Sartre o la invención de Morel
El festín funerario ha sido acaso el más notable que nadie haya tenido en lo que va de siglo, cuando ya el siglo desciende hacia su término. Resulta Sartre ineludible muerto como ineludible vivo. No hay, en realidad, mucha diferencia entre vivos y muertos, a no ser la de que aquéllos mueren más que éstos. Los honores persiguen a Sartre difunto como en vida lo persiguieron. Recusó él los honores y el poder del que éstos por lo general emanan; por horror del poder no quiso tener más poder que el que de la palabra le viniera, y así lo dijo. Quizá fue ése el único aserto suyo que no desmintió hasta su muerte. Cuando recusó el Nobel, su gesto no era en él improvisado; no fundaba una actitud, la proseguía. Fácil sería comprobarlo repasando otros accidentes de su vida. Los honores deshonoran, dijo Flaubert, como es sabido. Llevó Sartre tal convicción hasta el extremo. ¿Cabría pensar, rizando el rizo del malévolo, que fue ésa, por vía negativa, una manera de obtener honores?Acaso para huir de tal supuesto, para apresar la imagen real del hombre que en definitiva se le revelaba, André Gorz, entre Lausana y Ginebra, en 1946, lo desembarazó del nombre que ya entonces era en rigor menos suyo que de su propio monumento, y le llamó simplemente Morel. Invención o hallazgo de Morel que Gorz cuenta en El traidor, un libro que a su vez da testimonio de un tiempo y de una vida. «Qué suerte, me digo hoy», escribe Gorz, «no haber encontrado a Hegel antes que a él. Habría colmado aquél mi manía de sistematización y, siendo yo tan concienzudo, habría encontrado respuesta a todo en Hegel y me habría encerrado durante años en el universo delirante de la lógica con escasas probabilidades de salir nunca de él, ya que: primero, me costó tres años salir del universo del Fracaso construido con los materiales de El ser y la nada; segundo, no era Hegel persona para cuestionar su sistema ni para admitir siquiera algunas dudas, y, tercero, jamás habría podido yo, ante Hegel, darme cuenta de que él era un hombre y no Dios. Morel era, en cambio, un hombre. Fue ése un descubrimiento conmovedor».
El hombre supo, en efecto, hurtarse a sus posibles monumentos, zafarse del fijado perfil de sus siluetas, abolir realmente sus imágenes. Fue un iconoclasta verdadero, pues ejerció en la imagen de sí mismo. Ahora caritativamente, iconoclastas de escalafón y título perdonan a Morel, pues ya se ha muerto -¿o sólo Sartre ha muerto?-, que hubiera escrito tanto y tantas cosas que acaso no resulten ya legibles. Pero cómo sobrevivir sin sobreproducir, se preguntaba Ezra Pound años hace, a propósito del oficio del que escribe. ¿O habría que aceptar la imagen -a fin de cuentas, otra imagen- del estricto sólo dispuesto a dar, sin mediación superflua, las doce páginas perfectas que habrán de hacerlo eterno?
No adorarás imágenes, se ha dicho o se nos dijo. Morel abolió muchás veces sus imágenes y recusó su escritura, lo cual quiere decir que quiso tener con ésta una relación viviente. No en vano su reflexión se tendió hacia dos casos extremos de respiración real de la escritura: Mallarmé y Flaubert. No es probable que su gravitación en la escritura francesa pueda resultar comparable a la de éstos. Pero Morel dejó en ella, en la prosa ensayística, tan central en la tradición francesa, su marca, una marca que, poco tiempo antes de su propia muerte, Roland Barthes resumió en la palabra seducción. «Ensayos brillantes», afirma Barthes, «en los que, a mi entender, hay un enorme talento: apenas Sartre expone una idea, esta idea seduce, en todo caso me seduce».
Habría que ver sobre todo a Morel en el lugar que lees propio, en los intersticios de su escritura vivida y desvivida, afirmada y negada, incluso en la composición y textura mismas de El ser y la nada. Si aprendió a negarse a sí mismo, como se le ha concedido, dio ya una señal cierta de sabiduría, y es lástima que, al menos en este sentido, su influencia no crezca, sobre todo entre sus críticos más advenedizos, tan atentos a situarse bajo la influencia que se supone más audaz según los tiempos. Qué penibética actitud se manifiesta en la afirmación solemne y factual de que Sartre ya no influye, pues influyen ahora Bataille y Lacan o Lacan y Focault. Recuerda esa actitud, por vía aún más grotesca, la historia del sombrero del cura de la Matiella, que quizá para uso de intelectuales de todo tiempo contó, inútilmente y tiempo hace, Clarín.
Así pues, Morel, en medio de la resonancia de sus escritos y de sus actitudes, se hizo una soledad, fundada sobre todo en la no complicidad consigo mismo. Cabría decir de Morel que fundó, en su escritura y en su vida, una ética del descompromiso más que una ética del engagement. Una ética del desprendimiento que con frecuencia siento próxima a lo que Aranguren ha llamado, creo que desde un saber de experiencia, ética de la infidelidad.
Quizá sea hora de pedir a la filosofía un cierto estilo de vida o un desprendimiento elegante del pensar. Para que el escándalo empiece por el escándalo de uno mismo y la negación por la propia negación. Morel se negó a sí mismo. ¿O fueron acaso las últimas palabras que de él nos llegaron una negación de la negación? Pues cierto es que las últimas manifestaciones de su pensamiento ingresan en la latitud de la esperanza. Escándalo final de la esperanza. Lo que un hombre sea no está aún establecido, dice Morel. Lo que nosotros seremos no ha aparecido aún, dice el evangelista Juan.
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