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Memoria de Adolfo Salazar

Estamos en plena polémica sobre la cultura española en este siglo que se acaba, y como siempre, desgraciadamente, la música queda al margen. Julián Marías en su reciente panorama, noblemente a la defensiva, dice que no da un índice exhaustivo, pero de hecho ningún nombre importante se queda en el tintero. Alguna exclusión puede obedecer a otras polémicas: no es este el caso de la música, estoy seguro, sino el permanecer en esa injusta constante de lejanía que tanto daño hace y nos hace. A nadie se le puede exigir que tenga a la música como inseparable de su ocio, de su ensueño, de su amor, pero sí es absolutamente exigible, a la hora de panoramas, balances y recuentos, valorar lo que los músicos, los historiadores de la música, los críticos, han aportado a la cultura española frente al mundo. Mi ya compañero y hace años alumno primero de mi clase, Alvaro Marías, pudo hacer parte de este artículo llevándole cariñosamente la contraria a su padre: divertido y ejemplar sería.Marías, al citar a los creadores, señala sus aportaciones depensamiento, aportaciones bien positivas en el mundo de nuestros músicos: así lo entendió Cruz y Raya, llamando a Falla para que escribiera sobre Wagner, llamada que es un tanto más colocado en la inquietud deslumbíadora de José Bergamín. Escribiendo este artículo recibo la traducción inglesa de los Escritos, de Falla, traducción que reproduce íntegramente la que yo preparé hace años: el pensamiento rebosa en todos y cada uno de esos ensayos, como señaló Maritain y también en Cruz y Raya. Están en librerías los escritos, bien ambiciosos culturalmente, de Oscar Esplá: su sabiduría sobre Miró, por ejemplo, deberá ser tenida en cuenta a la hora de la conmemoración. Sin los trabajos de Subirá sobre la tonadilla escénica quedaría sin importante apoyo la tesis de Ortega sobre el plebeyismo del gran mundo español del siglo XVIII. No hay por qué seguir, pero sí rematar la queja haciendo memoria del nombre y de la obra de Adolfo Salazar, puente continuo entre la música y la cultura.

En un orden estrictamente cultural me parece grave la omisión de Adolfo Salazar: este nombre y su obra tienen ahora especial actualidad con la vuelta a España de su biblioteca y de su archivo. Viaje de vuelta, porque el de ida hacia su exilio, en el año cuarenta, pudo hacerse por el cariño de Sainz de la Maza, pero no menos por la ayuda de Antonio Tovar. Una vez más debo recordar que el llamado por mí «trío de la continuidad» -Laín, Ridruejo, Tovar- nunca puso trabas, sino todo lo contrario, a la cita, siempre panegírica, de Salazar.

Escribo que me parece grave la omisión de Salazar, porque desde su mundo vivió como protagonista una época brillantísima. No hago recuento de libros porque eso exige otro, que ya saldrá; me limito a señalar cimas. Lo más sensible del mundo intelectual español se apuntó en la Sociedad Nacional de Música, en 1915, creada con el fin de alargar hacia el pasado y hacia el presente el panorama un tanto recortado de la Sociedad Filarmónica. El Salazar de veinticinco años debuta culturalmente con unas muy brillantes notas a los programas: verdaderas joyas. No es paréntesis, sino centro de doctrina, señalar que, antes y ahora, el más difícil y el más eficaz magisterio se ejerce desde los catálogos y desde las notas a los programas de conciertos: me bastan como ejemplos de ahora lo escrito por Pérez Sánchez para los grabados De Goya, y lo que hace Enrique Franco para los conciertos de la orquesta de la RTVE. Salazar, sabiendo respetar y heredar a Cecilio de Roda, da a sus notas otro aire, el exigido por la presencia como socios de Juan Ramón Jiménez, Pérez de Ayala, Marañón, Castillejo, Benavente, Azaña. No está, y de aquí viene la desgracia, Ortega: de estar, el ensayo Musicalia hubiera sido otra cosa.

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Salazar es inseparable del trascendental esfuerzo cultural de El Sol. No es sólo, con ser mucho, a través de sus críticas musicales, verdaderos ensayos de europeísmo, leídas por todos, sino también por su extraordinaria calidad de crítico literario, abarcando campos tan poco frecuentados como el de la literatura inglesa. Es asombroso, conmovedor, que un autodidacta, con un primer ganapán en el cuerpo de Telégrafos, sea ya, a los treinta años, uno de los hombres de más refinada y vertida cultura. Por eso está en la Revista de Occidente, discípulo y de alguna manera maestro del Falla de Granada, ese Falla del quijotesco Retablo de Maese Pedro, del que nada dijo el espectador y meditativo Ortega. Salazar es inseparable de la generación del 27: lo han dicho sus poetas músicos y lo escribió como nadie Luis Cernuda en prosa funeral y alegre a la vez. Salazar es crítico absolutamente europeo y se coloca en primerísimo lugar de la crítica europea, la critica de los grandes escritores, cuando publica El siglo romántico. Insisto en no hacer recuento de libros, pero insisto no menos en que todos, sin excepción, desde los dedicados a Cervantes hasta los tratados sobre música moderna, entran de lleno en la Sociología de la cultura, que él recibió y nos enseñé a recibir en nuestra juventud. Por eso señalo que es injusto olvidarlo, y yo diré que culpable, no haberlo leído, marginarlo siempre.

No es cosa baladí esta falta de musicalidad que baja desde muy arriba, desde los políticos -me sobran los dedos de la mano para señalar las excepciones, algunas paradójicas, de La Cierva, Cambó, Calvo Sotelo, Azaña sobre todo- hasta el español medio sin que nos engañe la mayor o menor penetración de la moda hacia el concierto como espectáculo. Es constante histórica desde la Contrarreforma, se hace desgracia con la repulsa de Carlos III y sólo encontramos estímulo y consuelo en lo que hicieron los discípulos de don Francisco Giner: pensaban, con mucha razón, que el paso del piano de don Francisco y del armonio de don Benito a la música vivida en la escuela era contribuir a crear un tipo de español más sensible, más tierno, más amoroso, más digno en su ocio. Y eso sigue siendo actual en exigencia y en pobreza de respuesta.

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