que quiere decir el segundo mandamiento en una sociedad democrática: no reclamar ni aducir ni alegar el bien de la comunidad en provecho propio.

Aun cuando introduzca exageraciones, nada conviene mejor a una nota necrológica o a un artículo valedictorio que la sobriedad y el uso de la tercera persona: «Nació en Medina del Campo, en el año del Señor de 1550, y no conoció ocasión en que no pusiera coraje». O bien, como dice Bernal Díaz, «murió de su muerte». O aquella otra del padre Sigüenza, refiriéndose al organista de El Escorial: «Murió con el dedo en la tecla». O aquella tan terrible, de no recuerdo qué capitán: «El Señor necesitará de todo su poder para que descanse a su lado aquel hombre tan violento».

Cristaliza un nuevo estilo

Para la trágica ocasión de la muerte de JGW, con rara unanimidad ha cristalizado un estilo, que ya se venía anunciando, y al que han recurrido las plumas menos atractivas del país. Me refiero a ese estilo -que algún necio calificará de entrañable- que se fundamenta en dirigirse al finado en segunda persona, como si le fuera a escuchar o leer desde su nuevo puesto en el más allá: «¿Te acuerdas, Joaquín, cuando bajábamos por la carrera de San Jerónimo y yo te decía ... ?»; «tenías ese don tan raro en nuestros tiempos ... »; «luchaste contra la muerte con esa alegría tan tuya, con ese desenfado de los grandes ... »; «cuando volví a verte, ya estabas herido de muerte; en tus ojos ... ».

El artificio parece sencillo, ingenuo, saturado de emoción e informado de todo el candor y la buena fe del necrólogo. Pero me temo que no es así, ni mucho menos. Me temo que la sencillez y la emoción concuerdan mejor con el empleo de la tercera persona y que la utilización de la segunda es tanto una añagaza como una hipocresía, además de una falta contra el segundo mandamiento democrático.

Pues lo primero que indirecta o directamente se denuncia con tal artificio es la intimidad, amistad o compenetración que unían al finado con el necrólogo; y en muchos artículos, esas circunstancias son tan importantes o más que los hechos y cualidades de aquél. Si el finado tenía tantas virtudes y estaba -a través del parentesco, la amistad o la compenetración- tan estrechamente vinculado al necrólogo, ¿no quiere eso decir, en buena medida, que el necrólogo es otro virtuoso? Si el finado supo arrostrar, en compañía del necrólogo, momentos muy difíciles, ¿no quiere decir que también los arrostró el necrólogo? «En aquellos días trágicos en que todos nos sentimos más unidos, tuviste la gallardía ... ». ¡Ah, qué manera tan particular de llamar a la propia puerta!

Semejante artificio no se puede llamar más que autopropaganda, se mire como se mire. Y, por consiguiente, lo resulta extraño que hagan uso de él las plumas menos atractivas y más políticas del país: los compañeros de escaño, los recogedores de su antorcha, los visionarios de pasado mañana, los sacerdotes de la tercera plana. Yo no sé lo que es la política, ni quiero saberlo. Pero cada día estoy más convencido de que un político es, ante todo, un propagandista de sí mismo.

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