En un mes, más de cuatrocientas personas a disposición judicial
El aumento diario del número de asaltos permite afirmar que hoy, más que nunca, conviven en Madrid una ciudad legal y una ciudad parásita, que vigila permanentemente las cerraduras y las cuentas corrientes de su compañera. Sólo en el mes de julio, las comisarías madrileñas pusieron a disposición Judicial a 404 presuntos delincuentes, de los que 182 pasaron a prisión, y cuarenta han sido liberados ya. La Brigada detuvo en acciones autónomas a 127. De éstos, 93 pasaron a disposición judicial, y 78, a prisión; en el mismo mes dejulio, veinte fueron puestos en libertad. Todos estos delincuentes admiten una primera clasificación: o son juveniles o son mayores de edad penal. El siguiente reportaje de Julio-César Iglesias, cuyos datos fueron facilitados por la policía, se inspira en los historiales de el Colega, un fámoso delincuente juvenil, y de el Alfredo, un mayor de edad penal que presenta casi un récord de arrestos.
Es difícil saber cómo empezó todo. Nadie recuerda con exactitud la marca de su primera navaja, ni el daño de la primera herida; la memoria, que parece esconder en un mismo rincón el dolor y la ira, sólo devuelve a veces, en mitad de un grito, «¡venga: el dinero o te mato! », la vaga imagen de un espacio intercostal, la sangre y el filo. En ciertos momentos, como éste, los delincuentes juveniles saben, sabemos, que acaso hay una furia de la que es imposible volver: una noche quieres irte a Cuenca, a fliparte en la Ciudad Encantada, y descubres que el modo más sencillo es abrir cualquier seiscientos, hacerle un puente y ponerlo en marcha; nadie vuelve a ser el mismo cuando comprueba que entre: Cuenca y Madrid sólo hay un puente o que, tal como se suponía, entre el pastel y uno mismo sólo hay un cristal. Ahora es la una de la, madrugada, y los otros y yo estamos esperando que alguien pase por la esquina para afanarle la cartera y, si hace falta, para romperle: el cristal. A veces, los coches robados llevan a la comisaría y al Tribunal Tutelar; bueno, ¿y qué? Dos días después te echan a la calle, con una mano delante y otra detrás, ante el escaparate de una pastelería, o ante el vendedor de jach de los billares. Dicen que nos hacemos delincuentes por las malas compañías; dijo un cura en una charla, que no hay peor compañía que el desempleo, y decía mi padre en Peñaranda de Bracamonte, provincia de Salamanca, que sólo hay, una cosa más dura que vivir peligrosamente: vivir de acuerdo con la ley. Todo lo que ocurre, «vigila allí, Chiqui», es que un día pueden matarte, como a el Jaro, o trincarte en un descuido, como a el Colega. Por cierto, ¿qué será de el Colega? El Colega, es decir, F. J. P. M., ha sido uno de los más rápidos en aprender el oficio; tan rápido como el jaro, el Fitipaldi o el Gasolina. A, los quince años maneja las herramientas mejor que nadie. Suele ir por ahí con dos revólveres de fogueo y una auténtica escopeta de cañones recortados, siempre cebada, supongo, con cartuchos de postas loberas. Los revólveres son negros, fríos y simples, como esquelas mortuorias pavonadas, y la recortada, el sueño de todos nosotros, resuelve cualquier problema que esté a menos de diez metros de distancia. Convenientemente empuñada, es capaz de derribar con absoluta docilidad y de un solo disparo a dos hombres o un tabique. Se fabrica a partir de una escopeta de caza; hay que aserrarle con cuidado los cañones y la culata, de manera que el resultado final es casi idéntico a una antigua pistola de duelo. Las recortadas sólo presentan la dificultad del retroceso. Conviene asirlas firmemente por el culatín y reforzar el pulso sujetándolas con decisión por la base de los cañones. Algunos les aplican una bandolera de cuero fino o simplemente de cordel para asegurar la presa. El Colega empleaba el révolver para los trabajos pequeños, y la recortada, para grandes golpes, ¿que será de el Colega, Chiqui? La sirena de una ambulancia sobresalta a el Chiqui por un segundo. Alrededor, la estación subterránea sigue vacía; ningún intruso altera la sombra de las grandes columnas, el Renault sigue en su sitio con las puertas abiertas, la luz baja puntualmente de la carcasa partida del farol, el viento confunde en un remolino varios envases de plástico -y el prospecto de propaganda de una urbanización: cada cosa está en su sitio. Cuando el Chiqui consígue tranquilizarse al fin, seis kilómetros más allá, un funcionario deja caer sobre la mesa un informe de circulación interior en la Jefatura Superior de Policía. Alguien comienza a leerlo en voz alta. «Un grupo de inspectores de la comisaría de Getafe ha detenido a F. J. P. M., de quince años, alias el Colega ... » «... El Colega es presunto autor de diecisiete atracos, quince robos a distintos establecimientos, 45 tirones y de la sustracción de unos 85 turismos. Está conceptuado como muy peligroso. Utilizaba una escopeta con los cañones serrados, además de dos revólveres falsos. Se calcula que en los últimos cuatro meses puede haber cometido en realidad unos cincuenta atracos, otros tantos robos y que ha podido sustraer unos doscientos automóviles: utilizaba al menos dos de ellos por día, y en el momento de su detención le han sido intervenidos siete. En el curso del atraco al bar Galindo, en la avenida de Moratalaz, número 199, hirió de un disparo a Agustín Marín Rodríguez, y en el bar Sol, en la calle del Arroyo de la Media Legua, número 1, disparó también contra una segunda persona. Ha cometido siete de dichos atracos en el propio barrio de Moratalaz, y cinco, en panaderías. Ha expoliado tiendas de ultramarinos, bodegas, cafeterías y pubs, preferentemente en horas de cierre. Ha sido arrestado por tres veces en los últimos cuatro meses; en junio, por atracos, y en mayo, por violaciones. Actuaba en complicidad con dos delincuentes más, que aún no han sido localizados. Esto es todo. Por cierto, ¿que será de el Colega? ¿Le habrán puesto ya en libertad?»Alguien se acerca a la esquina que defiende el Chiqui. El viento parece haberse detenido. La farola emite una luz helada, como un recorte de luna, y los pasos parecen latidos, tap-tap, tap-tap, tap-tap. En mitad de un grito -«¡Venga: el dinero, o te mato!»- comienza a definirse vagamente un espacio intercostal.
Llega la ambulancia a Generalísimo. Al oír la sirena, un hombre joven apaga la luz, y luego descorre lentamente las cortinillas de la terraza: «Tranquilos, es una ambulancia. » Inmediatamente, un compañero reanuda el inventario del material: «Dos pasamontañas, dos medias, bolsa de lona, dos recortadas, dos pistolas. A propósito, ¿habéis limado el número de la última pistola? A ver: todavía se nota algo aquí, a la derecha; dadle un repaso. Vamos a repetir el plan, que faltan exactamente cuarenta minutos. Tú esperas en la esquina con el coche en marcha; los seguros de las puertas tienen que estar desconectados. Nosotros cuatro nos acercamos al local, yo llamo al timbre, vosotros sujetáis al vigilante, tú le das un golpe fuerte en la cabeza con la matraca, y tú le desarmas y guardas su revólver en la bolsa de lona, no vaya a perderse, como la otra vez. ¿Habéis pagado el alquiler de los pisos? ¿El del chalé de El Escorial no? Mañana, sin falta, habrá que pagarlo. Tú, saca la botella de Chivas, que vamos a celebrar eléxito del golpe por adelantado. Ojo: no hay que perder de vista al encargado ni al cajero; parecen peligrosos. Que nadie dispare si no es necesario.» Cinco minutos después, la luz se apaga detrás de las cortinillas; tres horas después la luz del gran salón de un chalé se enciende; seis horas después, en la Jefatura Superior de Policía alguien anota los datos del atraco de esta madrugada. Huele a barniz fresco y a tinta, no se vislumbran huellas dactilares sobre los pomos dorados de las puertas: «¿Huellas? Tenemos un informe completo sobre la banda de el Alfredo, con todos los delitos probados. Voy a leerte. Efectos intervenidos: diez millones de pesetas en efectivo; un brillante valorado en siete millones de pesetas, propiedad de Angel Donoso Arijo, a quien se lo habían robado en Málaga; diez vehículos valorados en cinco millones de pesetas, varias porciones de heroína, cocaína, jachís y 515 dosis de LSD. Cinco armas cortas de fuego con los números de fabricación limados, cuchillos de monte, pasamontañas, dos balanzas de precisión y documentos manuscritos en los que se registran las transacciones de droga. Adjuntamos las siguientes recomendaciones, de interés para los funcionarios: los detenidos mayores de edad penal pertenecen a una categoría de delincuentes avezados que tienen gran propensión a integrarse en bandas o grupos, con estrecha relación e interdependencia entre sus miembros. Disponen de vehículos nuevos y rápidos, y de documentos falsos de recambio. Se mudan de domicilio continuamente. Frecuentan ambientes de lujo, despilfarran grandes cantidades de dinero en diversiones y en bebidas de primeras marcas. Comportamiento en los interrogatorios: niegan lo más evidente, dicen desconocerse entre ellos y no saber nada de los efectos que se les ocupan, y añaden que es la propia policía quien los deposita para inculparles. Han tratado de justificar la procedencia del dinero de la siguiente forma: en un casino de juego compran, por ejemplo, fichas por valor de un millón de pesetas con el producto de sus robos. Después de jugar pequeñas cantidades, cambian las fichas por dinero y exigen que en caja se les certifique la cantidad que reciban. Luego alegan que estas novecientas mil las hemos ganado en el casino. He incluido el historial más próximo de José Ramón Fernández Hombre, alias el Alfredo. Sí, sí: detenido unas dieciocho veces. En un quirófano de la Ciudad Sanitaria La Paz, los cirujanos trabajan apresuradamente en un espacio intercostal.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.