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Reportaje:

Más de la mitad de los atracos nacen de necesidad de droga

Según cifras recientemente publicadas por la Dirección General de la Juventud, el 43,9% de los muchachos madrileños y el 34% de los españoles han probado drogas. Las noticias difundidas en los últimos meses por la policía señalan una inquietante correlación entre las toxicomanías y los delitos contra la propiedad: el 60% de todos los robos y atracos actuales tienen una relación directa con el consumo de estupefacientes. Sólo contra farmacias, en, 1979, se contabilizaron 1.900 asaltos.

En la calle de Ricardo Ortiz, a las 2.30 de la madrugada del 22 de febrero, uno de los agentes de la dotación de un coche Zeta de la policía indica algo discretamente a sus compañeros. Más allá ha visto moverse a una figura indeterminada, en el interior de un 131 blanco, detenido en uno de los ángulos más oscuros de la zona. (Hace menos de un mes que unos atracadores han matado de un escopetazo en el pecho a un chico de dieciséis años en el bar J.J; lo mataron porque sí, porque es frecuente que un tranvía llamado peligro pase por sorpresa junto a la espalda de los desprevenidos. El chico oyó ruido a su espalda, se volvió y dijo «¿Qué cachondeo es éste?», y un atracador que llevaba una recortada y había llegado hasta el bar después de deslizarse con un compañero por la cuesta abajo respondió simplemente «Este es el cachondeo», y lo mató de pronto sin permitirle seguir la conversación. El chico pudo haber preguntado «¿Qué hora es?», y le habrían respondido «Tu hora»).Un movimiento indeterminado infunde necesariamente una sospecha en la calle de Ricardo Ortiz, así que los policías se acercan a identificar. Inesperadamente el 131 se pone en marcha a toda velocidad hacia la calle de Alcalá. Los agentes vuelven a la lechera y desenfundan. Persecución. Alguien baja el cristal de una ventanilla en el coche fugitivo: un destello metálico y un fogonazo: disparan con escopeta. El coche-patrulla frena y pierde unos metros, luego acelera y se detiene. Allí está el 131. Malditamente vacío. Los presuntos sólo han dejado en el interior una recortada y veintidós cartuchos. El comienzo de un rastro.

El jueves de la semana pasada ¿o fue el viernes? varios inspectores descubren la madriguera en Quintana. Los seis atracadores viven con tres chicas menores de edad; una de ellas, embarazada. Aquello no es el palacio de Buckingham, ni siquiera un apartamento residencial: sillas, sábanas y seis muchachos. Rafael Luis Alonso de la Era, el mayor, tiene veintiún años; el más pequeño, ADM, alias El Caco, sólo quince. Conservan todavía, eso sí, un millón en joyas y billetes de banco. Y diecinueve jeringuillas hipodérmicas. Drogadictos, como era de esperar.

Según datos de la Dirección General de la Juventud, casi dos millones y medio de jóvenes españoles han probado droga; es decir, un 34,6 % de todos los chicos. Según datos de la Brigada Central de Estupefacientes, un consumidor sin recursos económicos tiene que traficar para costear sus gastos de consumo, y las últimas cifras han hecho una extraordinaria revelación: el 60% de los atracadores españoles consumen drogas; 1.500 de los atracos perpetrados en Madrid durante el año 1979 estaban relacionados con ellas. En 1974, ninguna farmacia española denunció haber sido asaltada; en 1979, fueron registradas 1.900 denuncias. El juez de menores Julio López Oruezábal definió muy bien la situación el día 5 en una conferencia sobre La perspectiva jurídica de la droga: «... Mientras los adultos toman tranquilizantes para soportar su inserción social, los adolescentes toman alucinógenos, precisamente para rechazar esa reinserción.»

Quince años antes, el jefe de la Brigada Central de Estupefacientes, José María Mato Reboredo había anunciado el diluvio que venía.

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El diluvio que viene

Casi a la misma hora que los agentes de la comisaría de Ventas concluyen su servicio, el hoy es jefe de la Brigada Central de Estupefacientes da un repaso a su última conferencia. «... Estoy convencido de que la toxicomanía tuvo en España un período de incubación, entre los años 1966 y 1976. Inicialmente, el tráfico de drogas estaba reducido a círculos muy cerrados; era únicamente el tráfico de la hormiga. Los hippies de entonces iban al norte de Africa a buscarlas; bajaban al moro, como ellos decían, o subían a Amsterdam o hacían un viaje a Oriente Próximo o al Lejano Oriente, y volvían con ellas. Aquellos círculos no daban entrada a otros consumidores o traficantes. Con los años fue generalizándose el consumo y se rompieron los esquemas; por último, el alcohol se fundió con las drogas restantes, y así hemos entrado en un período de pluritoxicomanía: todos los canales del tráfico tienen conexión con los consumidores.» José María Mato, que se jubiló como policía para ejercer como conferenciante, procura evitar el dramatismo cuando se dirige a sus auditorios; cree que el problema de la adicción a las drogas ha de ser tratado sin ruidos. «Pero hay que reconocer que es muy grave; yo bien puedo decir que ni antes ni ahora me hicieron caso cuando lo advertía.»

A media mañana, F. M. G., un joven de veinticuatro años, antiguo estudiante de Psicología, llega al ambulatorio piloto del Centro Asistencial de Drogas de la Cruz Roja, en la calle de Fúcar, número 8. Tiene los rasgos suaves, mira reflexivamente como un pequeño bonzo o un mesías de barrio, y a veces, sólo a veces, hace un ligero movimiento convulsivo, sobre todo cuando trata de recordar y tiene que abrirse paso en alguna selva interior. Después de varios años, puede disfrutar del indecible privilegio de definirse con una sola palabra. F. M. es un. yonqui, un consumidor supremo. En la pirámide de la toxicomanía, él ocupa la cúspide.

Sin embargo, hoy viene a desintoxicarse. Quizá a pedir al psiquiatra una dosis de metasedín para engañar un poco al cuerpo y conseguir que resista unos días más. Asciende por la escalinata entre las modestas cenefas de hule, llega a la sala de espera y empieza a recordar.

En el verano de 1972, Efe-Eme tenía dieciséis años y estaba en la frontera de Irún, ocupando su plaza en un autobús, de vuelta de un viaje de fin de COU. La Guardia Civil iba a iniciar una inspección.

Unos días antes, en París, cuatro amigos y él habían comprado un poco de hachís a un exiliado suramericano. Nadie sabe qué extraño mecanismo permitió que lo encontraran y le pidieran chocolate; o quizá, como dice Jesús Colas, el psiquiatra del ambulatorio, existe un prelenguaje entre traficantes y consumidores, una relación de gestos que les permite identificarse inmediatamente, sin necesidad de palabras.

Y han escondido el chocolate en un cenicero del autobús.

Suben los guardias civiles. Buscan libros rojos y películas porno, porque entonces París no era una fiesta, sino una sopa de letras. El chocolate podía considerarse como una extravagancia, más que como un veneno. «El guardia trae un pitillo en la mano. Hace ademán de

Más de la mitad de los atracos nacen de la necesidad de droga

buscar un cenicero, mi cenicero, para apagarlo. Me interpongo en un movimiento de protección. El no llega a interpretarlo y elige un nuevo cenicero. Hemos pasado el chocolate.»«Horas después, los cinco, cuatro chicos y una chica, estamos en la habitación de un hotel de segunda categoría, en San Sebastián. Liamos el porro mientras alguien canturrea algo de The Rolling Stones, Doors, The Animals o tal vez ,de Eric Clapton, no sé. Liamos tres o cuatro petardos. Empezamos a fumar.»

«La chica y dos amigos se ponen melancólicos. El cuarto, un muchacho atlético y rubio, se pone un kaftán de color rosa, se aplica dos manzanas en el pecho, se maquilla y recorre el hotel disfrazado de mora. Yo también entro en una especie de frenesí; me siento libre, como un hombre de la selva, diría yo.»

Llega Esther Villalonga, asistenta social, a la sala de espera. Forma parte del equipo de mañana en el viejo ambulatorio de neuropsiquiatría. Son cinco personas también: un psiquiatra, un médico internista, un ATS, una secretaria, y ella misma. Como ella dice, este es solamente un centro provincial, «un centro que se inunda de pacientes cuando su nombre aparece en los periódicos. Disponemos de seis camas en clínicas privadas, y de dos en residencia sanitaria; muy poca cosa». Todos los trabajadores del ambulatorio tienen una permanente conciencia de su incapacidad de medios. «Al menos, evitamos toda imposición burocrática a los pacientes: les admitimos, y en paz. Unicamente es preciso algún trámite para internarlos en la residencia sanitaria; aquí les sometemos a tratamiento en seguida. De todas maneras, conviene recordar que la capacidad del ambulatorio es muy escasa; tenemos las limitaciones de un centro piloto instalado en una vieja casa. Cuando las camas están ocupadas, los nuevos pacientes se ven forzados a esperar.»

Síndrome de incapacidad

A la sala de espera del ambulatorio llega diariamente una mayoría de muchachos de diecisiete años, casi todos procedentes de barriadas de clase media-baja. Se supone que los otros pacientes prefieren clínicas privadas. A Fúcar, 8, llegan viejos yonquis de dieciocho, veinte, veinticuatro años, cuya meta provisional suele ser el metasedín. O simplemente buscan unos días de tregua. Esther les explica: «Si el toxicómano padece dependencia física, los ciclos de tratamiento tienen dos fases: en la primera se trata precisamente de eliminar esa dependencia; en la segunda administramos una terapia psicológica.» Pregunta, anota y calcula. Hasta septiembre de 1979, el barrio más ampliamente representado en las salas de consulta del ambulatorio galdosiano era Vallecas, con una presencia estadística del 34%, frente al 10% del barrio de San Blas, que ocupaba el segundo lugar.

Gracias a las observaciones diarias de Fúcar se sabe que los yonquis madrileños suelen ser varones, solteros y pobres. Casi todos (96%) viven con su familia; una fracción importante (62%) tienen estudios de bachillerato elemental o de formación profesional; otra también notable (24%) apenas sabe leer y escribir. Hay, naturalmente, una mayoría de desempleados.

Sobre la eficacia de los tratamientos, Jesús Colás, el psiquiatra, ofrece unas cifras inapelables: «Calculamos que, una semana después del tratamiento, el 50% de los pacientes ha vuelto a drogarse, treinta días después, ya se droga de nuevo el 90%.» Afortunadamente no hay por qué preocuparse: Madrid dispone de ocho camas para combatir el problema.

José María Mato Reboredo ha llegado a saber, después de una minuciosa investigación, que en 1975 muchos delincuentes hasta entonces ajenos a las drogas empiezan a intervenir en el tráfico. «Además, hacen sus transacciones m utilizando directamente el producuto de sus delitos; se dan frecuentemente los trueques de joyas por drogas en Marruecos y en Amsterdam. Las informaciones periodísticas presentan el tráfico de drogas como un negocio fabuloso. En el tren de Occidente, decía yo, somos el último vagón y pasamos d junto a los mismos postes que quienes nos han precedido.» Un poco antes Efe-Eme había probado su primer ácido en el campo, cerca de un pueblecito extremeño. Un window-open, que dicen los norteamericanos. «Tomo una fuerte dosis. Unos meses antes, un yogui que se había administrado una, dio en la Universidad de Berkeley: Occidente no tenía Dios y lo ha descubierto en forma de pastilla. Muchos años antes, Aldous Huxley había escrito Las puertas de la percepción. Tomo mi dosis; los árboles empiezan a trastrocarse, a abrirse, a entenderse con la hierba y con los burros, y todas las cosas parecen tener una razón de existir: todo se explica en una mirada.» «No importa que un burro vuele: lo importante es el burro», había dicho Gonzalo Suárez unos días antes. «Un ácido siempre es distinto a otro; sólo hay una condición común a todos ellos: la bajada. Ahí es donde tienes que administrarte un gramo de coca o unos litros de vino. El problema del ácido es que pasa por ti como una ráfaga, y hay que volver a él.»

«A los diecisiete años, yo era ya un joven camello, un dealer que sabía cómo conseguir cien o doscientas dosis de ácido en Amsterdam; empecé a formar parte de una red de distribución con muchas conexiones, pero sin grandes cabezas. Así me veo haciendo las rutas Marruecos-Madrid, Arnsterdam-París-Madrid. Manejo permanentemente una cantidad de dinero superior al millón de pesetas; manejo la riqueza y la posibilidad de conocer mundo.»

Entonces arde París en la cabeza de Efe-Eme. Después de una transacción dinero-chocolate en un hotel parisiense, uno de los compañeros se tumba en una cama y se da un chute de heroína. «Ya hemos hecho el trueque con los extranjeros. Estamos en el hotel. Yo veo cómo mi amigo repite el ritual: dobla la cucharilla, separa un poco de algodón del paquete y diluye un poco de caballo blanco en agua. Calienta el cuenco de la cucharilla para catalizar la disolución: la mezcla va haciéndose incolora, totalmente incolora, porque aquél era un buen caballo. Echa el copo de algodón en la cucharilla; lo pincha con la aguja y carga la jeringa a través de él. En seguida se busca la vena. Se pica lentamente, y se que da allí, en la cama. Yo tengo cierta aprehensión a la aguja: sabes que todos los que se pican una vez vuelven a picarse irremediable mente. No obstante, repito la ceremonia; me pincho. ¿Quién puede convencerme de lo contrario? Soy joven, viajo, vivo bien, ¿para qué cambiar? Desde entonces empiezo a conocer el caballo blanco, el caballo marrón o brown-sugar, las rocas de luna, la mezcla de heroína y cocaína o speed-ball. Me pico todos los días. La tasa de gastos aumenta: 10.000 pesetas diarias, 20.000.

En 1976, Mato Reboredo hace una comprobación: los toxicómanos empiezan a llegar a las clínicas. La edad de iniciación empieza a descender alarmantemente. El antiguo ciclo cannabis-ácido-cocaína-heroína se reduce; muchos chicos llegan a la jeringuilla sin pasar por el humo. «En 1977 estudiamos 230 casos: la edad media de los consumidores de droga no alcanza los dieciséis años. El período medio entre la iniciación en el consumo y la inyección es de tres meses.» Aumenta el número de atracos a farmacias, a bancos, a joyerías. Pasa el último vagón de Mato Reboredo, se acerca un tranvía a la espalda de un muchacho de dieciséis años que toma café en el bar J&J de la calle de Ricardo Ortiz.

Abstinencia: noche de los cuchillos largos

Efe-Eme conoce muy bien a todas sus novias. «La heroina es más absoluta que ninguna otra droga. No produce efectos alucinógenos. La lámpara de la habitación y la ventana siguen estando en sus sitios; con la heroína es indiferente orinar, beber o vomitar; todo es igualmente placentero. No pierdes la conciencia de nada; simplemente, todo te da igual. La coca, en cambio, arrasa. Es muy posesiva, muy viciosa. Tampoco alucina, pero te lo lleva todo y te exige cada vez más: te envía flashes y al cabo de un cuarto de hora te devuelve otra vez abajo. En un día puedes llegar a pincharte cincuenta veces y a invertir 40.000 pesetas diarias en conseguirla. Yo he llegado a ponerme hasta seis gramos en un solo día. Para cubrir gastos, sólo hay dos salidas: traficar incansablemente o robar...»

«... Y robar farmacias puede acabar siendo un hábito. La primera vez vienes de una terrible noche con síndrome de abstinencia: has tenido sudores, escalofríos, terribles dolores a lo largo de la espina dorsal. Has salido a la calle y has echado a correr: en un segundo quieres estrellarte contra una farola, y al siguiente sólo quieres echarte al suelo. Si alguien te ve, piensa que estás loco: pupilas dilatadas, crispación muscular, los insoportables dolores de espalda. Llegas a una farmacia encabronado, histérico: llevas un cuchillo en la mano. Hay en el interior una chica que palidece en cuanto te ve. Acuchillar o disparar contra el chico de la barra no tendría importancia. ¡Venga, los estupefacientes! Y puedes llevarte varias cajas con toda sencillez..., y puedes buscar una segunda farmacia, después de haberte puesto a gusto. »

Va a llegar el turno de Efe_Eme en el ambulatorio. Jesús Colás Sanjuán ha recibido a otro yonqui que le ha hecho una confidencia. «Doctor, creo que he hallado en la vena una nueva vía de percepción.» Es un yonqui que, como tantos otros, se recrea al máximo en la ceremonia. Empuja el émbolo hasta el fondo, y luego tira de él hasta el tope, sin desclavar la aguja; inyecta y extrae, como lo haría un segundo corazón, la sangre mezclada con la droga. «Llega a contraerse una suerte de adicción a la aguja; a ello se debe el que muchos toxicómanos se inyecten simplemente agua por el placer de picarse. Según los psicoanalistas, este órgano nuevo permite una fantasía que les vincula a un paradisíaco mundo fetal.» A un mundo de relaciones líquidas y naturales.

Vienen niños de diez años que se drogan aspirando pegamento escolar, niñas de tres años que simulan un pinchazo para imitar a sus padres y algunos hombres que preguntan algo con una simple mirada, como en un prelenguaje.

A Efe-Eme, la heroína le ha valido año y medio de cárcel, y le ha condecorado con una cicatriz enorme al lado izquierdo.

Basta mirarle para saber que sólo busca una solución.

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