El teatro al aire libre, una fórmula contra la crisis de público
La compañía Teatro Popular de la Villa de Madrid ha estrenado El lindo don Diego, de Agustín Moreto, en el teatro portátil de la plaza de Vázquez de Mella. La función, inserta en la campaña de festivales de verano, es presenciada a diario por varios cientos de espectadores, en su mayoría residentes en la zona.
En los minutos previos a la representación, los alrededores de la plaza de Vázquez de Mella son un lugar de encuentros entre personajes que probablemente no tienen ningún punto común, salvo la decisión de trasnochar. Los madrileños de la clase media que van de cafetería en cafetería se cruzan en la Red de San Luis con los turistas que han agotado el plan de visita a los mesones de Cava Baja; en Hortaleza, las chicas de alterne entran en conversación con los buscadores de discotecas de la calle de Infantas. Con la llegada del teatro al aire libre, en la plaza de Vázquez de Mella, los dos vigilantes municipales, Manuel, de sesenta años, y José, de cincuenta, han creído observar un favorable cambio de ambiente. «Estas funciones tienen un público muy normal, un buen público, mejor dicho. No hemos tenido que intervenir en líos ni disputas, aunque también es verdad que en verano la ciudad se tranquiliza mucho y ya llevábamos un par de meses menos agitados».Los chasquidos de los radio-transmisores de los vigilantes se confunden con un apacible sonido de fondo nocturno junto a las vallas del teatro portátil, y hacen pensar en un esperanzado proyecto de convivencia. Al otro lado de las piezas de zinc, ya dentro de las instalaciones, el auditorio se acomoda con una cierta lentitud en el patio de sillas plegables. Fernando Cavestany, de veintiséis años, arquitecto, considera fundamental el concepto teatro por barrios. «Es una forma de que lo que entendemos por teatro pueda llegar a la gente. Además, todo lo que lo rodea, incluso los ruidos de la calle y el propio conjunto de viviendas que está a la vista, le añaden un tono de autenticidad». Su acompañante, Virginia Balseiro, de veinticinco, empleada en Iberia, cree que el teatro al aire libre «es un buen antídoto contra el aplastante verano madrileño».
Antonio Guirau, el director de la obra, se multiplica entre bastidores. A primera vista, parece complicado combinar los diálogos con los continuos movimientos del decorado sin que el sonido de los altavoces pierda brillantez. Pero la función discurre muy aceptablemente; apenas algún acoplamiento propio de toda primera función, apenas algún leve desfase en la serie de discursos. El actor Manuel de Blas borda el papel de un don Diego plumoso y mórbido, y demuestra que la afectación puede ser muy natural. «Con el teatro al aire libre, las funciones pierden el exceso de solemnidad que a veces acompaña al teatro; el énfasis de la cultura y todo eso. Hemos tenido dieciocho, ensayos. De cuando en cuando. los gamberros se metían con nosotros desde el exterior, y los vecinos llegaban a tiramos alguna cosilla, pero luego todo ha ido muy bien. Hay que decir que el teatro al aire libre ofrece la ventaja de la presencia de espectadores no habituales: hay gente que se da de pronto cuenta que tiene el teatro cerca y viene».
Guirau sigue administrando acentos, tubos de andamio y celosías. A veces, los murciélagos amenazan también con enredarse en las enaguas de la falsa condesa, y los tubos de escape de los coches que suben por Infantas añaden un acompañamiento de batería surrealista a los clavicordios de la función. Desde el patio de butacas se puede asistir cómodamente a las lindezas del protagonista y a la sucesiva caída de persianas en las casas del vecindario. El arquitecto Cavestany está convencido de que los alrededores son un segundo escenario, «un elemento nuevo capaz de sumarse a los encantos clásicos del teatro». Al final de la representación, Guirau se desempaña las gafas y saca sus primeras conclusiones. Está de acuerdo en que Madrid es, más que una gran ciudad, mil pueblos juntos, cuyos pobladores viven desesperadamente. «No se puede pretender que, después de las prisas semanales, un trabajador madrileño se ponga en marcha desde un barrio periférico y venga al centro». Está de acuerdo, por tanto, en que el teatro debe ir por los barrios, y por los clásicos: «Nosotros no tenemos necesidad de ir a buscar textos fuera con los clásicos de que disponemos: a veces me maravillo de que una pieza escrita hace varios siglos, cuando la gente iba en caballo o en burro, pueda ser tan fácilmente comprendida, tantos años después». Así que, cuando caen el imaginario telón y las persianas reales de los alrededores, Madrid vuelve a casa un poco más sosegado que de costumbre. Sólo una chica de Hortaleza sigue discutiendo, convencida de que los bajos precios suelen ser incompatibles con la calidad.
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