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Reportaje:

La irresistible caída del boxeador Perico Fernández

Detrás del boxeador hay un hombre cuya historia en este caso se asemeja perfectamente a la de otros muchos púgiles que pretenden -pocos lo logran- encontrar la reafirmación social de la que han carecido durante su vida a través del boxeo. Un deporte que produce con excesiva y reiterativa frecuencia imágenes de «juguetes» rotos.Hoy, Perico Fernández es una figura de cristal sobre la cuerda floja. Con veintisiete años -puede afirmarse que tiene toda la vida por delante aún-, presenta un aspecto físico muy saludable, y se manifiesta con una extraña serenidad que no queda oculta tras su célebre tartamudeo. En el otro lado de la balanza, el negativo, aparecen sus problemas, su drama humano, la desgraciada historia de su vida, casi vulgar a fuerza de ser una constante en tantos ídolos que fábrica nuestra sociedad.

Perico pasó su infancia en el hospicio de Zaragoza y nunca llegó a conocer a su madre. Trabajó esporádicamente de pintor y de carpintero. Comenzó en el boxeo a los diecisiete años. A los veintiuno logró el campeonato de España de los pesos ligeros y poco después se convertía en campeón de Europa y del mundo en una categoría superior, los superligeros. Derrotó, en Rorna, en un combate muy igualado, a un japonés, Furuyama. Retuvo el título hasta 1975, hasta que en su camino se cruzó un tailandés, Sansak Muangssurin, «la sombra del diablo». En aquella época se casó con Rosa María Benedicto. El matrimonio ha tenido dos hijos, que tienen ahora tres y un año de edad.

No sabe cuánto dinero llegó a ganar, «aunque otros se enriquecieron más que yo con mis puños». Calcula que fueron más de veinte millones de pesetas, de los que ya no queda nada. «Me ayudaron a gastarlos muchos que hoy me vuelven la espalda». Su matrimonio fracasó, «porque ella se casó con el campeón del mundo».

El final

Fue un arrebato, quizá un recuerdo de tantas injusticias, del hospicio, de tantas cosas. Pero se le cruzó, otra vez, la vena. Boxeaba en Bilbao con un uruguayo, Liras. Horas antes había tenido que solventar unos trámites burocráticos derivados de la separación con su esposa. Un directivo, el presidente de la Federación Vizcaína, acabó por calentar su cabeza. Ya se enfrentó con el púgil, según algunos testigos, antes de la pelea. «Sinvergüenza», le dijo, «¿por qué llegas a estas horas?» Sólo le faltaba eso a Perico en aquellos momentos. «¿Quién es este mamarracho que me insulta?». La disputa la mantuvo el directivo, a quien la federación se ha limitado a abrir expediente con sus continuas llamadas al árbitro par a que descalificara a los dos púgiles por falta de combatividad. Y el árbitro acabó por descalificar en el último asalto, el octavo. Y Perico estalló, como estalló su puño en la cara del colegiado.

Llegó la sanción, pero, eso sí, se le respetó la bolsa, 125.000 pesetas. Arruinado y solo, sin una verdadera preparación profesional, de carácter difícil, influenciable y nervioso, Perico vive hoy con los ojos cerrados a su presente y a su futuro. Le sostiene su propia idea de lo que significa su nombre, las glorias pasadas. «Sí, compensa todo lo que he pasado. El boxeo me ha convertido en... un señor. Soy Perico Fernández, no pueden hacerme esto, verás como acabarán por perdonarme. El campeón del mundo tenía muchos amigos».

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