Males de la cultura: la resignación y el embrutecimiento
¿Hay que resignarse? ¿O hay que embrutecerse? ¿O hay que resignarse y embrutecerse a la vez?No podría decirlo. Todo el cuerpo cultural, y con él la vida del espíritu, lleva un camino torcido. Se hacen cosas, eso es cierto. Quizá demasiadas. Pero se hacen por hacer, sin pulso creador, sin necesidad interna, sin deseo de innovación. Así nace y se reproduce una cultura marcada e innecesaria. Una cultura gratuita (aunque cueste muchos cuartos).
¿Y qué es lo que se paga? Se paga, simplemente, la habilidad. Andamos rodeados de mañosos que repiten, con astucia y eficacia, lo que otros han llevado a cabo con originalidad y buen tino. Los poetas hacen poesía metafísica, o existencial o social, siguiendo la pauta de ciertos creadores cuyas voces aún resuenan en nuestros oídos, pero ya nada, o casi nada, en nuestro corazón. La pintura abunda en sujetos con capacidades manuales extraordinariamente sutiles, merced a las cuales igual adoban un cuadro impresionista que un lienzo abstracto. La prosa literaria nos ofrece, con generosidad inagotable, a los explotadores del método joyceano, o del kafkiano o del que sea. Y ello, sin reparo alguno, con toda desfachatez. Digo más: con impertinencia. Con impertinencia tras la que se esconde un supuesto tácito: «lo que yo hago es el no va más de lo nuevo y de lo inesperado». Como si dijéramos: una culminación. Una cumbre.
En el fondo de todo esto lo que hay es atonía y estupidez. (Cuando no picaresca.) Todos estamos al cabo de la calle, todos, absolutamente todos, que lo que se nos presenta -libro, exposición pictórica, recital poético- es una pura trampa en la que, resignados, entramos. Y, claro está, de la que todos procuramos salir ilesos, esto es, dispuestos a olvidarnos a toda prisa de los leído, de lo visto o de lo oído.
De esta forma, la vida de la cultura, ese hervidero casi siempre imprevisto, ese hacer y deshacer' caótico, pero fecundo, va reptando penosamente entre frivolidades, superficialidades y valores entendidos. O lo que es lo mismo: se trata de una vida cultural sin pulso, anémica, burocratizada, reiterativa, inerte. En realidad, no-vida. Apariencia de vida. Y con una desoladora tendencia, con una irremisible tendencia a la irrealidad. Con una obsesiva querencia por la irrealidad. Por eso aquí gustan tanto los muertos, que son la suprema y más inequívoca irrealidad. Y los homenajes póstumos. (¡Y qué homenajes póstumos!, dicho sea de paso.) Y las placas conmemorativas, las ceremonias fúnebres. Anda la cultura como empapelada en rimbombantes esquelas mortuorias, en necrología, en actividad funeraria. Todo este luto es su propia vestimenta. Su sudario. Su hopa infamante de condenado a muerte. Por eso entre lo externo -el libro, el cuadro- y lo externo -su función- media un hiato, un vacío, una tierra de nadie. Por eso todo ese mundo oscuro nos parece, de inmediato, una alucinación. La cultura es hoy, en el país, una alucinación pasiva y bien establecida.
A la gente la enloquece convertir al prójimo, al que trabaja y crea, en fantasma y, una vez concluida la tarea a favor de la mentira, el insulto o, sencillamente, la ignorancia, ganar victorias fáciles. Primero, destruir. Después, vencer. Instalarse en los escombros. E imitar aquello que los escombros fueron. Estamos ante una cultura de ruinas. Por eso volvemos una y otra vez la vista atrás. Para repetir tópicos viejos de siglos, que eso es lo nuestro. El Quijote, por ejemplo, está sepulto en toneladas de trabajos atestados de tristes lugares comunes que nos enorgullecen y nos derriten las entendederas. tristes lugares comunes que, en lugar de revitalizar y renovar la vida intelectual, lo que hacen es empobrecerla y achicarla. (Lo cual, naturalmente, nada tiene que ver con el asombroso valor de la novela.)
Y el ejemplo del Quijote pudiera ampliarse a muchos otros libros. Lo que ocurre es que nosotros, al reiterar esas ideas archisabidas, estamos poniendo al aire dos cosas: una, que, a buen seguro, jamás hemos leído el Quijote (esto, en España, es la regla general); otra, que nuestra actitud es la del parásito: nos beneficiamos de algo sin que nos importe la realidad de ese algo. Lo que haya de divertido y de hondamente humano en el Quijote, de irónica realidad conmovedora, queda lejos de nuestra atención. Nos interesa la cita del nombre, sólo del nombre. Aparentar que conocemos la obra a fondo. Cultivamos, por ende, la irrealidad de una frase hecha sobre la realidad de una novela espléndida. ¡Y como, por otra parte, Cervantes se ha muerto hace ya tanto tiempo!...
Frente a esta situación, y mientras no surja el genio, o simplemente el hombre de talento con capacidad de innovación (algunos hay, pero son muy pocos), no caben más que dos actitudes: o resignarse o embrutecerse.
Evidentemente, de ambas conductas tenemos antecedentes ilustres. Maeterlinck, en una ocasión, escribió esto: « Es bueno adquirir poco a poco la costumbre de no entender nada.» Y tenía quizá razón, pues se trataba nada menos que de la posibilidad, o la imposibilidad, de comprender el significado último de la muerte y la supervivencia. Como se ve, un problema radical. Como radical es la forzosidad de tal ignorancia desde la vía estrictamente racional. De esa forzosidad, de ese duro límite, nació, nacieron, el tremendismo y el nihilismo actuales. Y aunque los esfuerzos doctrinales en torno a esta cuestión no han cesado desde entonces, esta resignación puede explicarse, y hasta justificarse, dada la índole última de la realidad atacada.
Por su parte, y mucho antes que Maeterlinck, Pascal propugnó, con fuertes razones, el embotamiento de esta misma razón para llegar a alcanzar la vivencia pura de la fe. «Pero ese embrutecimiento es lo que yo temo», arguye su interlocutor. Y Pascal responde: «¿Y por qué? ¿Qué perdéis con eso?» He aquí una frase decisiva. Una frase que hoy renueva su perdida vigencia. Pues hoy a nadie le importa embrutecerse imitando lo que otros han hecho, como Pascal pedía que se imitasen, aun sin creencia, los actos de los creyentes para, de ese modo, acceder a la fe. La mimesis cultural es una de las formas del embrutecimiento. ¿Para qué?
En primer lugar, para nada. Lo que no es original no perdura. O, lo que es lo mismo, no es arte. En segundo lugar, y esto es más grave, el embrutecimiento parte del imitador, pero su efecto recae en el gozador, en el espectador. Es un embrutecimiento delegado y en segunda instancia. El pecado resulta doble. Porque esteriliza la cultura y ciega al que aún cree en ella. Y en tercer lugar, porque elimina el libre juego de la imaginación. Su imperio absoluto. Su alegría desenfadada.
No es bueno resignarse. Peor es embrutecerse. Y máximamente malo, el dejarse embrutecer. De ahí que el espectáculo de la vida cultural, de lo que hoy se llama vida cultural, a saber, la vida social, vaya encaminado, quiérase o no, búsquese o no, a la negación de la cultura. A la suplantación de la cultura. A la suscitación de una irrealidad.
Cuando nos demos cuenta vamos a encontrarnos con un cadáver. Con un difunto sobre el que pululará, inquieta y satisfecha, toda la bichería artística del momento. Los falsos poetas, los pintores tramposos, los escritores sin aliento. En suma: los estériles.
Los necrófilos y los aburridos.
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