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San Martín Lutero King, o el ecumenismo en serio

La reciente emisión, por parte de TVE, del «gran relato» sobre el líder de la no violencia de los negros norteamericanos, Martín Lutero King, asesinado en Memphis en 1968, y la también reciente visita del papa Juan Pablo II al patriarca de Constantinopla, Dimitrios I, obligan a hacer un balance de eso que llamamos «ecumenismo» y que no sólo interesa a las iglesias cristianas divididas entre sí, sino al cuadro general de la humanidad.La primera división, en grande, de las iglesias se consumó a mediados del siglo XI, cuando el delegado papal de Roma Humberto colocó en el altar de la catedral constantinopolitana de Santa Sofía una bula de excomunión contra Cerulario y sus principales partidarios. Las razones de lo que pomposa e inadecuadamente se ha denominado «gran cisma» fueron complejas y numerosas. Cualquiera que sea la opinión personal sobre los problemas doctrinales implicados en la controversia, el historiador de hoy tiene que suscribir las palabras de Juan XXIII cuando afirmaba que las responsabilidades de la división de la cristiandad en dos partes conciernen a ambas.

Por otra parte, hoy ya nadie se cree que todo fuera debido a una discusión puramente teológica sobre el «filioque» (o sea, sobre la forma de relaciones entre el Hijo y el Padre dentro de la Santa Trinidad), sino que sospecha con razón que por detrás había razones de tipo sociopolítico muy poderosas. En efecto, poco antes del acontecimiento de la bula, el obispo oriental Nicetas de Nicomedia escribía así a un obispo de Occidente: «No rehusamos a la Iglesia romana la primacía entre los cinco patriarcas hermanos y le reconocemos el derecho de ocupar el lugar más honorífico en el concilio ecuménico. Pero se separó de nosotros por su orgullo cuando por su orgullo ocupó una monarquía que no correspondía a su oficio. Si el Pontífice romano, sentado en el alto solio de su gloria, quiere tronar contra nosotros y, por así decir, vociferarnos sus órdenes desde sus alturas, si desea juzgarnos y gobernarnos a nosotros y a nuestras iglesias, no de acuerdo con nosotros, sino a su antojo, ¿qué clase de fraternidad o qué clase de parentesco puede existir entre nosotros? Seríamos los esclavos, no los hijos, de semejante Iglesia, y la sede romana no sería la madre bondadosa de hijos, sino la dueña dura y arrogante de esclavos.»

Como vemos, si hurgamos un poco en los motivos de los cismas y hasta de las herejías, nos topamos, en último lugar, no con divergencias profundas de ideas, sino con actitudes contrapuestas en la única praxis que contradistingue a los cristianos: la praxis del amor recíproco. «En esto conocerán que sois mis discípulos: en que os amáis los unos a los otros», había dicho Jesús, poniendo con ello la praxis en el primer lugar del parámetro del «ser cristiano».

Bien está que, tras la visita del Papa romano al «papa» bizantino, se haya constituido una comisión teológica para tratar dialogalmente los puntos doctrinales que nos separan, que nos unen y que podrían converger en una futura comunión. Pero la primacía de la praxis sigue siendo el gran criterio.

Quiero decir que si las iglesias no empiezan actuando desde ya en una praxis común de amor, será inútil el itinerario del ecumenismo, que a lo sumo se convertirá en una esgrima conceptual respetuosa o en una diplomacia de formas exquisitas. Pero nunca en una comunión cristiana.

Por eso, yo propondría que los cristianos de todas las confesiones emprendieran una campana para realizar ese primer gesto de comunión en la praxis del amor. Y éste pudiera ser, sin duda, la «canonización» del líder negro norteamericano Martín Lutero King. ¿Por qué todas las iglesias juntas no se ponen de acuerdo en declarar que Martin Lutero King ha sido en nuestros propios días un «confesor y mártir» de lo que es esencial y común a todas las confesiones cristianas: el amor al prójimo en su forma más heroica y más pura? En nuestra «devoción» a san Martín L. King podríamos encontrarnos más unidos en nuestras plegarias ecuménicas e incluso en la búsqueda de nuestras coincidencias en la expresión de nuestra fe cristiana.

E incluso los no cristianos y hasta los no creyentes se sentirían fuertemente aliviados al ver que un millar de seres humanos, unidos en la comunión del amor, apoyaban esta magnífica afirmación optimista del bisnieto de un esclavo negro africano que en el mayor imperio de la época ha luchado por la libertad a través del amor: «Estoy convencido de que el universo está sometido al control de un propósito de amor, y de que, en la lucha por el derecho, el hombre tiene una compañía cósmica. Detrás de las ásperas apariencias del mundo hay un poder benigno.»

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