Alfonso de Cossío, un año más tarde
Hace poco más de un año nos dejó Alfonso de Cossío para siempre. Era un amigo ejemplar, un liberal profundo y un español señero. La amistad era en él vocación y culto. Nadie que la disfrutara olvidará nunca el generoso y delicado trato que recibían los que se llamaban sus amigos. Compartían la intimidad del pensamiento y la comunicación libérrima de juicios y críticas. La tertulia de Alfonso de Cossío, en Sevilla, era el foro perfecto de las discusiones y del comercio libre de las ideas. Dejaba exponer y escuchaba, interesado, las opiniones. No rebatía, ni antagonizaba. Un punto extremoso lo resolvía por la ironía que desembocaba en franca risotada. Y luego gustaba de los silencios en común, esas pausas de conversación que, según Peguy, son el placer supremo de las amistades. En nuestra época apresurada, en que la comunicación es difícil y los amigos reducidos, el recuerdo del gran abogado y civilista, que convertía su bufete y su hogar en acogedora mansión para sus amistades, se perfila en nuestra memoria como un luminoso testimonio que acentúa, a su través, nuestra fe en el hombre.Cossío era también un liberal profundo. El liberalismo, tan denostado en los últimos tiempos, llenó el siglo XIX con un conjunto de corrientes Paralelas, políticas, económicas y sociales, y también artísticas y culturales. En España, el liberalismo político, brota en las Cortes de Cádiz y se articula en diversos partidos hasta la revolución de septiembre, y en un segundo período, desde la Restauración hasta la República de 1931. Escritores y pensadores egregios, desde el 98 a nuestros días, inspiran con su magisterio el liberalismo literario y filosófico vigente en la España de hoy. Uno de ellos, Gregorio Marañón, definió en breves sentencias en qué consiste ese liberalismo contemporáneo nuestro. Ser liberal -escribió- es estar dispuesto a entenderse con el que piensa de otro modo y en no admitir que el fin justifique los medios. El liberalismo se ha convertido, pues, en una conducta que se debe ejercer de un modo natural, sin exhibicionismo ni ostentación. El liberal lo es sin darse cuenta, como el hombre que es limpio o es veraz. Es un talante más que una doctrina. Un modo de ser incorporado a la cultura y a la civilización modernas.
En ese sentido era un gran liberal Alfonso de Cossío, y como tal no necesitó nunca arrogarse etiquetas de partido o de grupo. Creía que el liberalismo predicaba la primacía del ideal moral sobre los intereses sectoriales de clase, grupo, región o casta, y que, en definitiva, el espíritu liberal estaba en el respeto al derecho a disentir, aunque ese disentimiento no fuera favorable a las opiniones propias. Por eso su apoyo moral y su toga profesional estaban abiertos, con ilimitada y eficaz generosidad, a cuantos Padecían persecución por sus ideas y en torno a su figura se fueron congregando gentes y personalidades dispares.
Cuando llegó la transición y empezó el proceso de restauración de los derechos ciudadanos y comenzaron las elecciones parlamentarias y se abrió, por fin, la senda constitucional, Alfonso de Cossío dio otro admirable ejemplo de abnegación política acorde con su limpia ejecutoria, en la que nunca hubo lugar para fines ni ventajas interesados. No pidió nada para sí. Ni puestos, ni cargos, ni lugar en las listas de candidatos, ni aceptó los insistentes ofrecimientos que en tal sentido se le hicieron. El había servido con efectividad y riesgo a un planteamiento liberal y pacífico que desembocara en un sistema plural democrático Con el mínimo costo social. Alcanzado o, al menos, puesto en marcha, el proyecto se consideró innecesario y ajeno a la lucha partidista, y volvió a su cátedra, a su bufete, a su tertulia y a sus amigos. Dio con ello otra lección silenciosa a los apresurados que se movían ya en torno a las pequeñas ambiciones, mostrando en cambio la gran ambición que empujaba sus actos: la de poner en pie una España moderna en la que la libertad, como decía Ortega y Gasset, fuera la ley de la cultura y en la que los derechos humanos, que son el derecho de gentes de nuestra época, estuvieran plenariamente vigentes entre nosotros.
Por eso he llamado también a Alfonso de Cossío un español señero, es decir, eminente y solitario, sin la inevitable condición gregaria que afecta al líder político. Era, por convicción, monárquico, es decir, partidario de buscar en la vieja institución de nuestra historia cauce para la actualización de la sociedad en cambio y flexibilidad para aceptar los factores esenciales y alternativos que dieran nuevo equilibrio al aparato del Estado. No era un cortesano ni un adulador, sino un hombre leal que advertía, sin vacilar, de errores y de peligros. Conocía bien la historia española, y mejor aún la psicología íntima de los españoles que durante tantos años habían llenado las aulas donde profesaba el derecho y las antesalas de su gabinete jurídico. Nada hay -salvo quizá la consulta de un médico- que sirva tanto para conocer la radiografía de un pueblo como escuchar y aconsejar y defender sus razones ante los jueces y tribunales. Alfonso de Cossío tenía de ello una riquísima experiencia y era una delicia oírle contar, en tono mitad confidencial mitad irónico, el interminable anecdotario que de sus tratos con clientes y sus actividades en estrados y tribunales había recogido.
Todavía pienso que era un argumento más que le inclinaba a ser un poco relativista y otro poco escéptico respecto a las lealtades humanas y a la buena fe de los demás.
En la corona de recuerdos que se trenza ahora en memoria de Alfonso de Cossío yo quiero aportar un ramo de las hojas del roble que es, en mi tierra vasca, el árbol de la libertad.
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