El drama del Sureste
La preocupación por el medio ambiente ha llegado hasta el gran público en confusa algarabía de protestas. La atmósfera cada vez más nociva de las grandes ciudades, la contemplación directa de un medio natural progresivamente degradado en las áreas de esparcimiento y las imágenes proyectadas en el cine y en la televisión sobre las «mareas negras» y su terrible impacto en la fauna oceánica y sobre las hecatombes que han provocado los desechos de las industrias en la fauna fluvial han dejado ya una honda impronta en el panorama vital de muchos españoles y de muchos europeos.Lamentablemente, la casi totalidad de nuestra población y, lo que es peor aún, la casi totalidad de nuestros dirigentes públicos viven en absurda ignorancia de otros problemas que afectan a nuestro patrimonio de recursos naturales con mayor gravedad aún.
La lucha contra la aridez
Entre estos problemas cabe destacar los que desde hace unas décadas se ciernen sobre el sureste de España como consecuencia del efecto conjunto de una gran marejada de cambios climáticos y de inexcusables defectos en el funcionamiento de la Administración nacional.
Es bien sabido que las regiones meridionales del Mediterráneo han venido sufriendo desde el remoto pasado los envites reiterados de la aridez, cuyas consecuencias jugaron un papel de primer orden en la génesis de las primeras civilizaciones, y cuya tremenda potencia dio al traste con todo aquel vivo mundo de feraces sabanas surcadas de ríos poblados de hipopótamos, cuyo reflejo ha llegado hasta nosotros en las imágenes artísticamente geniales del Paleolítico del Tassili. Hoy, la desolación y el silencio del gran desierto imperan donde ayer pululaba la vida.
Quizá sea menos conocido el hecho de que este drama ha venido a extenderse con carácter de alarmante gravedad hasta nuestro territorio y de que, en el curso de los últimos decenios, su representación ha experimentado un nuevo paroxismo; como si el Sahara, despertándose de un prolongado letargo, hubiese decidido ensancharse a lo largo de todas sus fronteras. En Africa, los efectos han sido devastadores, pues el desierto ha venido avanzando hacia el Sur al ritmo de unos veinte kilómetros por año. Más de 300.000 kilómetros cuadrados de tierra de cultivo han sido devorados por las arenas en el curso de los últimos quince años, y los países del Sahel (es decir, los que se extienden inmediatamente al sur del gran desierto), sometidos a este flagelo devastador, constituyen hoy una de las «áreas problema» en cuyo sector se han movilizado los órganos de asistencia de las Naciones Unidas.
En el frente norte de esta siniestra embestida, el Gobierno argelino se ha visto forzado a aplicar cuantiosos recursos para implantar la ya famosa «barrera verde» como fantástica muralla destinada a contener la invasión de las arenas. Pero, más al norte todavía, el desarrollo de larvados retoños de la desolación, que pretenden instalarse en la Península, no parece haber merecido atención alguna de nuestros actuales dirigentes. Como tampoco la han merecido aquellos otros que afectan al bienestar de las islas Canarias.
Sin embargo, haciendo abstracción de la escasez de lluvias, las condiciones ecológicas del Sureste y, más aún, las de las islas Canarias, constituyen una de las más fuertes piezas que puede jugar la economía española en la partida de nuestra incorporación al Mercado Común. Su climatología subtropical, o casi tropical, permite obtener dos, y hasta tres, cosechas de hortalizas por año y, lo que es más importante, obtener alguna de ellas cuando los campos del resto de Europa están aún desperezándose de su sueño invernal o comenzando a sumirse en el mismo. De aquí la considerable ventaja comercial de tales producciones fuera de temporada, que han venido constituyendo uno de los renglones más importantes en el activo de nuestro comercio exterior agrario.
Las condiciones climáticas de nuestro Sureste ofrecen, por otra parte, una singular contingencia de intensa insolación perpetuada, sin casi solución de continuidad, a lo largo de todo el año. A causa de ello se ha situado, precisamente en la provincia de Almería, un centro internacional de investigación científica, consagrado al desarrollo de nuevas líneas de aprovechamiento de la energía solar. Y de aquí la posibilidad de transformar todo un mundo de instalaciones de cultivos protegidos, incorporando sistemas de climatización apoyados en la energía del sol, que, con un coste de funcionamiento prácticamente nulo, permitirían obtener en este singular rincón de Europa todo tipo de cultivos tropicales y alcanzar niveles de productividad increíbles.
Falta agua
Frente a esta realidad y a este luminoso panorama de posibilidades pende, cual espada de Damocles, la terrible amenaza de una falta de agua que ha alcanzado niveles tan críticos que no puede seguir siendo sistemáticamente desatendida por las autoridades. Pues la práctica totalidad de las 63.000 hectáreas de regadío de la provincia de Almería y buena parte de las 117.000 hectáreas de regadío de la provincia de Murcia han sido desarrolladas mediante la utilización de aguas subterráneas, y los acuíferos de estas provincias, sometidos a una explotación desordenada, están agotándose rápidamente.
Los estudios llevados a efecto por el Instituto Geológico y Minero, que están a disposición de quien quiera consultarlos, reflejan, en efecto, un panorama general aterrador. Las cuencas del Saltador, de la Ballabona, de Níjar y muchas otras, largo tiempo explotadas extrayendo más agua que la que corresponde a su recarga anual, están próximas a agotarse. Y los plazos estimados para que tal suceda no son largos: pues en algunos de los casos las reservas de agua fósil calculadas hace tres años se agotarán seguramente antes de que pasen otros tres, concretamente la bajada de los niveles de agua en el año de 1979 ha sido impresionante. Pero en esta zona, en que predominan los pequeños propietarios, en que no hay quienes puedan mover el juego de las influencias, el clamor de los agricultores modestos no parece encontrar eco en parte alguna.
Por todo ello es de temer que en cinco o diez años otras 20.000 ó
Las aguas de Madrid
30.000 familias campesinas, que, en condiciones difíciles, habían sabido crear un emporio de riqueza, se vean forzadas a trasladarse, en un nuevo éxodo, hacia las áreas industriales. Tras ellas, como tras los remotos cazadores del Tassili y del Tibesti, la aridez sentaría definitivamente sus reales en donde hoy existe todavía una riqueza laboriosamente creada.
En un artículo reciente, publicado en la prensa de Madrid, se han recogido las inquietudes de algunos toledanos que, alarmados por la inminencia del trasvase, protestaban de que el Tajo, intensamente contaminado por las aguas negras vertidas por la gigantesca urbe que ha llegado a ser nuestra capital, se convierta en una cloaca cuando se deriven parte de sus aguas hacia el Sureste. Lamentablemente, el autor se limitó a reproducir las referidas inquietudes sin tratar de profundizar en el tema. De aquí el lanzamiento, en cierta manera irresponsable, de otro vocablo cargado de veneno contra una de las tradicionalmente más atormentadas regiones de España. Pues el trasvase, que contribuiría a resolver la trágica situación del Sureste y a evitar el colapso inexorable de muchas de sus hoy feraces comarcas, no tiene en absoluto carácter de causa eficiente en el problema de los toledanos. El Tajo es ya hoy una cloaca, y con agua del trasvase y sin agua del trasvase seguirá siéndolo hasta que no se haya resuelto la depuración sistemática de la totalidad de las aguas residuales de Madrid.
Una negligencia inexcusable en las autoridades ha consentido que haya llegado a la salvaje situación de una gran ciudad que no depure sus aguas negras. En el Támesis, tras los vertidos de Londres, pueden vivir las truchas (tan perfecta es la depuración); en París, las instalaciones de depuración son muy anteriores a la segunda guerra mundial, y en todas las ciudades del mundo civilizado la depuración de las aguas residuales constituye un panorama obligado que se da por supuesto.
Pero la tragedia que se cierne sobre el Sureste ha de ser evitada a toda costa. El trasvase constituye una pieza esencial para conseguirlo, sencillamente porque ya está prácticamente terminado y porque sus aguas puedan llegar en seguida. De aquí la necesidad de que efectivamente lleguen y también la de llevar a término, no con carácter de máxima urgencia, las obras necesarias para que puedan llegar hasta Níjar. Y la necesidad de resolver con análoga urgencia todas aquellas obras hidráulicas que han permanecido largo tiempo dormidas, sencillamente porque se trataba de la provincia de Almería, la cenicienta de las provincias españolas. Pero una cenicienta que hubo de contribuir con sus aportaciones al desarrollo de las obras hidráulicas cuyo uso hoy algunos le niegan, pues así suele suceder con los derechos de los pobres.
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