Sobre la violencia
Asistimos en estos días españoles, espantados, atónitos, indignados, perplejos, a la machacona insistencia con que la violencia (de todo signo) nos va zarandeando, va acrecentando esa interminable sensación de desencanto que nos acomete. Recuerdo a León Felipe «Aquí el hacha es la ley ... /Y el hacha es la que triunfa.» ¿Qué es lo que pasa? ¿Contra quién tanta sangre y tanta violencia? ¿Quién mueve esos hilos invisibles y criminales? ¿Es que será verdad lo que decía el poeta? «¿Quién no sabe y no siente/Que hubo también derrota de un gran ímpetu/Que ese difícil sueño de una mejor España/ Murió en la violencia/De un vasto asesinato?» (Jorge Guillén). Hoy, esa sensación me ha tocado muy de cerca.Bajaba el pasado jueves, día 18, apenas a las once de la noche, por la calle de la Princesa, en compañía de un amigo. Estafado laboralmente por una persona bastante desaprensiva, intentaba animarlo, y la conversación nos distraía lo suficiente como para no observar que un grupo de jóvenes estaba apostado ante la verja del palacio de Liria, junto a una furgoneta gris (no entiendo de marcas). Cuando, ajenos al peligro, intentábamos cruzar la calle, algo nos llamó la atención a nuestras espaldas. Al volvernos, la sorpresa se nos confundió con el horror. Aquella banda de jóvenes de dieciocho a veinte años, al grito de «a por ellos», cayó sobre nosotros, descargando puñetazos, insultos y patadas con toda la violencia y brutalidad que tiene ya en este país, desgraciadamente, un inconfundible sello facha.
Apenas recuerdo lo que sucedió en aquellos escasos minutos. En el suelo intentaba saber qué estaba pasando y encontrar una explicación a tamaño disparate, mientras protegía inútilmente, como buen miope, mis ojos, ya alcanzados por el impacto de una brutal patada. Mi amigo, que no había sido derribado, intentaba, en medio de la calzada, parar algún coche en demanda de auxilio. Cuando pude arrastrarme hasta la otra acera y levantarme, había perdido la visión del ojo derecho, con el consiguiente estado de desesperación ante la creencia de que me lo habían arrancado. Miope y cansado, es el único ojo derecho que tengo.
Ante la impasibilidad de un gran número de personas que contemplaba la escena, logramos, al fin, alcanzar un taxi. Luego, la enfermería de una clínica de urgencia, donde enfermeras y médicos intentaron calmar mi desasosiego, asegurándome que mi ojo derecho seguía en su sitio, aunque maltrecho. Diagnóstico: fractura de nariz, probable herida en la córnea derecha, contusiones múltiples. Mi acompañante, contusiones varias y un fuerte shock nervioso. Ya en unión de un matrimonio amigo nos dirigimos al Juzgado de Guardia. Ni caso a nuestra denuncia. Nos mandaron a la comisaría del distrito. Allí, poco más o menos. Mi amigo afirma que podría reconocer, al menos, a uno de los atacantes. El policía dice que da igual, pues no nos van a enseñar fotografías aunque pudieran. No hay ni una sola palabra falsamente tranquilizadora. Parece que todo esto es escalofriantemente demasiado frecuente, acostumbrado, cotidiano.
Llevo días casi inmóvil, con el peligro de que mi retina derecha se desprenda. Llevo días tratando inútilmente de recordar, tratando inútilmente de encontrar una explicación que me sirva, a por qué tanto desatino, a por qué pacíficos ciudadanos son humillados, apaleados y agredidos de forma tan brutal como gratuita. Supongo que de lo que se trata es de crear un estado de alarma, de inseguridad, de miedo... Supongo que de lo que se trata es de que los pacíficos ciudadanos abominen de la democracia y de la libertad, y añoren esas cuatro décadas ignominiosas, ese largo sueño doloroso, ese túnel del que apenas si hemos logrado salir. No encuentro otra explicación.
He dudado mucho si escribir estas líneas. Me cuesta aún esfuerzo escribir. No escribo por mi sangre derramada, no escribo por mi ojo en peligro, no escribo por mi dignidad humillada ni por mis derechos violados, no clamo por mi indefensión ni por mi impotencia. Todo esto no es más que un alarmante y estremecedor síntoma de que algo muy grave está ocurriendo en este país, a esta sociedad. De que una amenaza continúa viva, sin que nadie haga nada para derrotarla definitivamente. Mi sangre no es más que unas gotas de la mucha que está costando esta famélica y precaria democracia desde hace ya varios años. No crean que me enorgullece haberla derramado. No creo ni en las víctimas ni en los héroes. Son sencillamente innecesarios. Me da sólo vergüenza. Me asquea y avergüerza que parezca definitivamente perdida la esperanza de la convivencia en paz en este país, cuyas ansias cainitas parecen inextinguibles.
Mi respuesta individual es esta: podrán lograr que tenga miedo. Lo tengo. Un miedo atroz ante la violencia y la irracionalidad. Un miedo incontenible ante lo absurdo e injusto. Pero nada ni nadie podrán hacerme abominar de la libertad, que es la que debe fundamentar toda democracia. Así como ninguna dictadura (la de Franco, tampoco) puede arrebatarnos la libertad interior, tampoco la dictadura de los puños, de las cadenas, las patadas y las pistolas podrán arrebatarnos la fe en que la auténtica democracia sólo se consigue con más libertad, eso sí, pero también con más justicia.
(Acabo de escribir y me doy cuenta que he invocado, tal vez sin querer, graves palabras: libertad, justicia, democracia, Constitución... Palabras que figuran en el decálogo de todas las demagogias.
Palabras que ya perdieron su significado y frente a las cuales, hace ya mucho tiempo (tanto como abomino de toda praxis política), he sentido un serio escepticismo. No sé. Tal vez sólo sea cierto aquello:
«Las tinieblas terminan en tinieblas/Que no terminan», tan escalofriante. Tal vez lo único que nos quede pedir sea lo que mi generación cantó con fiebre de juventud y música de Bob Dylan:
«Que me paren el mundo, que quiero bajarme»).
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