_
_
_
_
Tribuna:
Tribuna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las tribunas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

La demencia senil de la cultura española

La cultura española no recuerda, pero anda loca por conmemorar. Una vez más, con una recurrencia que alcanza obstinación de pesadilla, se pide la traida a España de los restos de Machado. No sé cuándo se tendrá la delicadeza de recordar que no fue circunstancia fortuita ni banal la que le llevó a dar con sus huesos en Colliure y sobre todo que no debe su sepulcro a algún anónimo e indiferente azar administrativo sino al personal impulso de piedad de una mujer francesa y comprender que ni aquella última huella de su vida tiene por qué ser borrada ni tan tierno acto de hospitalidad postrera merece ser deshecho sino perpetuado. Por lo demás, Colliure está tan cerca, que. la breve y grata excursión no viene mas que a aumentar el incentivo y estimular el apetito para los fervorosos jubileos de la fauna necrófaga española. Pero lo último que se está urdiendo contra el descanso de aquellos pobres huesos es nada menos que confiar el encargo a una comisión constituida por la Real Academia y presidida por el Rey, con lo que la amenaza tocaría esta vez en dimensiones de homenaje nacional. ¡Justo el gasto que estaba haciendo falta para aliviar el superávit del presupuesto de cultura! Cuando el diablo no tiene qué hacer, con el rabo mata moscas.El asunto es tan viejo y reincidente como un vicio malo y ha dado ya lugar a toda suerte de manifestaciones ejemplares. Hace algún tiempo, Antonio Guerra, corresponsal entonces en Sevilla de Diario 16, tras dar cuenta, como de una conjura contrarrevolucionaria, de una campaña del abecé local para llevar los restos de Machado al panteón de sevillanos ilustres, decía: «En opinión de estos medios ("los medios culturales y políticos de la oposición andaluza") Abc es el menos indicado a promover una campaña de este estilo, ya que la línea seguida por este periódico en los últimos cuarenta años difiere del pensamiento del poeta y de sus ideas políticas.» Y un poco más abajo citaba textualmente las palabras de Alfonso Guerra, secretarlo de organización del PSOE: «La derecha reaccionaria, que tantos años ha colaborado con el franquismo, quiere adueñarse del patrimonio cultural que supone la memoria de Antonio Machado, en uña maniobra de claro oportunismo político.» Esto es puro delirio, pura demencia senil. Si de los viejos chochos suele decirse que vuelven a la infancia, como cultura que chochea habrá que representarse la que incurre en regresiones como el materialismo fetichista, la magia de contacto o el «sana, sana, culito de rana». Alfonso Guerra dirá qué el no cree en esa magia, lo que dicho de modo tan explícito puede que sea cierto. Pero no es menos cierto que no hay por dónde quebrantar o desvirtuar sin sofisma o subterfugio la solidez de la cadena quien se apodera del cadáver-se apropia de la memoria-quien se apropia de la memoria-se adueña del patrimonio cultural y que esta cadena, mágica si las hay, se halla implícitamente presente en sus palabras. Con todo, la insidia grave no está en el tejemaneje funerario, que declarando abiertamente su condición de simulacro mal podría envolverla, sino en la concepción de la cultura como patrimonio.

Un patrimonio, en efecto, es algo que, no hay cáscaras, o pertenece a los Guerra o pertenece a los Luca de Tena. Lo mismo que un cortijo, ¿qué más da?; algo que sí es de unos no puede, evidentemente, ser de otros. Lo que los Guerra tienen contra los Luca de Tena es un auténtico pleito hereditario, y a estos efectos es natural que adquiera una importancia moral a veces decisiva quién es el que se lleva los restos del difunto a su propio panteón. No sería ciertamente la primera vez que linajes incluso de más alta alcurnia que nuestras dos egregias familias sevillanas han andado a empujones por la presidencia de un entierro. Y hasta el cuplé se ha hecho eco del clásico conflicto entre la familia pobre pero buena, que ha acogido al difunto con amor y lo ha atendido hasta el fin de sus días, y la familia rica pero mala, que habiéndolo negado y despreciado en vida, avergonzándose de él y de su torpe aliño indumentario, intenta, tras la muerte, volver a hacerlo suyo, cuando corona póstuma de gloria ha hecho su nombre título de orgullo y timbre de prestigio para el linaje que lo pueda proclamar su hijo.

La noción de «patrimonio cultural» permite que la cultura sea hecha objeto de estos pintorescos tráficos y aun que se reduzca a consistir del todo en la pompa y faramalla que los ocasiona. Convertir la cultura en patrimonio es concebirla como algo que se cumple por apropiación, por adscripción al nombre: el objeto cultural es suplantado por su mera posesión. Quizá, más que a un cortijo, una jaca o una bodega, quedará equiparado a un título nobiliario, un atributo heráldico, un documento de legitimación, una credencial de autoridad. Los eruditos e investigadores españoles parecen a menudo reyes de armas en busca de honorificencias olvidadas, y su sueño dorado es descubrir un Miguel Servet, un español que «ya lo dijo más de un siglo antes». Ello explica tal vez el hecho de que mientras hay muchos estudiosos extranjeros que se interesan por cosas españolas, apenas se conocen españoles que estudien cosas foráneas; se ve que no pudiéndolas tener por suyas falta el estímulo patriótico-narcisista-onfaloscópico que centra en exclusiva su interés: les importa un pepino la circulación de la sangre si no se trata de reivindicar para España el honor de haberla descubierto. Y esto es negra miseria espiritual.

Al modo en que el español gusta de hincharse como un perro insuflado por el culo hasta que el orgullo de serlo acaba campeando en solitario por toda empresa y todo contenido de la españolez, o coronando el ideal de ciertas casas señoriales en que el blasón de la fachada querría envolver y engullir como una ameba el edificio entero, así la patrimonialización cultural que monumentaliza las ciudades es capaz de convertir toda una cerchia antica en una inmensa y satisfecha plasta heráldica (ningún apresto tan plastificador como el barniz de monumentalina) bien cagada y peida en botija para que retumbe.

Siempre se pone un falso sujeto cuando se quiere hurtar algo a la mirada y al dominio de la subjetividad. Aquí, el falso sujeto que se pone por titular legítimo, por títere y fantoche, del presunto patrimonio es «el pueblo». ¿Y quién es ese mozo?. habría que preguntar. Mas no parece sino llenárseles la boca con la palabra «pueblo», con ese repelente concepto adulatorio, a aquellos mismos que andan tan felices con la noción de «patrimonio cultural» y se mueven como el pez en el agua manejando la categoría complementaria de «valor histórico-artístico», como si tal categoría -estrictamente jurídica, me importa subrayarlo- no tuviese que ser, por la fuerza de las cosas, tan bárbara, tan brutal y tan inculta como la propia situación económica a que se enfrenta y acomoda. Pues nadie que ame de veras casas y ciudades dejará de acabar sintiendo cuán feroces y cuán determinadas circunstancias económicas han podido elucubrar una superchería tan intensamente hortera como el valor histórico-artístico, gran cómplice del patrimonio cultural, en la medida en que es puesto por criterio de lo que lo es y lo que no lo es.

Uno de los efectos más ridículos del valor histórico-artístico, derivado de su función de credencial capaz de autorizar tal o cual pieza como patrimonio es la insensible supresión de lo singular en favor de lo genérico, la inevitable sustitución del individuo por un ejemplo de su propio tipo, porque los rasgos que acreditan y dan autoridad son los contraseñados y avalados en la documentación, los registrados, reconocidos y homologados en la taxonomía; bajo esa lente, el gesto único, la referencia autóctona resultan ignorados y destruidos. Al igual que el fotógrafo, que a todo el que se le plante ante la cámara indistintamente le dirá «sonría», así a todo lo que tenga semejanza de castillo la monumentalización le hará poner cara de típico castigo medieval. No es objeción el que el experto afine algo más que eso, multiplicando los matices, porque la indiscreción consiste, en cualquier caso, en querer hacer creer que hubo Edad Media, lo que, evidentemente, no es verdad. Otro efecto -y este tal vez completamente intencionado- del tratamiento con monumentalina es el de que el edificio llegue a tener ya incorporada su propia apología, un poco al modo de la claque en el teatro o de la risa interna de algún serial televisivo inglés como el de Un hombre en casa, o a semejanza de ese haz de rayos de oro que rodea, encareciéndolas, algunas grandes condecoraciones.

La concepción y determinación del patrimonio divide netamente la ciudad en dos. A un lado la reserva del espíritu, su ciudadela, un magnífico sarcófago donde es reverenciado bajo especie de cadáver, a fin de que no vuelva como un alma en pena a turbar a sus deudos con su soplo o su lamento. La ciudad exterior queda así inmunizada contra todo espíritu. Cuanto más, allí dentro, se prestigia su inutilidad, cuanto más se honra su desinterés, cuanto más se afirma y se encarece su no negociabilidad, tanto más desaforadamente se desatan afuera el interés y las utilidades del especulador, tanto más despiadada e impunemente se desencadena la absoluta negociabilidad de todo lo demás: espantosos sanblases y alcorcones con casas utilitarias hasta el insulto, casas que dicen a sus habitantes: «Tú aquí no tienes otra cosa que hacer más que comer y dormir, más que asearte y defecar.» Ninguna cosa podría ser más negro y más seguro testimonio de la muerte del espíritu que semejante partición.

Si, como pareció al principio, la partitocracia está lejos de ser de las mejores situaciones para la cultura desde arriba, a la cultura desde abajo no podía sobrevenirle un virus más mortífero que el de las autonomías, cualesquiera que puedan ser, a pesar de ello, su fortuna y su acierto administrativos y políticos, que tampoco parecen nada muy allá. Sin excluir, bien entendido, de las autonomías a la Plaza de Oriente, que en verdad puede ser homologada como la Quinta Autonomía, y no sólo bajo el punto de vista general de los niños-problema que le han salido a España, sino, más específicamente, por su total rechazo de todo lo no idéntico, su desprecio, su egolatría, su soberbia, su sentimiento irredentista y reivindicatorio, su gesto incondicionalmente hostil, su actitud desunitiva -como ya señaló acertadamente Pedro J. Ramírez-, su numantinismo y muerasansonismo y, en fin, por esa juramentada voluntad de olerse el propio ombligo y sólo el propio ombligo, en lo que nada tienen que envidiar a Vascos y Catalanes, Gallegos y Andaluces. (Por lo demás, se trata de figuras perfectamente complementarias y compenetradas, en cuanto partenaires de un ya viejo, conocido y poco honroso juego, y que se necesitan mutuamente: ni el niño viejo de Monzón le sacaría gusto a la vida si no tuviese un público al que exasperar, ni éste, sin un Monzón que lo hostigase, podría gozar las delicias del escándalo ni el orgasmo, tan autoafirmativo, de la santa indignación.)

(Pasa a página 10) (Viene de página 9.)

Más aún, en realidad la Quinta Autonomía podría reclamarles a las periféricas derechos de patente sobre los dos grandes fetiches básicos de la mística cultural del autonomismo: la identidad y la conciencia histórica. Cuando aquello tan fantasioso de la «reserva espiritual de Occidente», la representación secreta -que, por miedo al ridículo, nadie se atrevió nunca a declarar- era la de que en algún recóndito rincón del campo, más o menos como por entre las Alpujarras, La Bureba y la Tierra de Sayago o aproximadamente por ahí, había o tenía que haber forzosamente un palurdo tal vez un poco rudo, tal vez no muy instruido, pero que escondía en su pecho intactos e insondables tesoros de energía, de saber, de antigua, llana y natural virtud. Este palurdo -próximo acaso a lo que Ridruejo designaba con la horripilante expresión de «el macizo de la raza», refundida de un no menos horripilante verso de Machado- era el verdadero pueblo, carne y sangre de la identidad y destinatario de la conciencia histórica, y recogía vagamente el papel de la figura islámica o cristiana del mahdi o del mesías, indiscutible portador de las esencias y depositarlo del carisma, salvo que siempre extrañamente destinado a realizar su altísimo destino obedeciendo y pringando como clase de tropa. Los periféricos no han hecho más que impugnar el pro-indiviso de esta gran reserva cinegético-antropológica, del patrimonio nacional constituido con el viejo coto del Emperador, denunciando las arbitrariedades y atropellos de los guardas jurados, y quieren reorganizar ahora la cosa en diferentes parques naturales o zoos safaris descentralizados, ecosistemáticos y autogestionarios, pero el bicho y el mito cultural siguen siendo los mismos: la redención y plenitud por la restauración de una presunta autenticidad histórico-ontológica, por el rescate y el resurgimiento del palurdo vernáculo ancestral -ese ser que no sabe bien quién es, pero que ¡cuando se entereee ...!

Se trataría, así pues, una vez más, de volverse hacia dentro, de buscar una presunta esencia propia, de contemplarse e imitarse a sí mismo, de encastizar y rechupetear la propia lengua como expresión de una identidad e intimidad, no de afilarla y regularizarla como medio de conocimiento de las cosas (lo cual es reducirse a piar cual pajaritos, ya no hablar como humanos), de proseguir hasta la náusea la indigna reivindicación y apología de lo propio, reclamar prioridades de invención, discutir actas de bautismo, con el oído exclusiva e hipersensiblemente habilitado para radar de ofensa o menosprecio, y, en fin, de una vergonzosa, miserable y deprimente atmósfera de egolatría, irredentismo, susceptibilidad y onfaloscopia. Digo que las autonomías han venido a reavivar las condiciones para que la cultura siga cifrando sus designios y dirigiendo sus impulsos sobre el delirio senil de esas egocéntricas y antiuniversales supersticiones ontológicas, verdaderos cadáveres del espíritu, tales como el palurdo vernáculo ancestral, el Verdadero Pueblo, el ser de España, la autenticidad, la autorrealización, la libre expresión de sí mismo, y, en fin, la identidad y la conciencia histórica, en las que ni por un momento asoma ya ni la remota sospecha de un objeto.

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo

¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?

Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.

¿Por qué estás viendo esto?

Flecha

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.

Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.

En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.

Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_