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Para una lectura contemporánea de lo radical / y 2

Lo que duelen hoy no son las elecciones (que, obviamente, hay que mantener y autentificar más y más), sino la efectivización de las libertades, los comportamientos de participación pública y ciudadana.Eso lo saben muy bien los hombres de la Trilateral, que en su informe sobre la «crisis de la democracia» no se andan por las ramas. Para Crozier, Huntington y Watanuki, la vulnerabilidad de la democracia actual, su riesgo, está en que, cada vez, se acortan más las distancias entre gobernantes y gobernados, en que proliferan los intelectuales, aumenta la desconfianza del ciudadano y su voluntad de intervención, las relaciones sociales se hacen demasiado transparentes, se extiende demasiado la enseñanza superior, se multiplican los procesos de diferenciación social a pesar del apremio homogeneizador de la comunicación y del consumo de masa, el orden existente y la estabilidad del sistema resisten difícilmente las acometidas de los movimientos de base, todo lo cual dificulta, notablemente, la toma responsable de decisiones y entorpece el progreso de los pueblos. La solución, para sus autores, reside, una vez más, en ponerse en manos de «los que saben y pueden», e instalar una especie de «despotismo ilustrado de la tecnoestructura».

La dimensión radical se nos presenta como la defensa más eficaz frente a tan amedrentadores propósitos. La circulación política del término se la debemos a la Inglaterra del XVIII, y, desde entonces, y con los avatares que todo largo proceso histórico comporta, tiene como rasgos dominantes: a nivel de modalidad, el inconformismo; y a nivel de contenido, el extremismo -sobre todo en los países anglosajones- y la voluntad de transformación total, o, según la fórmula en uso, radical, es decir, desde la raíz misma, del medio en el que se produce.

En el contexto contemporáneo, su encarnación más provocativa y fecunda es el Partido Radical italiano. En sus veintidós años de existencia y con una dotación minúscula de militantes -apenas 4.000-, ha llegado a logros sobresalientes. La ley Marcora, sobre los objetores de conciencia; la ley Fortuna-Baslini, sobre el divorcio; la consecución del voto para los mayores de dieciocho años; una cierta despenalización del aborto; su continuo hostigamiento al clericalismo de la vida política italiana, etcétera, no hubieran cuajado sin los ayunos, las sacudidas de la opinión, los golpes de espectacularidad casi circense, la movilización de la inteligentsia, y esa genial utilización de los medios de comunicación de Marco Panella y su partido. Pero también, y es capital añadirlo, sin la colaboración de hombres del poder, progresistas y demócratas -el poder es, desde luego, querido Paco, una necesaria y a veces gloriosa servidumbre-, que quisieron y supieron imponerlas, primero, en su partido, y luego, en el parlamento.

La perspectiva radical ha salido mal parada en la historia política española. Y, sin embargo, su presencia es insoslayable desde cualquiera de las esquinas en las que hemos estado contemplándola. Pensemos, por ejemplo, en el binomio religión y política, que, en estas últimas semanas, y a propósito de la organización jurídico-institucional de dos grandes ámbitos sociales, la familia y la enseñanza, está siendo de extrema actualidad.

A su respecto, es difícil de entender la sorpresa e irritación que produce el hecho de que la Iglesia católica no sólo tenga fuerza, sino que, además, la ejercite, en temas colectivos y públicos, en función de sus principios e intereses. A consecuencia de ello, muchos sectores progresistas se llaman a escándalo por lo que consideran una funesta confusión de órdenes. Olvidan que los españoles nos hemos pasado los últimos cien años, o vistiéndonos todos de cura o abriendo su veda, escopeta al brazo. Y que el franquismo ha llevado esta situación hasta el paroxismo, tanto desde el poder como desde la oposición, ya que si la jerarquía eclesiástica formaba parte, ex oficio, de la estructura del poder franquista, los ámbitos religiosos y eclesiásticos -físicos e institucionales- fueron durante muchos años trincheras privilegiadas de la resistencia democrática. Por lo que esos católicos, socialmente tan representativos, que son los sacérdotes, han ocupado posiciones de primer plano, casi sin solución de continuidad, a lo largo de todo el espectro político español, desde Fuerza Nueva con el P. Oltra, hasta la ORT, con Mariano Gamc.

Todos los analistas saben que las disidencias intramuros robustecen el ámbito al que pertenecen. Y por ello, si el comunismo internacional fagocita y se fortalece con el titismo, los eurocomunismos, etcétera, de igual manera, el Opus Dei acaba apuntándose al profesor Calvo Serer, la Compañía de Jesús a los padres Llanos y Díez Alegría, y Roma, a todos ellos, con independencia de la autenticidad de su compromiso social y político.

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Todo lo cual potencia la capacidad pública de la Iglesia y le permite defender mejor sus posiciones cuando el momento lo reclama. Atribuir este comportamiento a programada maquinación es un recurso fácil. Se trata de lo que se llama en sociología convergencia implícita. Es más, ni siquiera cabe rasgarse las vestiduras por la actual retracción de la Iglesia española, por su aparatoso recoger velas, ya que es la conducta habitual de las grandes instituciones sociales en la fase poscambio. Los grandes avances se consiguen en el precambio, y las involuciones, en el transcurrir posterior. Alberoni lo ha descrito admirablemente en su libro Movimientos e institución.

Pero esa inaplazable exigencia de secularizar los comportamientos públicos que lo radical postula -y que si estuviera ya cumplida, haría mucho más fácil el entendimiento con la Iglesia- no debe formularse desde un partido de ese nombre. Pues el planteamiento partidista de la posibilidad radical es reductivo y perturbador. Si el Partido Radical postulase como reivindicación propia la lucha por un laicismo coherente y responsable en la vida pública española, suscitaría, necesariamente, por la inevitable rivalidad en torno al protagonismo partidista, una cierta inhibición, sino antagonismo de los partidos de centro e incluso de izquierda. En cambio, una convocatoria independiente y directa, desde los niveles sociales, congregaría, con seguridad, a muchos militantes de esos partidos. Porque si bien es cierto que en el PSOE, por ejemplo, existen sectores maritainianos y accioncatolicistas, y en el PCE se ha cultivado un cierto cristianismo testimonial y profético, también es indudable que en el primero hay muchos agnósticos declarados, y en el segundo, los núcleos últimos del pensamiento de Marx son irrecuperables por el teísmo. Y con todos ellos podría contarse.

Por lo demás, la experiencia del Partido Radical no puede ser más esclarecedora. Cuando opera en una estricta perspectiva partidista no logra rebasar el 4 % de los votos, y, por el contrario, cuando promueve una acción autónoma y global, como en la lucha contra la ley Reale, a propósito del terrorismo, alcanza el 20%. Añadamos que la necesidad de tener cancha parlamentaria le obliga con frecuencia a alianzas sorprendentes, que alcanzan cotas inverosímiles en el grupo mixto del Parlamento Europeo, donde aparece vinculado con los partidos Volksunie y PDB (Partei del Deutschprachigen Belgier). Pero, sobre todo, y a pesar de su condición de partido abierto, internacional y libertario, y de su práctica federativa con los movimientos de base, no escapa a la esterilidad de las luchas por el poder interno ni a la gravitación hacia el comportamiento institucional y a la primacía de la conservación del grupo sobre el cumplimiento de sus objetivos. La derrota del candidato de Panella para secretario general del partido, en el XXII Congreso de noviembre último, y el nombramiento de Giuseppe Ripa, así lo prueban.

Hay, desde luego, espacio para la dimensión radical en la vida política española. Pero no en forma de partido, sino de acción. Su cometido no es el de conseguir ese mágico número de escaños que le permita arbitrar entre el PSOE y la UCD, le dé dos o tres sillones ministeriales y le pudra en cabildeos y combinazioni. Sino el de moralizar, en el sentido profundo de devolver la moral perdida, a la democracia española. Su soporte no puede limitarse a determinados sectores de las clases medias, sino que tiene que apuntar a todas las instituciones sociales de base. Su meta inmediata no puede ser sino la nueva sociedad, pero desde ahora mismo, en la concreción de lo ya emergente, en la defensa de lo imposible y necesario, negándose a la coartada del consenso, empujando los disentimientos hacia el verdadero pluralismo, enarbolando la autonomía de los trabajadores que nuestra extrema izquierda -Eugenio, Eladio, José, Jaime, Javier, Nazario, Amancio, Lucía, Pina, etcétera-, ha dejado arrumbada. Lo radical, pues, en seguida. Pero no como partido, sino como actitud. Como combate.

José Vidal Beneyto, sociólogo, escritor y profesor de universidad, es presidente del Comité Internacional de Comunicación y Cultura y autor de dos libros sobre la transición democrática: Del franquismo a una democracia de clase y La España desencantada. El primer artículo de esta serie fue publicado el pasado domingo, día 24.

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