"La España necesaria" de Fernández Ordóñez
Dice Fernández Ordóñez que su libro no tiene pretensión programática, sino reflexiva, y puede ser que tenga razón desde su propia e íntima intencionalidad. Pero las realidades son en sí mismas y al tiempo, en la plural visión y aceptación de cada cual; en definitiva, las cosas y actitudes son como son y como cada uno las ve e interpreta. Cualquiera que se acerque a La España necesaria desde su propio título evidencia cómo un proyecto de memoria, recuerdo y reflexión se le va de las manos al autor y se convierte, por su propia calidad política, en un repertorio de sugerencias, en una incitación de actividad. Esta doble actitud entre el intelectual, que recuerda, mira, analiza y piensa, y el político, que proyecta ese pensamiento en un diseño de actuación, más o menos pendiente a lo largo del libro tiene que resolverse, y lo hace, en el último capítulo del mismo. Allí afirma: «La tentación del intelectual en la política es el vértigo de la soledad», y de inmediato se lanza al esfuerzo y la advertencia tanto de las necesarias cualidades del político, de sus propios riesgos interiores y exteriores, así como de la tarea precisa de cuajar la reconciliación entre la clase política y la sociedad.De esta forma, esta obra, que va a adentrarse con revuelo en la revuelta primavera española, sobre cualquier otra consideración, tiene, para mí, un inicial valor de testimonio. En varias direcciones. Testimonio personal y colectivo ante una trayectoria y unas circunstancias; Francisco Fernández Ordóñez, la socialdemocracia y el inmediato proceso de la transición política española.
En segundo lugar, un testimonio de confrontación, por estudio comparado y advertencia, entre los compromisos contraídos, en razón de circunstancias, y las posibles desviaciones, en régimen de comprobación. Y aun dentro de este segundo aspecto, un testimonio de definición de grupo ante el que se diseña una plantilla rigurosa, con la que van a desentonar no poco muchas de las personas y actuaciones cobijadas bajo el marchamo de las siglas.
En tercer lugar, el valor de testimonio hacia el futuro, de tal forma que se compaginan los diseños de conducta, la gravedad de las circunstancias, la aceptación del fenómeno de la crisis que nos está marcando la más actualizada contemporaneidad con los horizontes inmediatos hacia los que encaminar la pisada de forma irrenunciable. El testimonio de lo hecho -por la vía política, administrativa y reformadora- se proyecta hacia lo por hacer, lo posible, en la coordenada de la coherencia y el estímulo. En resumidas cuentas, el camino que va desde la aceptación, la traducción y el impacto de la incipiente socialdemocracia, compromiso entre el socialismo y el capitalismo, a la neosocialdemocracia, que, superado el riesgo del «cinismo y la resignación», sea capaz de resolver la serie de conflictos entre la sociedad y el Estado, el individuo y la sociedad en la inapelable demanda de la crisis y el cambio.
Sobre el múltiple valor testimonial, La España necesaria, por el análisis, el estudio, la recopilación de testimonios, se adentra en la configuración de la denuncia. Se trata de una denuncia global, por recomposición de las parciales, en razón de las crisis acumuladas que gravitan sobre el mundo contemporáneo y, en mayor incidencia, sobre la vida española. Crisis generacional, crisis económica, crisis política; aspectos, evidentes puntas del iceberg, de la gran crisis histórica o de civilización, al decir de Chaunu, en la que nos desenvolvemos con punzantes dificultades. Crisis que, de cualquier manera, determinan la actitud y la actividad y tienen que prefigurar el diagnóstico y el comportamiento.
La cita, que se aporta, de Schumacher -«Señores, esto no es una recesión, esto es el fin de una era. La fiesta ha terminado»-, nos da con las puertas en las narices. Las puertas que se nos cierran de la energía fácil, de los relativamente fáciles compromisos; las puertas que nos enfrentan con los bienes escasos -todos- cuando estábamos apenas retozando por las burbujeantes riberas del desarrollo, y un poco más acá disimulábamos, a medias, con gritos y banderas, las terribles deficiencias e injusticias de nuestra sociedad.
Precisamente es la denuncia el instrumento conveniente para la reconstitución de un sistema de valores que contraponer a los que, de una u otra forma, se desploman. Por acumulación, la denuncia llega a hacerse agobiante cuando se desgrana, entre los dedos, con toda la serie de sus elementos contradictorios. Crisis económica que afecta a la economía de mercado, a sus contrapartidas, concertadas con el Estado para satisfacer unos servicios sociales generalizados que se ponen en entredicho. Un Estado agobiado, atenazado por el desbordamiento de las reclamaciones, la injusticia de las deficiencias de los equipamientos sociales -«las necesidades básicas clamorosas»: vivienda, educación, sanidad, transporte-, las sobrecargas del déficit energético. Y, por si fuera poco, unas estructuras escleróticas e incapaces de la propia Administración para subsistir, cuanto más para encarar su modemización, imprescindible.
Seguridad y trabajo
Por otro lado, la sociedad reclama del Estado seguridad, orden y paz, mientras el paro mina la moral y denigra la confianza. Y el individuo, en la matriz de su propio anonimato, la silla al quicio de su puerta, contesta con su propia desafección a la global desafección del ambiente.
La denuncia impone un diagnóstico y el diagnóstico es duro: «Los problemas no son de superficie, porque de lo que se trata es de si se puede afrontar la situación con unas estructuras industriales, financieras, energéticas, de tecnología, laborales y de sector público que suponen un factor retardatario e inmovilista, sin cuya remoción será muy difícil el proceso de integración en la Comunidad Económica Europea y la propia superación de la crisis».
Sobre la balanza de nuestras reivindicaciones hemos puesto, a la vez, el cambio político -«Hemos exigido a la libertad política lo que jamás podrá darnos»-, la nueva estructura del Estado, dinámica, eficaz y repartida, nuestra vinculación integrada con Europa, más la construcción de un ámbito propio, cultural y político, en el que todas las demandas tengan respuestas.
En resumen, la denuncia es un proceso encadenado. El individuo reclama su bienestar sin poner en contribución su ciudadanía. La sociedad impone sus espacios, huérfana de sus propias y elementales atribuciones. El mundo del trabajo exige las prestaciones sociales en una tensión igualitaria. El capital se enfrenta a su propia crisis -de acumulación, financiera, roto el dinamismo entre la oferta y la demanda- y desequilibra el pacto de la economía social de mercado, al quebrarse el juego de equilibrio entre un capitalismo satisfecho y su justificación a través de la justicia distributiva, como principio de legitimación. Y, por último, el Estado, al máximo de su propia complejidad, huérfano de sí mismo, reclamado por todos, apenas se desenvuelve entre un paternalismo intervencionista, «el causuismo de las presiones de cada momento» y la aventura de sus propios inventos. Todo es vulnerable por la concitada rebelión de las partes, la carencia de respuesta y la atenuación del proyecto.
Toda denuncia implica una terapéutica si no quiere quedar colgada en su propio nihilismo potencial. La España necesaria es, en la teoría de Fernández Ordóñez, la España posible. Sólo con una condición: la plena aceptación voluntariosa del cambio.
La elegancia y el optimismo prestan al libro la credibilidad de su propio mensaje. Asumido el reformismo, éste queda en función de sus últimas consecuencias, servido por la lógica, empeñado por el voluntarismo de hacer viable la utopía desde la noble función política -«El político puede ir recortando cada día un poco la utopía hasta convertirse en un profesional del compromiso, la concesión, el pacto, la transigencia o simplemente en un experto de la oportunidad de cada momento, al que adapta, según las circunstancias, su lenguaje, sus maneras e incluso sus ideas. Prendido en el afán cotidiano, atrapado en la urdimbre del tapiz político, quizá obsesionado por el poder como fin en, sí mismo, el político puede ser al final una especie nueva de tecnócrata que ha enterrado su propia utopía».
La España necesaria, la España posible, se alimenta por tres caudales de imposición ética y de exigencia desarrollada, inaplazables: la libertad, la igualdad, la rentabilidad.
«Sólo desde la libertad se puede construir una historia digna de la condición humana». Es la libertad la que impone el pacto de convivencia; éste, el modelo de Estado; pacto y Estado, la modernización precisa para asumir la aventura. Ahora bien, las grandes palabras, pasado el momento exultante, provocan el escepticismo y acunan la inhibición; celar la libertad del poder a través de los contrapoderes, es mantener la libertad como defensa, como emancipación personal, como valor monedero y corriente. El freno del poder en el espacio aconseja la descentralización, la regionalización, de donde «el sistema autonómico... puede suponer, de hecho, un nivel más alto de libertades individuales». Su operatividad está en la democracia.
Al igual, el brazo operativo de la igualdad es la justicia. El proceso de igualación sufre el atentado de la crisis económica, al deteriorarse los mecanismos de la sociedad del bienestar. Este deterioro obliga a la revisión del concepto de «igualdad de oportunidades», en tensión sustitutiva hacia la «igualdad de resultados». El proceso redistributivo se asienta en la eficacia del sector público, y pese a la argumentación conservadora, se impone su potenciación para la atención de los mínimos sociales de prestaciones básicas, encajados en los re.querimientos de la dignidad humana. «Tales bienes deben ser considerados bienes públicos, es decir, socializados.... forman parte del fondo común de la sociedad, como el aire o las playas». Así, la educación, la vivienda, la cultura, la higiene y el medio ambiente.
La operación liberalizadora, sin reservas, vigilado el posible desmán del poder por el afincamiento de los contrapoderes, asumida la democracia por la articulación de las corresponsabilidades, con clara conciencia de la dificultad, el practicismo socialdemócrata de «reducir los problemas de principio a problema de hecho» son los elementos que empujan hacia el diseño de una actuación en rentabilidad. No esperar los problemas, ni siquiera ir hacia ellos con argumentaciones defensivas, sino con el abanico de un proyecto, la implicación como contrapartida y el esfuerzo optimista, avalado por lo hecho, como instrumento.
Modernizar las estructuras del Estado
El primer desafío se asienta en la modernización de las estructuras del Estado, que saliendo de la ineficacia y del despilfarro, permita, a la vez, «la actuación vigorosa del sector público»; instrumente los factores de convencimiento, participación y adhesión, por el retorno a la conciencia participativa; se adapte al cambio, se distribuya geográficarnente, aliente el mercado y sea capaz de sustituir el fatalismo del «aquí no pasa nada y si pasa no importa» por «una movilización total de nuestros recursos y por la disciplina interna».
La aglomeración agobiante de circunstancias y problemas, desde el optimismo activo de Fernández Ordóñez, que hace suya la frase de Morin -«las grandes victorias de la historia han sido siempre las victorias sobre lo improbable»- y lo asienta en la justificación ética -Quevedo: «Al que hace lo que debe, su propia verdad le basta»adquieren, al asomo de estos planteamientos, ritmos de facilidad. Frente a la concentración del poder, la redistribución del poder; frente al silencio, más o menos operativo, el retorno al pacto, la tensión del pacto permanente , el acuerdo social, el diálogo de las fuerzas operativas -centrales sindicales, patronal, Gobierno, Parlamento- para alumbrarle a cada día y a cada problema una solución con trayecto.
La crisis general, envolvente de las crisis, establece «el comienzo de un nuevo sistema de relaciones sociales, económicas y políticas» y éste pasa, inevitablemente, por la planificación, rompiendo la dicotomía clásica programación- libertad, para alimentar los nuevos vislumbres de una distinta generación de valores.
Nada tiene razón si el hombre se pierde del horizonte, en una sociedad alicortada e inhibida. «Los españoles nos hemos convertido en un colectivo relativamente egoísta, indiferente y desesperanzado» por «el hábito de esperarlo todo o temerlo todo del Estado ». Un Estado inabarcable y lejano. La meta propuesta consiste en el fomento de la vida asociativa, se inserta en el empeño de rehacer la creatividad social para la «responsabilización por la propia sociedad de la gestión de sus problernas». Es precisamente esta cierta forma de autogestión social la que puede sustituir la imagen de un Estado que se pretende omnipresente por un «Estado asentado firmemente en una sociedad viva y fecunda».
Se asoma Fernández Ordóñez al problema de las autonomías con los subyacentes y lógicos recelos de su balcón madrileño. Le predomina el riesgo, que indudablemente suponen, agravado por el estallido del agravio, sobre la sugestión de la tarea, precisamente, por su carácter de improbabilidad, por su intrínseca dificultad. No tienen por qué las autonomías sumar burocracias, centralismos, siempre que se desarrolle con precisión el proceso. No tienen las autonomías por qué desembocar en un proceso desmembrador, siempre que, como él apunta, se vaya alumbrando el principio del regionalismo cooperativo. Y no le estorban los municipios a las autonomías regionales, sumas fecundas de autonomías compartidas, en un carácter concéntrico y, en modo alguno, radial. También tienen las regiones, como los hombres y mujeres, los pueblos, que «hacer su propia historia y no esperarla», desde el testimonio consciente de su manifestación.
La España necesaria es también, por la esperanza y el rigor conjuntos a lo largo de las páginas del libro, la España inaplazable. Testimonio, denuncia y proyecto sobre el ruedo ibérico con mil toros a la deriva, forman la lección necesaria, servida hoy por Francisco Fernández Ordóñez.
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