Mueren cuatro niños al incendiarse una chabola
Cuatro niños murieron abrasados en la madrugada de ayer, al incendiarse, por un cortocircuito, la chabola en la que vivían, muy cerca de la estación de Chamartín, en el número 21 de la calle de Faustino López. Otros dos hermanos y los padres, Miguel Fuentes y Soledad Jiménez, consiguieron salir ilesos. Los fallecidos, de cuatro a quince años, dormían en una misma habitación, que durante el día sirve también de cocina, comedor y sala de estar.
Poco después de las doce de la noche, dos cables de la deteriorada instalación eléctrica provocaron un cortocircuito, a consecuencia del cual ardieron los recortes de papel industrial con los que estaba guarnecida la vivienda. Las llamas afectaron gravemente a cuatro de los seis niños que dormían en una de las habitaciones. Uno de ellos, Juan Fuentes Jiménez, de diez años, ya había muerto cuando se iniciaron las tareas de rescate; los otros tres fallecieron algunas horas después en la residencia La Paz.
La colonia de chabolas de la calle de Faustino López parece una casa de muñecas limitada por el complejo futurista de la estación de Chamartín, finamente miniado en rojo, el residencial Centro Norte y por los apartamentos de semilujo que estorban la vista del edificio de once plantas de los Medios de Comunicación Social del Estado. Oficialmente, en la colonia de chabolas viven discretas proporciones de gitanos y payos, pero las aguas residuales, los Iodos y los despojos de trapería que rodean a los habitantes censados permiten afirmar que hay allí una colonia paralela de virus, bacterias y otras carcomas.
Anteanoche, las familias de Soledad y María Jesús Jiménez, dos hermanas que se habían instalado unos tres años antes con sus hijos en dos chabolas próximas, habían seguido los devaneos de la señora Poldark en la pantalla del televisor; habían lavado unos calzoncillos y unas bragas en la palangana y habían utilizado la antena de un radiocasete como tendedero. Por dentro, los chamizos no parecían tan repelentes. Padres, primos y otras familias cercanas y espontáneas habían conseguido reunir un número considerable de piezas de ese cartón estañado y parafinado que sirve para fabricar bolsas de leche. En las mejores horas, la visión de la banqueta bajo el tablero-mesa, la radio pendulante, el fogón, los calcetines, la cama doble y las vacas lecheras de la pared parece incluso reconfortante. Sobre todo cuando mamá Soledad y mamá María Jesús acaban de preparar sopicaldo, es decir, juegos de agua de la gastronomía, para los diez niños que suman las dos familias.
En la chabola de al lado, Amparo Jiménez Pérez, una gitana de dieciocho años, hermana de María Jesús y de Soledad, soñaba a las doce de la noche con Ross Poldark, que también había pasado por su televisor, y confundía algunos gritos que llegaban a su cabeza con la algarabía de las gaviotas de Dover. No obstante, aquellos eran gritos y no gaviotas.
Un cortocircuito
Son las doce de la noche. Amparo sale al exterior con sus refajos, su bala de fusil colgada del cuello y sus zarzillos de alpaca. Están ardiendo las chabolas de la Amparo y la Soledad. Soledad tiene seis hijos. María Jesús, cuatro. Amparo corre a ayudarles.
En casa de María Jesús, los cuatro niños y los mayores salen por un agujero que han conseguido hacer en la pared, porque no se puede llegar hasta la calle si no es atravesando la chabola de Soledad, que arde y arde.
Arde porque, unos minutos antes, el diablo ha unido los dos cables pelados de la instalación eléctrica, y de pronto, las vacas planas, el estaño del cartón y la parafina que hasta ahora contenían las goteras han empezado a quemarse, y caen las gotas de estaño del techo y las bragas de nailon sobre Juaniyo Fuentes Jiménez, de diez años; Arberto, de cuatro; Ana, de seis, y Soledad, de quince. Tan sólo dos de los niños consiguen salir ilesos. La habitación, una para todos y todos para una, se llena de lentejuelas y ardientes soldaditos de plomo, como en el cuento. Maldita sea nuestra suerte.
Dice Amparo, hermana de Soledad: «¿De qué van a trabajar aquí los hombres? Pues de buscar». Y recuerda los besos de Poldark, la buena suerte de Demelza, y los niños quemados, «como carbones, señor», que sacaba, uno a uno, para ayudar a su hermana. Recuerda sin una lágrima: ella sólo tiene tiempo para buscar, para ver a Poldark y para sacar niños quemados, niños de esos que no figuran en los censos de votantes y que pasan por los años internacionales y tercermundistas como fantasmas. «Eso fue too, señor: se le habían pelao los cables a la gente de mi hermana Soledad; eran cables de esos de doscientos-veinte, en vez de ser de ciento veinticinco, y ardió too menos la bombona de gas, que estaba vacía». Gracias a Dios. Luego llegaron los bomberos con sus yelmos y su agua limpia, la única agua corriente en tantos años, y la Policía Nacional con sus coches ululantes y su prisa por llevarse en brazos hasta La Paz lo que quedaba de los cuatro años. Los topos, o sea los que consiguieron salir por la pared de la chabola de al lado, estaban bien. « ¡A La Paz! ¡A La Paz! ». Como si la paz pudiera existir cerca de la calle de Faustino López. Y los metieron en tiendas de oxígeno, unidades de vigilancia para grandes quemados y otros paraísos de la urgencia. Nada pudieron hacer por salvarles.
Pasada la noche, ayer, Amparo Jiménez Campano, la gitana que tiene que hacer memoria para recordar su apellido, tía de los cuatro niños, hacía un hato con las vacas sobrantes, los cucuruchos de plástico, las botas de Juan, Alberto, Ana y Soledad y se lo lleva a casa. El lunes, a última hora, pasaba la muerte echando cuentas por la residencial zona de Faustino López. Dijo: «De seis me llevo cuatro», y nadie le contradijo.
Por algún lugar del radiocasete colgante, que Amparo manipula a mediodía en casa de Soledad, había pasado, precisamente, una soleá de Manolo Alcántara. «No digo que sí ni que no; digo que, si Dios existe, me debe una explicación».
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.