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El modelo de sociedad

Ahora se oye hablar con reiteración del modelo de sociedad. Es una de las muletillas verbales más socorridas de nuestro lenguaje político. Sirve también de etiqueta ideológica, es decir, de simplificador del pensamiento propio. A propósito de las consultas electorales andaluza, vasca y catalana, y sin venir mucho a cuento, he oído mencionar esa locución con aire apodíctico: «iAh!, entonces lo que usted trata de hacer es cambiar el modelo de sociedad», como argumento final, cuando se discuten fórmulas o perspectivas posibles de este o aquel resultado en las urnas.Es muy complejo el concepto de modelo de sociedad. Las sociedades humanas no son modélicas, en general, sino variadas, heterogéneas y difíciles de encajar en un esquema teórico. Contienen elementos múltiples y contradictorios. No son trajes hechos, de numeración correlativa, ni camisetas de fútbol con los colores del club y un guarismo a la espalda. Explicar o analizar lo que es una sociedad política determinada supone un proceso de estudio en profundidad y requiere, finalmente, trazar un esquema de coordenadas muy generales para situar de modo aproximado la figura o el movimiento resultante. Porque la sociedad libre no es un cuerpo estático, rígidamente anclado en un ámbito existencial, sino un hecho dinámico en perpetua síntesis de interacciones relativas, cuyas resultantes se modifican día a día.

Hay, en efecto, y de un modo resumido, sociedades políticas de signo abierto y sociedades de filosofía cerrada. En estas últimas predomina, en las de tipo colectivista, una ideología que presupone tener soluciones perfectas para todos los problemas y la convicción indestructible de que se hallan en posesión de la verdad total, que debe ser propagada o impuesta a los demás pueblos de la Tierra; o que se limita en otras naciones a establecer esa estructura de pensamiento fanático, intolerante hacia los demás, dentro de las fronteras nacionales, en cuyo caso la «verdad» inconcusa sirve a las dictaduras personales, militares o civiles, para apoyar en ellas un sistema despótico y arbitrario de poder.

Los pueblos que no han aceptado ni uno ni otro método de gobierno forman el llamado mundo democrático de nuestros días, asentado en unos cuantos principios fundamentales: la soberanía nacional, el sufragio universal, la pluralidad partidista, la representación popular; el respeto y protección de los derechos y libertades civiles, la normativa suprema de la ley. Ahora bien, ese «modelo de sociedad» tiene precisamente una característica que lo diferencia de los sistemas dogmáticos de izquierda o derecha. Y es su condición mudable y cambiante como parte esencial del proceso democrático.

La sociedad democrática no es un conjunto de referencias rígidas, sino un organismo vivo, cuya metamorfosis social se produce. sin cesar. El sistema abierto y la libre alternativa de acceso al poder para cuantos grupos políticos legales obtengan el necesario apoyo electoral hace que sea obligada la permeabilidad del sistema para acoger las modificaciones políticas, sociales y económicas que dentro del marco constitucional establecido puedan manifestarse o existir. De ahí que el modelo de sociedad en una democracia plural no pueda referirse sino al cuadro legal que envuelve a esa misma sociedad. Cuando se achacan ambigüedades a nuestra flamante Constitución, lo que se hace es, en realidad, señalar el margen de elasticidad que contiene deliberadamente para que sus lecturas puedan ser múltiples y diversas, como corresponde a su original propósito.

La sociedad viva está en perenne metamorfosis; siempre se halla el cuerpo social, grávido de la sociedad futura. En las entrañas de nuestra vida colectiva de hoy se encuentran las líneas maestras de la nación de mañana, que a la vez asume y sustituye a la nación de ayer. Destruyéndola por sustitución, como escribía madame de Staël. Unas veces ese proceso se acelera y en otras etapas se detiene o retrasa. Un ejemplo ilustrativo lo tenemos en la repercusión del progreso técnico sobre el cambio social. ¿Quién podría medir con exactitud ese gigantesco fenómeno de la sociedad moderna desarrollada? La cibernética ha revolucionado la producción industrial en materia de procesos, costos, volumen de producto y reducción de mano de obra en términos impresionantes. La informática ha repercutido con tal profundidad en nuestra existencia cotidiana que el hombre se encuentra hoy envuelto por el mundo informativo, en cuya base se hallan los ordenadores de sucesivas generaciones. El informatismo religa al ciudadano con su sistema matemático, en tiempo real, con mayor rigor que una disciplina partidista o ideológica. La electrónica ha convertido por vez primera en la historia la universalidad de los acontecimientos de la Tierra en simultaneidad audiovisual. El armamentismo nuclear ha modificado de raíz, con una invisible componente psicológica, las relaciones internacionales.

Todos estos nuevos acontecimientos, originados en gran escala de 1950 acá, han modificado esencialmente la estructura de la sociedad humana y de modo inevitable los sistemas de relaciones del poder entre los ciudadanos y la comunidad, que son la esencia de la política. El mundo democrático ha recogido el desafío de esa metamorfosis considerable, tratando de mantener los principios que considera esenciales para que no decline la libertad como pensamiento inspirador de la convivencia civilizada. Pero es obvio que el «modelo de sociedad» democrática de 1980 no es el de 1950 y que numerosos conceptos, métodos, fórmulas y esquemas de relación de hace treinta años han sido superados inexorablemente por las nuevas circunstancias y las perspectivas abiertas por el cambio de mentalidad. Philippe Nemo ha definido sagazmente una de las raíces de la crisis de nuestro fin de siglo. «Los valores», escribe, «se tambalean al producirse el encuentro frontal -que a veces es choque- entre las diversas grandes culturas. » La mentalidad moderna de los países democráticos trata de sintetizarlas.

Ese es precisamente el contraste más evidente entre la sociedad democrática del pluralismo y la cerrada del partido único o de la dictadura personal. Aquélla se enfrenta con el cambio social y lo integra gradualmente en su flexibilidad institucional. La segunda se aferra a su dogmatismo rígido y acaba siendo en el orden doctrinal una iglesia moribunda que rinde culto a los dioses muertos. ¿Quién de verdad supone en su fuero íntimo que un sistema colectivista lastrado por el estalinismo sobreviviente pueda ofrecerse como modelo a la sociedad desarrollada en Occidente? El eurocomunismo nació de la íntima convicción de esa evidencia. ¿Quién, por otro lado, pensaría que una fórmula cualquiera de fascismo o dictadura militar serviría, hoy día, ni remotamente, como cauce a los enormes planteamientos del mundo en movimiento, del progreso, de la libertad y de la cultura?

El modelo de sociedad de la democracia occidental es fluido, de total plasticidad y se halla en continua mutación. No es un museo de dogmas fijos, sino una torrencial corriente de ideas novedosas que sugieren rectificaciones imaginativas. Ni es tampoco un manojo de teoremas, sino un conjunto de tendencias vitales. O, para decirlo en la estrofa de Goethe: «Amigo: la teoría es gris. Verde es, en cambio, el árbol de la vida.»

José María de Areilza es diputado de Coalición Democrática por Madrid.

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