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Prestigiar las instituciones de la democracia

Después de la Constitución ya tenemos las autonomías de Cataluña y Euskadi. Bien. Faltan aún muchas leyes que desarrollen el texto constitucional, pero ya no es aventurado decir que el aparato jurídico-institucional del Estado va perfilándose en un sentido progresivo, salvo en casos, como el del divorcio, donde el partido del Gobierno se deja arrastrar por su indeclinable tentación derechista. Muy pronto, el Estado español podrá lícitamente alinearse en Europa como un país políticamente avanzado. Hay que congratularse de ellos y felicitar a la clase política parlamentaria, su principal artífice. El balance sería menos positivo si se contrapone con los logros, harto menguado, en materia social con la reforma fiscal en vía muerta, con un proyecto de estatuto de los trabajadores inaceptable en demasiados puntos, la devolución del patrimonio sindical durmiendo el sueño de los justos, los recortes dados a las pensiones y a los receptores del seguro de paro, etcétera. Por no hablar, claro, de temas como el del desempleo o el campo anda luz, que dan la sensación de estar dejados al arbitrio de una economía de mercado a la más vieja usanza liberal.Todo ello es cierto. Pero, insisto, el balance estrictamente jurídico-político es netamente positivo cuando apenas quedan unos días para que se cumplan los cuatro años de la muerte del general Franco. Muy pocos soñaban entonces que en 1979 estaríamos donde ahora estamos. Y no deben «doler prendas» para decirlo. Y, sin embargo, la vida política española sigue adoleciendo de falta de planteamientos de base, de vicios autocráticos y de ausencia de garra popular.

Cuando los políticos hablan, y lo hacen a menudo, de la debilidad de la democracia, curiosamente, no están haciendo ningún tipo de autocrítica, de todo punto necesaria, sino traspasando la culpa de esa debilidad a agentes externos que, a modo de «chivos expiatorios», sirven de pretexto y coartada a los propios errores. Naturalmente, no es que el terrorismo, la extrema derecha y la tentación golpista no supongan una perpetua amenaza contra la democracia. No es eso. Pero esos factores, sólo por sí mismos, no explican el desamparo y la fragilidad de que da muestras la joven democracia española ni agotan el repertorio de adversarios del régimen, muchos de ellos «infiltrados» y operantes en el funcionamiento de las instituciones.

No explican, por ejemplo, el espectáculo poco gratificante de un Parlamento que no ha logrado, por obvios defectos reglamentarios y de funcionamiento, interesar lo más mínimo a la calle. Ni que la clase política se haya replegado y cerrado sobre sí misma con escandaloso olvido del imprescindible contacto con su electorado. Los políticos españoles parecen los más autónomos del mundo y algunos incluso se permiten el lujo de sostener posturas contrarias a las que sostuvieron en la campaña electoral, sin ofrecer ningún tipo de explicación a sus votantes. Por otra parte, la autoridad mantiene usos y costumbres en el trato con la ciudadanía, en muchos casos, impropios de un país civilizado. Entre lo último están la represión física y verbal de que fueron objeto varios centenares de mujeres en el mismo Palacio de Justicia, así como el repetido silencio ante algunos casos de denuncias de torturas.

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La constante repetición de pautas de comportamiento político repletas de corruptelas y de demagogia barata, redunda en la continua erosión popular de las instituciones. Nadie se pregunta por qué algunas de éstas, básicas en todo sistema democrático, sufren un tan rápido proceso de desgaste. Es desolador, y no pasa en ningún parlamento del mundo, ver semana tras semana las tribunas dedicadas al público en el palacio de las Cortes totalmente vacías. Allí no acude nadie que no sea la esposa de algún diputado. Y a lo mejor es una suerte que así sea: los espectadores se evitan el espectáculo de ver a sus señorías leyendo en sus escaños todo tipo de periódicos y revistas, mirar a los portavoces de cada grupo para ver lo que tienen que votar y el incesante trasiego hacia los pasillos y el bar. Cuando llega el momento de las votaciones, los altavoces avisan a los diputados y éstos se apresuran a ocupar sus puestos sin, muchas veces, haber asistido al debate o haberse estudiado el orden del día. ¿Decir esto es desprestigiar la democracia o sus instituciones, o son los padres de la patria los que deben replantearse su propio prestigio y el del Parlamento? Parece que en estos momentos se estudia la reforma del actual reglamento del Congreso. Harían bien los ponentes en meditar sobre el significado de esas tribunas desoladoramente vacías y sobre esas tardes tediosas en que el hemiciclo se convierte en sala de lectura de una hemeroteca o en tertulia de amiguetes.

El ejemplo del Parlamento es ilustrativo, pero no es el único. Ahí tenemos, sin ir más lejos, a la Constitución, no obligatoria en las escuelas y, además, enseñada por los mismos profesores que no hace mucho recitaban aquella asignatura de Formación del Espíritu Nacional. O O la situación de la enseñanza en sus diversos grados. O esa total incapacidad gubernamental para hacer de los medios de comunicación de masas en sus manos, un vehículo de ciudadanía y concienciación democrática. A estas alturas, TVE debe de ser la única televisión de Occidente -y sonroja volver a hablar de la «caja idiota»- que no ofrece ni un solo programa de contenido directamente político, ni un debate, ni una polémica. ¿A qué intereses ideológicos sirve TVE? Es incluso dudoso que sirva, no vale ni para eso, a los del Gobierno, en cuanto que éste, al fin y al cabo, es el resultado de unas elecciones. Efectivamente, no se ve cómo puede prestigiar a un Gobierno constitucional un medio esencialmente antidemocrático, donde la corrupción política y la incapacidad profesional en las altas instancias se apoyan y consolidan entre sí para convertir en papel mojado los derechos, constitucionalmente reconocidos, de la libertad de expresión y de la información.

Otro ejemplo del campo informativo y para que no todo se quede en la crítica al Gobierno: ¿Qué pasa con algunas Hojas del Lunes, como la de Madrid, expresión corporativa de la profesión periodística y convertidas en un férreo bunker ideológico y profesional? En los planes del señor Ansón para buscar empleo a los parados periodistas ¿entra también la revisión del planteamiento de las hojas del lunes?

Este régimen, como cualquiera, necesitaría como fuese y frente a sus numerosos adversarios, muchos de ellos dentro del aparato y cómodamente instalados en las poltronas en que les instaló la dictadura, iniciar una sólida campaña de prestigio de las instituciones democráticas. Pero, cuidado, no confundir esto con la complacencia, el autobombo y la ramplonería propagandística a que se nos tiene acostumbrados. Ni mucho menos, con la ausencia de crítica y con ese perceptible inmovilismo que agarrota iniciativas y hace girar la política española sobre un mismo eje de mediocridad y falta de estímulos. Se ha dicho muchas veces, pero conviene repetirlo: el único modo de fortalecer una democracia es profundizar en ella, no haciendo la vista gorda sobre sus indudables defectos ni echando tierra encima de sus servidumbres. Si la democracia española no consigue prender en la calle, si ésta se despolitiza y «pasa» de las instituciones, si éstas son incapaces de labrar su propio prestigio, la culpa desde luego no es de la gente que, como es lógico, tiene menos sensibilidad para captar los cambios estructurales, ciertos, que una realidad cotidiana marcada por el continuismo, la ausencia de perspectivas populares y la falta de una ética y una moral genuinamente democráticas. Porque una cosa es el cambio, y otra muy distinta, la percepción de ese cambio.

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