La reforma de la prisión: historia y filosofía / y 2
Director general de Instituciones PenitenciariasLa idea de asegurar al reo no es ciertamente nueva en el campo del Derecho penal; por el contrario, y desde distintas ópticas, el determinar su custodia figura desde los anales del ordenamiento jurídico punitivo. Bien sea al cautivo, al es clavo, al deudor o al infractor de la norma en espera de juicio, el incipiente poder estatal conoce mecanismos que permiten y autorizan el control de las personas, con caracteres, generalmente, de extremada dureza y rigor, pues no en balde Sellin, al buscar precedentes de la pena privativa de libertad, los cree encontrar en los trabajos forzados en régimen de esclavitud.
Todos los derechos antiguos y ordenamientos medievales conocen la prisión como retención, la «cárcel de custodia» en la formalización clásica de Ulpiano, repetida por Las partidas o el Libro de las costumbres de Tortosa. Es la primera fase histórica de la pena privativa de libertad, opinión prácticamente unánime de los especialistas, al margen de claras excepciones, como las prisiones de Estado, la canónica o la modalidad de encierro de corta duración, contemplada en algunos estatutos de las ciudades renacentistas italianas o en ciertos fueros municipales españoles. La retención del reo agota así su sentido más procesal que penal. La posterior sentencia condenatoria, en su caso, previo proceso y juicio, ya no conocerá el aislamiento entre el arsenal de castigos; las sanciones corporales (pena de muerte o mutilaciones diversas), infamantes o pecuniarias (multas), como ha demostrado Beristain, constituyen el repertorio punitivo que el Estado aplicará al considerado culpable.
Durante todo el largo período histórico ahora reseñado, que finalizará en las postrimerías del siglo XVI y con más propiedad al término del XVIII, la sociedad no alcanza otra conciencia acerca del tema más que la bondad del sistema de custodia; el encierro del presunto culpable es, en cualquier caso, un bien necesario e imprescindible, perteneciente a la categoría filosófica de lo intrínseco a la naturaleza de las cosas, bueno per se y contrapuesto al más absoluto del delito, por cuanto restaura el orden social y político atacado; poco preocupan las condiciones de la sujección personal o los locales donde se retiene a los reos, pues el destino de los condenados será aún más cruel: la horca o las tenazas amputadoras esperan llevar a efecto su tarea y nadie se extraña por ello, antes, por el contrario, la publicidad morbosa y ejemplarizante acompaña a la justicia penal en esta extensa etapa, como ha narrado como pocos Huizinga, en contraposición a la nueva época que se inicia.
Diversas causas producen el cambio de rumbo en la filosofía penal y penitenciaria, y todas ellas tienen, como origen común, un profundo deseo de reforma humanitaria de las leyes y prácticas punitivas que, con caracteres medievales, rigen en los Estados modernos de Europa: es la época de los discursos literarios en las tertulias amigables; de la presentación de obras escritas a los concursos literarios especializados; de recorrer los países acumulando horrores y proponiendo soluciones; es el momento histórico de Beccaria, Marat y Howard: la época de los reformadores, como la ha llamado Eriksson.
Pero llegar a ella no ha sido fácil. Un largo recorrido de obstáculos ha tenido qué vencerse y, de entre todos ellos, el primero fue lograr el cambio de mentalidad adecuado; se trató, una vez más, de convencer: era el momento de «los poco luminosos orígenes del Iluminismo», en frase de Tarello.
Desde distintas perspectivas muy diversos autores han interpretado la mutación: desde Hentig y Foucault a Deyon y Melossi-Pavarini, por sólo citar los cabezas de serie, la doctrina especializada ha estudiado ampliamente este tema.
La concepción de la nueva escuela penal de Bolonia, que encabeza el profesor Baratta, por correspondencia desde Alemania, deslumbrada por las investigaciones de Michel Foticault, se basa en la relación entre el naciente capitalismo preindustrial y el alborear de la pena privativa de libertad.
El Estado aparece así como la maquinaria cuyo engranaje crea una delincuencia que no sólo reprime, sino que necesita, y la manifestación de su misión social de dominio y explotación se resume en la idea de vigilancia, de control, de la que son ejemplos las estructuras sociales cerradas: el cuartel, la fábrica, la escuela y la prisión, a la vez destino y génesis de los delincuentes, que el Estado imperiosamente exige, para asegurar y Justificar su propia existencia; tesis central de la vigilancia totalizadora, que encuentra su propia y adecuada plasmación arquitectónica en el modelo panóptico: todas las celdas, elevadas en correspondientes galerías circulares, desembocan en un solo y gran eje cilíndrico central, donde se erige el funcionario de vigilancia.
A la vez de la función básica de control, el Estado obtiene secundariamente otros objetivos: al disponer de una mano de obra dócil Y barata en las cárceles y manicomios («el gran encierro»), actúa también político-económicamente en épocas de desempleo y en previsión de desórdenes y revueltas.
No niego, obviamente, la riqueza de estas tesis ni lo inteligente del esfuerzo realizado al exponer las mismas; es cierto, además, que la idea de la utilización del trabajo de los reclusos, con fines más de explotación que de enmienda, figura entre las que explicaban el originario sistema carcelario; pero es cierto también, y en mayor medida si cabe, que este exclusivo planteamiento, en unión del más profundo del de la vigilancia, no sirven para razonar por sí solos el trascendente momento histórico del nacimiento de la pena privativa de libertad, como en otro lugar y más ampliamente hemos escrito.
En efecto, desde otras perspectivas ha de abordarse y entenderse el fenómeno. Europa se encuentra rota por las guerras del siglo XVI, sus ciudades saqueadas y sus campos devastados; a los caminos son arrojados toda una serie de desheredados de la fortuna, cuya miseria era muy superior, en frase de Hentig, a su peligrosidad, pero que trasgreden la ley y ha de castígárseles. La horca parece excesiva para los más de los casos, y ese conjunto de vagabundos, prostitutas, mendigos y pequeños delincuentes será encadenado y encerrado en lugares y locales que aseguren su permanencia controlada: nace la idea tardía de la privación de libertad; es el tiempo de las prisiones.
Por otro lado, el humanismo cristiano y la ética calvinista tienen campo de proyección en el tema. La idea del trabajo y del esfuerzo redentor del alma por el sacrificado arrepentimiento del culpable irrumpe con fuerza en el terreno del Derecho Penal, y en unión de la contrita meditación solitaria dejan una estela que llegará, siglos después, hasta las tesis correccionalistas de Roeder. No sólo es cierto que en la preindustrializada Inglaterra se inauguran las primeras casas de corrección; también es exacto que la idea religiosa impregna los centros de trabajo de Amsterdam y el establecimiento de menores de San Clemente de Roma, colocado bajo la advocación del Pontífice.
En tercer lugar, el envite que la pena de muerte sufre por estas épocas adquiere considerable importancia. Las numerosas ejecuciones no sirven para rebajar y contener la criminalidad y las primeras grandes voces contra la misma se hacen oír gravemente: la pina privativa de libertad es el « nuevo invento social», a la vez que comienza el irremediable desprestigio de la sanción capital.
Establecida la prisión como pena en el derecho punitivo europeo moderno y trasplantada la idea a Norteamérica de la mano de los cuáqueros, conocedores y transmisores de la gran obra de Howard, el naciente país desarrolla ampliamente, entre finales del siglo XVIII y a lo largo del siguiente, los primeros y auténticos sistemas penitenciarios. América asimila así, y de pronto, muchos lustros de historia; como desconoce la Edad Media y el Renacimiento, incorpora a su civilización el sentido práctico característico de la contemporánea, aprovechándose de los cimientos culturales del viejo continente y, por paradojas del destino, es Europa; es decir, los especialistas de sus diversos países, quien, en apresurado peregrinaje, ha de acudir a Estados Unidos para conocer e importar las nuevas técnicas carcelarias, cuyos antecedentes, sin embargo, se encontraban en su vetusto suelo.
Tres sistemas penitenciarios fundamentales se desenvuelven entonces y adquieren relevancia, todos ellos basados en principios diferentes: el régimen de aislamiento o celular, diurno y nocturno, con trabajo en la propia celda del condenado, conocido por el nombre de filadélfico o pensilvánico; el auburniano, con aislamiento celular nocturno y trabajo en común diurno, bajo la regla del tenso silencio, procurado con cruel disciplina; el de reformatorio, especializado en delincuentes jóvenes: la vieja prisión de la calle Este y las neoyorquinas de Auburn y Elmira serán nombres que, desde entonces, irán indisolublemente unidos a la historia del Derecho penitenciario. Por su parte, Europa aporta el régimen penitenciario más estable y sólido, seguido por una gran mayoría de países: el progresivo.
Pero, junto al crecimiento y desarrollo de la idea de concebir la prisión como pena, el sentimiento paralelo de una progresiva crítica se desenvuelve. En un primer momento se cuestiona la dureza de un encierro estricto y sin concesiones, que tan sólo graves alteraciones mentales produce; después no se aceptará el rigor disciplinario extremado que tiene lugar en muchos presidios; más tarde, se atacará la dureza- de un trabajo inútil que ningún beneficio rehabilitador reporta al interno; por fin, se tendrá conciencia de que el recluso está excluido de la creciente corriente de respeto a los derechos humanos, inherentes a la persona, que no terminaban de encontrar el resquicio por donde penetrar entre los elevados muros de los establecimientos penitenciarios.
Al lado de la rotunda crítica fáctica, científicamente se añaden nuevos ingredientes a la crisis actual del internamiento clásico. Se comprueba y analiza el fenómeno de la subcultura carcelaria, estudiado, entre otros, por Sykes y su severo código intramuros: no denunciar ni perjudicar o dañar al compañero, no cooperar con el funcionario, buscarse cada cual su vida sin comprometer la de los demás; se estudia en profundidad y en extenso el tema de la sociedad penitenciaria en sus múltiples facetas, prestándose especial atención a las relaciones funcionarios-internos; se recopilan amplios dossiers sobre la violencia en las prisiones y se determinan algunas de sus causas más frecuentes: mala alimentación, falta de higiene, antigüedad de los locales, insuficientes servicios médicos, etcétera; se proponen alternativas como la prisión abierta, de buenos resultados rehabilitadores, estudiada en obra capital por Neuman; se concluye en que poco más de dos siglos han sido suficientes para deteriorar la imagen del internamiento y que han de buscarse nuevos métodos de reacción social lejos de los establecimientos penitenciarios, reservados así y con carácter excepcional, para la delincuencia más peligrosa, agresiva y violenta.
Desde el punto de vista de la filosofía de la pena, la convulsión ha sido también importante. De una concepción fundada en la retribución, inteligentemente analizada por Muñagorri, como freno liberalista a la arbitrariedad del antiguo régimen, que desconocía la idea esencial de proporcionalidad que aquélla conlleva, se llega al espíritu preventivo general y especial que imponen las modernas legislaciones, concibiendo como eje cardinal del mismo la noción resocializadora, atributo de la pena privativa de libertad en la época actual, y entendida no como mera reinserción del interno a una sociedad que le rechaza o que aquél no acepta, sino como modesta posibilidad de ser capaz de llevar una vida en libertad sin delito, o dicho con palabras de Michel Jeol: «La ambición del tratamiento penitenciario ha de ser la de preparar objetivamente para la salida en libertad», a esa vida recta y útil como especifica la legislación penitenciaria inglesa, y en la que ha de contarse, necesariamente, con toda la ayuda poscarcelaria posible, que los servicios sociales ordinarios del conjunto de la población deben proporcionar al ex recluso, como advierte Bishop.
Para concluir, a la idea central de la resocialización ha de unirse, necesariamente, el postulado de la progresiva humanización y liberalización de la ejecución penitenciaria, de tal manera que, medidas como los permisos de salida y el trabajo en el exterior de los regímenes abiertos, tienen una muy superior eficacia, a los efectos de prevención especial, que un encierro sin imaginación, pues los vínculos familiares, afectivos, laborales y sociales quedan asegurados y se convierten en sólidas ataduras para, en el futuro, alejar a los internos de la delincuencia, rentabilidad social que no es preciso defender con mayores razonamientos y sobre la que, con palabras certeras, ha escrito recientemente Hilde Kaufmann.
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