Pena de muerte

Desde hace unos meses, y como consecuencia del trágico balance de diversos atentados terroristas, se viene oyendo hablar, tanto en la calle como en determinadas publicaciones,de un eventual restablecimiento de la pena de muerte en España. No estaría de más insistir -en lo que la pena de muerte significa, esto es, el hacernos a todos partícipes de una violencia y de un método (el de matar) que sólo a los asesinos corresponde, y que en una sociedad civilizada sólo a los que aspiran a reputarse como tales debería corresponder. Pero no es la pena de muerte en sí lo que me asusta, sino esa locura, apenas disimulada, esa psicosis irracional que lleva a muchos a creer que se sentirán más satisfechos -más felices incluso- si rueda la cabeza del asesino cuando ruede la de su víctima. Es humano que la muerte de personas inocentes genere sentimientos de ira o de rabia, pero no puedo admitir que tales sentimientos cieguen a nadie hasta el punto de llevarle a opciones tan degradantes o inhumanas como aquellas que los originaron. Confieso que siento más vergüenza que indignación cuando hallo personas tan prontas a identificarse psicológicamente con los criminales y a ponerse ellas mismas a matar también, con la diferencia de que esta vez no se mancharían ellas las manos de sangre: el Estado sería el agente del escarmiento (si así se puede llamar a la pena de muerte). Si el Esíado puede matar en nombre de los ciudadanos, yo me atrevo a rogarle que por mí no se tome esa molestia, por favor. Yo, por mi parte, cedo gustoso el privilegio de matar a los asesinos y renuncio a fomentar la violencia de una sociedad que los produce en tal cantidad. Si esa violencia es el inevitable signo de nuestro tiempo, pues que maten ellos. Que maten ellos.