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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

El país más aburrido de Europa

LOS CIUDADANOS de esta comunidad de comunidades están desertando las salas del teatro y del cine; parece necesario recordarles que huyen de un deber para consigo mismos -el de enriquecer su cultura, el de darse argumentos para su juicio- y para con unas artes nacionales que no pueden vivir dignamente sin ellos. Esta, admonición sería parcial e injusta si no se recordase al mismo tiempo a los creadores de estas artes que es efectivamente una forma de cultura la que tienen que producir, y que la vieja virtud de su oficio consiste en producirla de forma que sea atractiva, por cualquiera de las vías que define la retórica: desde la trágica a la cómica.No lo están haciendo. España es hoy uno de los países más aburridos del mundo occidental. Esto se debe en parte a los malos oficios de quienes tienen que producir espectáculos para sus conciudadanos y han llegado a un punto en el que han confundido cultura con monserga y antigualla, atracción con procacidad y desparpajo. La cartelera es una desolación. Hay títulos que se incrementan con frases publicitarias temibles: «Tres parejas hacen el amor a lo bestia», «La mayor burla del sexo», «Todo el refinamiento oriental al servicio del sexo», «Mucho vodka y pocas bragas», «Los temas más escabrosos ocurridos entre colegiales de las universidades del mundo», «Los amores de una muñeca demócrata y un robot made in USA»... No es cuestión de alarmarse, como los equívocos y políticos moralistas, por la «ola de erotismo que nos invade»; que ojalá fuera erotismo, cuando sólo es mala calidad: mal cine y mal teatro. Cuyos responsables son los primeros en reclamar subvenciones para salas astrosas, supresión de impuestos e incluso confinamiento para los espectáculos que, al no ser los suyos, llaman zafiamente «de izquierdas».

Este tema de las subvenciones está creando un problema: el del intermediario estatal entre la programación y el público. No se programa para el público, sino para recabar algún dinero de las paupérrimas arcas estatales. No se cuenta con que el público sostenga el espectáculo, sino para poder trabajar con pocos espectadores, o incluso con ninguno, pero con un libramiento de algunos millones en el bolsillo. Libramiento que, ya se sabe, resulta insuficiente y a veces se tarda años en cobrar -como pasa en el cine-, pero que obliga a una producción que no es la que el público necesita, ni tampoco la que puede tener una calidad de ejemplo. Este es uno de los problemas que tiene un tipo de régimen confuso que practica una mezcla entre la intervención estatal y la iniciativa privada, de forma que no prevalecen ni la una ni la otra. Así, los productores de cine y teatro viven en un estado de indefinición, de suspensión, en el que no saben si su deber es agradar al director general de turno o atraerse por cualquier medio al público; y en último caso, sí satisfacer sus, propias necesidades de expresión artística.

El público no va al teatro y al cine, cuando deberían sustentarlo; los productores no hacen un teatro o un cine que atraiga la cantidad de público, dentro de la calidad imprescindible y de la expresión necesaria, como para mantenerlo. El Estado tiene una política cambiante e indecisa. Los autores escasean, los actores hacen más por defender sus puestos de trabajo -como respuesta a una secular indefensión- que por procurar un progreso en el camino del arte -abandonando una también secular vocación-; los empresarios quieren buscar el dinero del Estado. En cuanto a los espectadores, son un misterio. Las estadísticas coinciden en señalar el descenso en la venta de localidades de teatro y cine; el fútbol atraviesa crisis de público, y la televisión acusa un descenso de audiencia que llega a los dos millones de espectadores.

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¿A qué se dedican los ciudadanos del país más aburrido de Europa? Cualquier sospecha de que han vuelto al hábito de la lectura debe ser desechada; y no hay que creer que sientan un repentino fervor por el trabajo. Quizá se hayan vuelto catatónicos y contemplen la pared de enfrente, que no está subvencionada.

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