Caro Baroja, en el Gianicolo
El título de la conferencia de Julio Caro Baroja en el Instituto de Roma podía ser, hacia algunos, preludió para admirar, pero no para entender; se trataba, nada menos, que de Los arquetipos en la literatura y en folklore. Esa admiración y ese temor se acrecentaron cuando Sito Alba trazaba el panorama, glorioso y abrumador, de las publicaciones de Caro. Sala llena hasta los topes el insisto, gran respeto inicial y reverencial. Pues sí, habló de los arquetipos y de la escuela finlandesa, pero el cuerpo de la conferencia, el ejemplo esclarecedor, fue contarnos la verdadera historia del licenciado Torralba, que aparece en la segunda parte del Quijote. Oímos el resumen de los trabajos de un investigador paciente, las conclusiones del riguroso científico, pero con fondo y marco de humanista cálido y bien humorado, sonriente y exacto. Se creó inmediatamente un lazo de comunicación, un aire de víspera impaciente, porque el gran acontecimiento fue la colosal exposición de sus dibujos en la Academía: desde los artistas profesionales hasta los invitados más de rigor, todos se demoraron gustosos en la contemplación y en el comentario, y es que no querían irse de casa, ansiosos, nunca can sados de pasar del dibujo a la palabra. Esto de la exposición no es novedad, si bien no debe de haber cansancio al felicitar a la Dirección General del Patrimonio por esa iniciativa, por ese riquísimo catálogo, por el gran prólogo de Fernández Alba. No es novedad, no, porque lo mismo ocurrió en Madrid, pero Madrid aleja, desperdiga y casi sólo hay la cercanía del libro o del artículo. Una semana en Roma, con Caro Baroja huésped de nuestra Academia, paseante por el Gianícolo, rodeado de artistas jóvenes y de investigadores, sí que es acontecimiento de los destinados a dejar poso, recuerdos para siempre.Julio Caro Baroja, sin necesidad de cátedra, opuesto por principio y por talante a lo que la cátedra pueda tener de distancia, es maestro de todos, maestro incluso de los que somos un poco más jóvenes, pero de su misma promoción. Es verdad que lleva a los Baroja como herencia; es verdad que el paso, el gesto y hasta la palabra pueden ser espejo de esa herencia, pero, Dios mío, ¡qué manera de hacerla personal, inconfundible, humanisima, pasando del repliegue tímido a la expresión apasionada, del humor un poco negro a la risa cuando cuenta alguna buena aventura del espíritu! Vestido a la vez de científico y de artista, con su buen terno oscuro, pero con chaleco de terciopelo a lo Murger y pajarita un poco clamorosa, con zapatos de caminante incansable; cortés o huidizo, según el interlocutor, es sabio y maestro- siempre, y siempre, también a lo Baroja, curioso de todo lo que es vida auténtica, antropólogo en el más bello sentido de la palabra, buscador de la presencia o de la huella humana en una casa, en un molino, en un paisaje, en todo lo que dibuja. Su fabulosa riqueza cultural sólo es posible con una vida austera y riquísima, repleta de antenas y de respuestas. Quien me siga un poco después de tantos años puede imaginarse mi alegría cuando, al tirarle discretamente de la lengua, surgía con la mayor naturalidad un conocimiento bien hondo de la música.
Nuestro gran folklorista García Matos, tan prematuramente muerto, tenía como sabio de su especialidad a Julio Caro, yo no le examiné de sabiduría, pero sí de buen gusto musical y quedé bien feliz con sus preguntas sobre Mercadante, con sus viajes por las casas de discos. Juntos vimos uno de los espectáculos inolvidables de la ópera de Roma: Nureyev y la Fracci haciendo de Giselle un verdadero arquetipo de lo más clásico del romanticismo en su afán de levitación, en ese poner alas a los sepulcros bajo la luna.
Julio Caro Baroja, con las herencias, con su vida, con sus libros, con su casa en Vera de Bidasoa, nos hace mirar con melancolía al mundo vasconavarro, pero esa melancolía bien honda quiere aferrarse a una esperanza fundada. Los dibujos del viajero por toda España nos llevan sin esfuerzo a otra herencia, a los viajes de nuestros «Ilustrados», a los viajes de Jovellanos muy especialmente: en aquel mundo del final del siglo XVIII, el grupo vasco de los llamados «caballeritos de Azcoitia» estaba al día de lo europeo y cultivaba con cariño la lengua vasca, las fiestas típicamente vascas que encandilaban a Jovellanos. Luego, a pesar de las guerras civiles, la tradición liberal del espírtu se conserva y tiene sus héroes: nunca ha faltado un grupo, grande o pequeño, que han hecho cultura con ese talante liberal y, sin ellos, en lo que yo sé y es mi campo, no tendríamos a los clavecinistas vascos, a Arriaga, a la Filarmónica. Yo pienso si este Julio Caro Baroja, respetado por todos, querido en cuanto se le tiene cerca, no es desde su casa de Vera y desde sus libros un testimonio, un refugio y una esperanza. En la incomprensión hacia el pueblo vasco está, sin duda alguna, el no saber o el no querer saber que hay una «constante» de vasco liberal, un tanto oculta por los fanatismos y por su fachada, pero capaz todavía de tender un puente hacia lo más auténtico de la cultura española. Lo malo sería que la otra cabeza de puente, la de aquí, fuera sólo un «resto», una nostalgia y, por tanto, un desconsuelo.
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