Opera y cultura: otra vez "Don Juan"
Va a llegar a Madrid el «Don Juan» de Losey, y ojalá fuera en compañía de un libro con los ensayos, artículos y críticas publicados, con motivo del estreno, en otras partes. En Italia sigue el vendaval de la polémica: todo lo escrito sobre el donjuanismo, desde Kierkegaard hasta el psicoanálisis, pasando por nuestro inolvidable Marañón, se repasa y adquiere como vida nueva ante el experimento de Losey. La cadencia, el último artículo, por ahora, no deja de ser divertida: Losey coloca a Don Juan en el marco del Palladio y de Venecia, es decir, con buscado anacronismo e infidelidad a la tradición, y debería colocarlo en su sitio, en España, pues la ciencia de hoy asigna a las anfetaminas una decisiva función afrodisíaca, y dado que éstas se encuentran abundantemente en el chocolate y la España de Don Juan lo tomaba hasta saciarse... En serio: el paso del Don Juan, de Mozart, íntegro, a las manos de un director de cine como Losey es un verdadero acontecimiento y lo es, incluso, por la inevitable polémica que lleva consigo. La entrada de la ópera en el cine recorre etapas bien claras. Hubo, primero, filmaciones de las óperas que no variaban en nada el espectáculo teatral: una de las primeras fue, precisamente, el Don Juan, de Mozart, dirigido en Salzburgo por Furtwangler. Cinematográficamente, aquello no era nada y el trasplante resultaba aburrido: teatro sin público. Grandes directores de cine, como Visconti y Zefirelli, montaron óperas e influyeron mucho en la dirección escénica de los cantantes. Vino luego la experiencia de Bergmann con el Mozart de La flauta mágica: no se salía del teatro pero, algo es algo, la cámara anduvo graciosamente entre el público y entre bastidores y camerinos. En el medio, algunas escenas como la primera de Senso, de Visconti, apuntaban genialmente hacia otra dinámica. Ahora, en La Luna, Bertolucci intenta un cambio de estructura entre el melodrama y el cine.Lo de Losey es muy discutible. Se enmarca la música de Mozart en el teatro y en los palacios y, como fondo, el mar prisionero de Venecia. ¿Qué pasa?: pues que la pericia poética de la cámara invita a menudo a concentrarse mucho más en la mirada que en el oído. Discutible también el Mozart de Lorin Maazel, e inevitable, muchas veces, el desasosiego, porque la película, salvo en los recitativos, está hecha sobre grabación anterior. Espléndidos vocalmente los intérpretes -nuestra Teresa Berganza, en el papel de Zerlina-, pero, salvo Ralmondi, el protagonista, los gestos de teatro se encarnan a medias en el cine. Hay, sí, impresionantes hallazgos, y lo que es discutible se convierte, a veces, en alta tensión entre el aria como éxtasis y el movimiento que el cine exige. Lo que no es discutible es el éxito del público, las colas, los comentarios, las buenas polémicas. Para mí, la consecuencia es ésta: Losey no hubiera llevado el Don Juan al cine; Zefirelli no estaría preparando su versión de Aida, si no palparan un interés cada vez mayor por la ópera: en esta línea, las anticipaciones de Visconti y La Traviata, de Bejart, levantaron las antenas.
¿Qué hay en el fondo de este interés por la ópera? Hay siempre, siempre, el pasmo ante la voz humana que, lanzada así, hace, del milagro, técnica. La pedagogía musical inventará todos los métodos que quiera sobre canciones e instrumentos, pero la verdad es que el más lejano al mundo de la música, el más analfabeto, queda boquiabierto ante el clarín de una voz en alto o ante la caricia de una afortunada media voz. Lo interesante de nuestro tiempo es el hermoso esfuerzo de política cultural para montar sobre ese encanto inicial todo un mundo de resonancias culturales. Hay amigos de la ópera que sólo ¡están pendientes de las acrobacias vocales o de los pipirigallos de los cantantes, pero hay amigos de la ópera que presionan sobre directores, sobre empresarios, para que el espectáculo revista su radical convencionalismo de toda una estructura de símbolos dirigidos a descubrir o a despertar mundos interiores donde lo imaginativo se hace entretela del corazón. En el fondo, fondo, lo que busca este «hecho de cultura» es un erotismo agudo, vencedor por agudo de la tentación de la pornografía. Se recibe de la ópera italiana una gran tradición de pureza: señalo, una vez más, que, nunca se le ocurría a la Iglesia trasladar a los libretos de ópera las excomuniones fulminadas sobre las obras originales de Hugo, Dumas, Murger o Sardou. El intento de Losey, al recoger los de Visconti y Bejart, más la clara influencia del Casanova, de Fellini, es ampliar esa tradición hacia otro tipo de gesto, de movimiento y de escena y, así, un aria amorosa «movida» se inventa una singular corporalidad. En esto, el antecedente más glorioso, pero irrepetible, es La Traviata, de María Callas. De alguna manera, Stendhal fue precursor de éste, pues, si se va a lo alto al decir que la música de Mozart es lo más cercano a la Luna, luego desciende para intentar la encarnación de ese vuelo. Por esto, la Scala de Milán, con máximo tino cultural, albergará en primavera un congreso sobre Stendhal y con Mozart en escena.
Si no fuera por el cansancio de la repetición, volveríamos al continuo lamento sobre lo de Madrid. la única ciudad grande de Europa -ya no sólo las capitales- sin teatro de ópera, con lo que esta ausencia supone de agravio profesional, social y de herida a la sensibilidad cultural. Mientras escribo este artículo oigo, a ratos, una de las emisiones radiofónicas más-queridas de los aficionados italianos: todos los días hay una hora de ópera, pero comentada a través de lecciones, entrevistas y anécdotas de grandes intérpretes que improvisan ante el micrófono. Cuando, hoy mismo, un gran tenor, Luigi Alva, comenta el Rossini, de Teresa Berganza, dirigida por Giulini, tenor y director se refieren a una especial «vocalidad española»; cuando el Werther, de Alfredo Kraus, obliga a los críticos a pasar de Massenet a Goethe, la tristeza, la amarga sensación de exilio, querían volver de nuevo a una historia de cincuenta y cinco años de frustraciones y de fracasos. Esta es la razón de que pertenezca ya al folklore de la música, que sea ya de autor colectivo, el decir que son tres las «salidas» del cantante español: por tierra, por mar y por aire.
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