La Iglesia como poder
Cada uno suele buscar por sí mismo, aunque ayudado por indicaciones y consejos ajenos, las lecturas que más pueden interesarle. El libro Los evangelios gnósticos (1) me ha llegado de la mano de los amigos de Siglo XXI Editores y, contra lo que podría pensarse por el título, aunque serio y muy bien documentado, está muy lejos de ser un mero estudio erudito sobre los libros, con pretensión evangélica, escritos en papiros y encuadernados en cuero, descubiertos casualmente por un campesino del alto Egipto en 1945 y de los que, por unas y otras razones, el público culto, pero no especializado, ha tenido muy escaso conocimiento, en contraste con el hallazgo semejante del mar Muerto, que tanto dio que hablar. Lo que a la autora, Elaine Pagels, importa es esclarecer, a la luz de estos textos y de otros conocidos con anterioridad, bien directamente, bien a través de apologetas ortodoxos, como san Ireneo, qué significó la herejía cristiano-gnóstica y., de rechazo, en qué consiste, de siempre, la ortodoxia como poder. Tres son los aspectos fundamentales del libro. El primero, consistente en la exposición de la. concepción, extremadamente espiritualista, del gnosticismo cristiano -Pasión de Cristo, bien como «aparente», bien como alcanzando sólo a su envoltura. carnal; Resurrección como símbolo (y no acontecimiento histórico); Perfección por el conocimiento (gnosis) de sí mismo, como conocimiento de Dios; solipsismo religioso (que la autora no acaba de admitir) e «Iglesia invisible»- no va a retener nuestra atención aquí. Del segundo, concerniente a la concepción masculino- femenina, andrógina, de la Divinidad, sí quiero decir unas palabras para mayor ilustración de feministas cristianas (y no cristianas). A lo que, con todo, voy a aplicar m¡ reflexión, movida por la de la autora, es al aspecto político de la cuestión.Los gnósticos cristianos que vivieron física y espiritualmente en la frontera de Oriente y Occidente, sin llegar a hacer suyas las tradiciones orientales de, la Diosa Madre, sí imaginaron a la. Divinidad como una diada de, a la vez, Padre y Madre, adscribiendo, por lo general, el femenino -apoyándose en el neutro griego pneuma y en el femenino hebreo ruah- al Espíritu Santo. Y esta concepción «teológica», y no un interés morboso y moderno por la llamada «vida sexual de Jesús», que, a partir de estos «evangelios», ha sido considerada, entre nosotros, por José Montserrat Torrens, es la razón de que María Magdalena, la primera entre todos los apóstoles y discípulos que «vio» a Jesús resucitado, «la mujer que conoció el Todo» y que gozaba de su presencia continua, fuera presentada como la amante y amada de El y, en el plano terrenal, muy por sobre la Madre de Jesús, como la encarnadora del Espíritu Santo. De ahí el que el grupo gnóstico cristiano de los valentinianos y también ciertos círculos cristianos, en realidad poco, aunque algo tocados de gnosticismo, como el montanista, el marcionita y, en tierras celtíberas, el priscilianista, concedieran trato de igualdad a las mujeres y, consiguientemente, consiguieran atraerlas a su seno.
Pero vayamos ya a lo nuestro. Ortodoxia es, no hay duda, proclamación dogmática de una doctrina o doxa como recta y verdadera. Esta consiste en un «contenido» religioso. Pero fue y es impuesta por quien ostenta el Poder (por 1,9 mismo, y aparte prejuicios antife,inistas, la pretensión de ¡María Magdalena y sus seguidores tenía que ser rechazada por los Doce). Ortodoxia, desde este punto de vista político, es lo definido por los Apóstoles, por el sucesor de Pedro, Papa y Obispo de Roma y por los; otros obispos, sometidos a su primado. El monoteísmo judío se prolonga así políticamente en el de un Obispo y una Iglesia, y esta legitimación teológico-dogmática. del sistema del gobierno religioso aconteció ya desde el siglo II, es decir, mucho antes del constantinismo. Frente a ella, la gnosis pretendía ofrecer la Justificación teológica de la insubordinación frente a la autoridad clerical, con lo que se convirtió en doctrina sumamente peligrosa, pero carente de la fuerza institucional y organizatoria de la ortodoxia, que, merced a ella, dotó de cohesión y perdurabilidad a la comunidad cristiana.
Paralelamente, y según Elaine Pagels, la doctrina ortodoxa de la Pasión real y de la Resurrección como acontecimiento histórico, otra vez independientemente de su contenido -y la autora no toma en consideración la novedad radical del cristianismo como historicidad e historia comunitaria de salvación-, sirvió para fundar teológicamente la respuesta práctica a la persecución romana de los cristianos, pues si Cristo padeció y murió realmente, los buenos cristianos han de hacer otro tanto, y aquella Resurrección es gazantía existencial de la suya propia. El martirio del cristiano es presentado así en simétrica correspondencia con la Pasión y Muerte de Cristo (pero si, por el contrario, como sostenían los gnósticos, sólo el «cuerpo» de Cristo sufrió, el testimonio espiritual puede aparecer como superior al martirio físico). Y es evidente que una comunidad, la Iglesia católica, que pudo presentar las credenciales de miles y miles de «héroes» cristianos, confesores suyos hasta la muerte, se dotó a sí misma de un prestigio y una fuerza de atracción formidable. Y sí es verdad. Pero lo que a la autora no le interesa es, otra vez, la novedad generada por el cristianismo, en este punto la de un tipo de «heroísmo», si se insiste en llamarlo así, radicalmente diferente de la «bella muerte» de los Héroes antiguos.
En resumen, y es a lo que quería llegar, se da una correspondencia, pero solamente parcial, entre la actitud de los gnósticos cristianos de los primeros siglos, y la de los intelectuales heterodoxos actuales, con respecto a la ortodoxia. Nosotros, mucho más claramente que ellos, y gracias al paso del tiempo, per cibimos el carácter intríriseca mente autoritario de la Iglesia -en definitiva, más pronto o más tarde, de todas las iglesias-, su rasgo constitutivo de Iglesia como poder (y organización, adminis tración, burocracia avant la lettre, todo lo que tanto admiró en ella Augusto Corrite). Hay una con formidad estricta entre la Iglesia y el Estado, que no se deshace mediante ninguna «separación» entre una y otro. Sí, tenían razón los viejos eclesiólogos, que ha blaban de ella como «sociedad perfecta»: Estado dentro y aun por encima del Estado, esta es la doctrina, y en tanto que viable hoy (poco viable), en tanto que «tesis», según se decía, la praxis eclesiástica.
¿Qué cabe hacer entonces? Por tratarse, en definitiva, de un problema político (quiero decir, de poder), la actitud del cristiano ha de ser semejante, mutatis mutandis, a la del ciudadano. Este acepta la inevitabilidad del Estado, a la vez que se opone al «mal» en que, intrínsecamente, consiste. Aquél se declara heterodoxo de una Iglesia a la que, quiera o no -salvo si elige evanescerse en la minoritaria, espiritualista, solipsista gnosis-, pertenecé. No podemos -ni probablemente debemos- aspirar a vencer. Sírvanos como consuelo de nuestra impotencia el de que oportet haereses esse. Somos necesarios, cuando menos, para evitar lo peor.
1. Elaine Pagels, The Gnostic Gospels, Random House, Nueva York, 1979.
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