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Gaudí en Florencia

Todo el centro de Florencia abunda en carteles que anuncian el homenaje a Cataluña, homenaje que giraba en torno a la obra de Joan Miró; escribo que giraba porque, sin mengua de la importancia del pintor, la llegada de Gaudí monopoliza toda la atención. En la sala de armas del Palazzo Vecchio, a la hora de un calor para el máximo desaliento, se arracimaban muchísimas gentes llevando en vanguardia, junto a la representación oficial, un muy bullidor grupo de arquitectos jóvenes. Muy bueno el discurso oficial del profesor Basagoda, historiador barcelonés de la arquitectura; breves y exactos los discursos de las autoridades, y justa y vivamente polémico lo dicho por los arquitectos italianos, al señalar de manera precisa la actualidad de Gaudí, con empleo para su obra de toda una carga de mensaje ecológico. La exposición, titulada Cincuenta años después, bajo el patrocinio de la Dirección General de Relaciones Culturales, viaja con gran éxito por Europa, pero creo que en Italia va a encontrar algo más que eco, pues hay todo un preparado subsuelo de atención y de estudio. ¿Puede verse como azar el que Antonioni escogiera para secuencias bien dramáticas de El reportero perfiles y perspectivas del Gaudí más alto?Escribo sobre Gaudí sin ninguna pretensión de invadir campos ajenos: tanto el escueto catálogo oficial como el grande y esplendoroso que ha editado Florencia cumplen muy bien su misión, muy meritoria si se recuerda que Gaudí, pródigo en obras y en ensueños, fue bien parco en escritos. Yo quisiera llenar un vacío y prolongar un capítulo. Llenar el vacío de siempre: Gaudí es inseparable del ambiente de la Barcelona musical de su tiempo. Me dolió y me sigue doliendo que Jesús Pabón, el gran maestro de la historia catalana, se olvide de Gaudí, de Millet y del Orfeó, olvido casi increíble, pues Pabón fue un muy inteligente amador de la música. No basta, aunque ya es mucho, recordar el wagnerismo que rodeó a Gaudí; se puede, sí, llamar «parsifaliana» su concepción del coro de la Sagrada Familia, pero hay que ir más allá. En primer lugar, porque Gaudí vivió ese wagnerismo no sin vivir también esa punta de humor que hace adorable el renacimiento literario de Cataluña, humor que desagua muchas corrientes de provincianismo. Una de las veces que fue a la tertulia de Els Quatre Gats coincidió con el grupo que comentaba el estreno de La Walkyria y oyó a Rusiñol la siguiente delicia: «A mí lo que me parece mejor y más teatral es el final. Aquel dios tuerto que pega fuego a la montaña, pero que antes de dormir a su hija la asegura de incendios. Lo encuentro muy conforme con los sentimientos paternos. Es un buen padre. No hay nada que decir. » Wagner, sí; pero más el canto gregoriano, más el continuo contacto con Montserrat y, sobre todo, la amistad con Millet, con el Orfeó, que si construye a lo Gaudí su Palau, sabía colocar la música de Bach como contrapeso del wagnerismo. Y lo que quise recordar a los de Florencia: eso que el mundo en torno al Orfeó hizo con la canción coral catalana está muy cerca, pero muy cerca, de lo que piedra y parque son en Gaudí. Si el wagnerismo es inseparable del impulso creador de la alta burguesía catalana, la «canción» del Orfeó es inseparable de lo que Gaudí quiso tanto: el afán cultural del barcelonés artesano, singular cultura que comienza ya en tomo a los coros de Clavé.

Lo anterior es inseparable de lo que sí se cita, pero en lo que es necesario insistir: su profunda y singular religiosidad. Amante de Montserrat, preocupadísimo por la liturgia, fue un devoto ejemplar. La repetida foto de Gaudí llevando su vela en la procesión del Corpus no basta. Su religiosidad fue viva, ardiente, volcada en caridad, polémica cuando hizo falta, muy lejana de ese catolicismo «esteticista» que se puso de moda y que deseaba tener a Eugenio d'Ors como pontífice. Ahora, en vísperas del gran homenaje a Josep Pla, entresaco de su famoso Cuaderno gris la descripción de esa religiosidad, que no era la de Gaudí: «Josep María Capdevila y Joan Climent -orsianos de primera línea pretenden representar una especie de neocatolicismo abierto, limpio, sin telarañas y zonas de sombra, con ropa limpia, dientes limpios, antirrural, anticarlista, sin trabucos, sin rapé, con sotanas aseadas, beatas tolerantes y peluquería normal y correcta.» «La dirección de nuestro espíritu es más importante que su progreso y prefiero al que hace amable el vicio que al que degrada la virtud.» Estos son pensamientos de monsieur Joubert. Son magníficos. Climent rompió con dos o tres amigos porque les oyó blasfemar groseramente. Si estas personas le hubiesen contado la procacidad más cruda finamente, con suavidad, léxico escogido, dicción escogida y maneras distinguidas, las hubiera escuchado perfectamente. Los jóvenes de que hablo defienden la confesión por razones de higiene psicológica, y la comunión, como un ejercicio de disciplina y de perfección. Es un catolicismo -me parece- a la manera belga, confortable, de piso de cincuenta duros (Pla escribe esto en 1917), agua corriente, cuarto de baño, curas y monjas en bicicleta, etcétera.

Destaco estos dos capítulos, inseparables de la obra de Gaudí, porque van unidos a lo más noble, a lo más creador e incluso a lo más sutilmente antiburgués de la vivísima Barcelona de más de medio siglo. Gran batalla ganamos en la Academia de Madrid al lograr que se declarasen monumentos nacionales edificios y parajes con menos de cien años de edad, exigida y tradicional patente de «antigüedad»: sin Gaudí y sus seguidores esto hubiera sido imposible. Tampoco es un azar que un arquitecto como Domenech, autor del Palau, viviera su actuación de político catalanista como unida a la labor de Millet y del Orfeó. Si Gaudí se mete en un corazón de Castilla como Astorga, Millet, con su Bach y sus canciones, viene a Madrid, sube a Zaragoza después, contrata a Schwitzer y a Bruno Walter y llena de admiración, de pasmo, al París de Maurice Ravel. Ahora es moda la atención a Cataluña: bien está, ya lo creo; pero un buen repaso a figuras como las de Maragall, Pedrell, Millet -amigos para una obra común- contribuiría a matizar lo que hoy puede parecer sólo diálogo de políticos listos. Dios me libre de renegar de ese diálogo, pero creo que una constante profundización en el grande y no lejano pasado obliga mucho a quienes decían, decíamos, lo anterior cuando escribirlo estaba prohibido. Perdón por la anécdota personal, pero la creo significativa: hace siete años me enteraba por los periódicos de mi cese como comisario de Música, casi al día siguiente de recibir un cariñoso homenaje de los músicos catalanes. Y hace muchísimos años, casi cuarenta, Dionisio Ridruejo amparó mi indignación contra la injuria a Cambó, el Cambó de la Argentina, que enriquecía el Museo del Prado: venía mi indignación de que ese Cambó estaba ayudando de manera eficaz y discreta al Falla de la Argentina.

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