Las dos músicas religiosas
La vida musical del otoño italiano se arracima en tomo a la Sagra Musicale Umbra, muy pendiente este año del Requiem de Cristóbal Halffter: con tradición de más de treinta años, en maravillosos espacios, en los templos y salas de Perugia y de Asís, lo antiguo y lo nuevo de la música religiosa se acerca a través de muy buenos intérpretes. Estas semanas de música religiosa han pasado de ser una cierta excepción a funcionar como resumen de algo muy típico de nuestro tiempo, porque ahora mismo, en la Roma desierta de conciertos, con la ópera en desatada crisis, no hay noche sin anuncio de concierto coral o de órgano en alguna iglesia: lo acabo de oír en la Magdalena a templo lleno, con silencio hondo, con cadencia de muy fuertes aplausos. ¿Razones de esta moda? Alguno señalará como causa ese constitutivo de «grandeza» que presenta el cuadro de solistas, coro y orquesta. Algo hay de eso: en la fiesta de la Democracia Cristiana, la asistencia en masa y el entusiasmo en cima, se han logrado en torno a la Misa solemne, de Beethoven, mientras que la fiesta comunista de Milán -«cosas veredes»- rendía culto al vals (eso del vals: ¿capítulo también del eurocomunismo?). Analistas literarios más finos recogen lo anterior, pero añaden la neta y simbólica claridad del texto: por ahí caminan las razones de Benet en su ensayo, estupendo y discutible, estupendo y a ratos equivocado, La moviola de Eurípides, que reclama otra respuesta en ensayo, si bien sólo la aparición en Música en España es ya motivo de enhorabuena. Creo sinceramente en la necesidad de ir más a fondo partiendo del hecho, todo lo contrario a lo pintoresco, de que la Smith, dictadora del rock, meta a Dios y a la Virgen en las letras y en la música de su colmado histerismo. Alguno habla, citando a Karl Barth, de una victoria «luterana» en el sentido de que, desde la abolición de la misa por Lutero, la música coral, sin más, es «culto divino»: algo hay también de eso pero, ojo, que Barth pone como constitutivo lo que no se da en los conciertos: la predicación. La verdad es que esa moda responde a un muy serio afán de misterio, a un vago clamor hacia Dios. Los no practicantes de mi juventud afirmaban sentir más la presencia de Dios en un paisaje que en el templo. Ahora van al templo, a ese otro bosque de columnas, buscando música y silencio, con gusto de oír seriamente y en común: se quiere descansar de los ruidos, se pasa del terrible barullo de la plaza del Panteón al recogido ambiente de la Magdalena y, dando la razón a Benet, viven lo que va de Gloria a Credo. Le cuento lo que me cuentan y me conmueve: en un concierto, al sonar el Agnus Dei, de Mozart, cuando llegó el Da nobis pacem, la gente se dio la paz como en la misa. A pesar de la vaguedad, de la ausencia de plática, esas músicas crean una como esperanza tímida, un tartamudeo de oración, un pensar que esa audición no es totalmente pasiva: esa música, inseparable de su mensaje, inseparable de la proclamación de la fe, dejará flecos, relieves, ecos, pues no puede tararearse sin las palabras, y al menos las breves y llenas -Alleluya, Pax- serán semilla de otra memoria que pugna por nacer.Bien o, mejor dicho, mal: en contraste con esa multitud y riqueza de los conciertos sacros, la miseria, esta es la palabra, de la música en el culto. Cuando empezaron las semanas de música religiosa de Cuenca yo mantuve una protesta y una tristeza: protesta contra la necedad de prohibir los aplausos -buen pretexto para ensayar menos- y tristeza por el contraste entre la brillantez de los conciertos y la pobreza de música en la catedral. Más gordo y más culpable es el contraste en Roma: casi no quedan ni las migajas de lo que fue gran tradición de la Capilla Sixtina, y eso en Roma, donde el latín es obligado para la participación de todos. A mí me gusta, me parece justo y me emociona que la masa en la plaza de San Pedro cante a voz sin grito el pálido gregoriano de la Misa de Angelis, pero ¡cómo se lucharía contra otros gritos, contra el barullo más o menos folklórico, si desde el templo y para la plaza se enviara más y mejor las músicas de Morales, de Palestrina, de Victoria! Dicen que el turismo en masa no está para esas exquisiteces, pero el turismo no admitiría que hubiera en los museos cromos en lugar de cuadros. Esos cálculos de la musicoterapia sobre el daño de la falta de silencio y la sobra de ruido pueden aplicarse también a la vociferación en los templos: es una pena y un daño, pues lo que cuenta Ramón Chao de Guadalupe no es excepción, sino cotidiano martirio. No faltará quien vea como política «confesional» lo de dirigir, subvencionando, la buena música de los templos: no es así ni se puede tomar en serio esa opinión, aunque la Roma vaticana no necesitaría subvención para que la misa de sus domingos fuera museo vivo. Estoy oyendo la sonriente objeción: «Quiere ese cura que con el aliguí de la música nos suelten el rollo de la predicación.» Pero hombre, puede no ser rollo, y aunque lo fuera un poco: el vals de la fiesta comunista era aliguí para escuchar discursos, y el Beethoven de la Democracia Cristiana era aliguí para soportar a Piccoli.
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