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Tribuna:TRIBUNA LIBRE
Tribuna
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Invertir en 1980

La crisis que hoy azota al mundo, sea su origen la penuria y carestía del petróleo, como quieren los economistas ortodoxos, sea la incapacidad creciente del sistema capitalista para maitriser su propio desarrollo, ofrece características de ser difícilmente superable. Se acabaron aquellos crecimientos del PNB por encima del 5%, que constituyeron el paraíso del inversor. Si en 1979 el combate entre crisis y desarrollo se saldó en tablas, los augurios para 1980 no son buenos. Sin tratar de emular al señor Abril Martorell en sus catastróficos augurios de quince años de recesión, el enderezamiento de la economía mundial no es para el año que viene precisamente. Y como paradójicamente estas crisis del mundo moderno conjugan recesión e inflación -lo que se llama en bárbaro vocablo stagflación-, el resultado para el inversor medio es una gran confusión y temor por sus economías.Cuando se dan estas circunstancias el mundo del ahorro se trastrueca y, lo que es peor, se impregna de componentes psicológicos que hace, como en los fenómenos de la demografia, que los efectos pervívan en intensidad y duración más de lo que las reales circunstancias económicas hacen prever. Si este fenómeno, repito, es general, aparece todavía más acusado en nuestro país, temperamental por idiosincrasia, y en el que han coincidido la crisis mundial y el cambio político. Y ante la atonía y la inflación, el inversor parece ser atraído por un ancestral instinto de conservación económica que le lleva a dirigirse hacia los valores de renta fija, los empréstitos estatales, los inmuebles, las fincas o los metales preciosos, a todo lo que podríamos llamar «la inversión refugio», hurtando así a la economía que verdaderamente interesa al país el dinero necesario para hacerla salir del impasse al que, precisamente, la atonía inversora la conduce. Trágico círculo vicioso del que no es fácil salir.

Tratando de introducir un poco de realismo en el revuelto mundo del ahorrador vamos a mediar en esta polémica cuestión de las elecciones inversoras: mobiliario o inmobiliario, renta fija o variable, valores que rinden, pero se deprecian, o valores de escasa renta que se revalorizan. En todo caso, advirtiendo -el que avisa no es traidor- que es difícil hacerse solidario con aquel tipo de inversor que sólo desea poner su dinero al abrigo de la inflación, convirtiendo, además, en una virtud de previsión lo que es más un insolidario egoísmo. En este sentido se expresaba el semanario francés L`Express en un reciente artículo, juzgando la estampida del inversor francés hacia el oro: «¿Cómo predicar la racionalidad cuando las subidas del oro inflan patrimonios cuya única virtud ha sido invertir en la colocación más estéril y egoísta?»

Es indudable que en nuestro país ha sido el suscriptor de acciones el que ha encajado los más duros golpes de la crisis económica. Los componentes psicológicos a los que me referí anteriormente, los mismos que han producido una exagerada psicosis de pérdida en estos años últimos, crearon otra de euforia y ganancia fácil que condujeron al inversor a pagar por una acción bancaria diez veces su valor, esperando el momio de las ampliaciones. Esto tenía graves peligros. A pesar del claro paradigma del crack de Wall Street de 1929, el inversor español de los sesenta se deslizó por tan peligrosa vía haciendo bueno el aforismo de que el hombre -a pesar de su calidad especial de especulador en Bolsa, que exigiría mayor cautela e inteligencia- es el único animal que tropieza dos veces con la misma piedra.

¿Pero no sería ahora el momento de reconsiderar las inversiones en Bolsa? La prensa se hace eco de que 1979 ha sido un año de realismo y sensatez al respecto.

Sin tratar de autocondecorarme con el título de profeta en su pueblo, hace tiempo que invoqué al abandono del pánico inversor. En tan remota fecha como es el 9-12-1977 publicaba en este diario un artículo titulado «Optimismo para inversores» y en 29-7-1979, otro, «La Bolsa y sus confusíones», que me valió, por cierto, ser tachado de iluso por algún comentador periodístico de cuestiones económicas. El optimismo mío ha tardado tiempo en ser refrendado por la prensa, pero al fin ha sucedido. Emilio Viñas, por ejemplo, en «La rentabilidad de la Bolsa» (EL PAIS, 8-4-1980) y Carlos Humanes, en un extenso y certero comentario aparecido el 25 del mismo mes, se muestran moderadamente optimistas ante una Bolsa clarificada, moderna y seria. Aconsejan a los inversores que se olviden de la Bolsa del franquismo.

Una acción de quinientas pesetas, de sectores sólidos y con futuro, como pueden ser los de comunicaciones y energía, está costando al suscriptor entre doscientas y trescientas pesetas, ya que se ofrecen liberadas en un 40, 50 ó 60%. Si tomamos un caso medio, tendríamos que la acción cuesta 250, menos la desgravación en renta, o sea, 213. Si consideramos que los dividendos en estos sectores se han movido en el pasado ejercicio entre 45 y 55 pesetas por acción, el rendimiento se sitúa entre un 21 % y un 25%. Claro está que los valores potizables en Bolsa sufren la erosión de la crisis inversora, pero el descenso en las cotizaciones ha entrado ya en un ritmo muy moderado, y, por otra parte, un porcentaje tan alto de beneficio cubre la depreciación de estos valores e incluso la pérdida de capacidad adquisitíva del dinero.

La retracción de los inversores, pues, es lo que está empujando a las empresas y al mismo Estado a la oferta de valores de renta fija, en los que un rendimiento menor se compensa por una disminución de riesgos. De todos modos, la renta que tales valores ofrecen también se ha situado a niveles tranquilizadores. La última emisión de deuda, con su 12,50% de interés y la desgravación en renta del veintidós, ofrece un rendimiento final líquido del 13,60%, que no está nada mal, y ciertas obligaciones índustriales, anunciadas con un interés récord del 13,25 %, desgravación del 20% y una bonificación del 95 % en el impuesto de rentas de capital, de ser cierta esta última característica, concederían al suscriptor un interés final líquido del 15 %, que está mejor todavía.

Es indudable que la erosión producida en estos valores por la inflación frena el ánimo de los inversores. Quien más quien menos se pregunta qué valor adquisitivo tendrán dentro de tres o cuatro años las 10.000 pesetas que hoy paga por un título de la deuda, y ni siquiera los altos rendimientos ofrecidos por este tipo de valores le compensan de este temor. Para obviar este inconveniente se está emitiendo en Europa un tipo distinto de obligaciones, las que en Francia se llaman obligations indexées, o sea, títulos en los que el valor de reembolso está ligado a la cotización del oro, de otras monedas o de los beneficios de la empresa emisora. Ofrecen una tasa de interés reducido -entre él 4% y el 8%-, pero la seguridad de que el capital invertido, a su reembolso, no se habrá depreciado.

Posiblemente este sistema tenga una mayor aceptación por parte del inversor y podría liberar al Estado de esas onerosas desgravaciones y bonificaciones fiscales que no son más que una merma de los ingresos públicos a cubrir por todos los españoles, sean inversores o no, lo que, por otra parte, es de escasa justicia fiscal.

Ricardo Lezcano es penodista, escritor y funcionario del Estado, miembro del Partido Socialista Autonomista de Canarias.

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