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Nadie es más que otro para imponer "salvaciones"

Si no soy pacifista militante en una de las muchas organizaciones que existen para proponernos que hagamos el amor y no la guerra -idea con la que estoy absolutamente de acuerdo- es por la desconfianza que me inspiran los planteamientos demasiado, digamos, que universales, pero estoy absolutamente convencido de que ninguna guerra arregla nunca nada. Al menos, nada que no pueda arreglarse, descartando la simplificación inútil de reprimir. Porque ninguna represión es eterna, y pronto o tarde acaban volviéndose las tornas.Sin embargo, es evidente que el hombre, desde que existe, se ha dedicado a la agresión por defender lo que cree que son sus intereses personales, que, sumados a los homogéneos, constituyen los intereses de clase. Ha sido siempre así y probablemente lo seguirá siendo por los siglos de los siglos. Con desventaja, claro, para la clase dominada, puesto que la dominante lleva perpetuándose en el poder desde que existe memoria histórica.

Estas consideraciones, bien poco originales y tan genéricas, las hago para dejar claro que estoy muy lejos de poseer -y ni siquiera desear- eso que se llama «virtudes castrenses». Ni me gusta mandar -aunque tenga que hacerlo-, ni menos todavía obedecer. Ni tengo la menor inclinación hacia profesiones que corran el riesgo de ser sacralizadas. No me gusta ninguna clase de «sacerdocio», ni el propiamente dicho, ni los que suelen calificar otras profesiones más o menos necesarias. Como observador, me pregunto, sin embargo, por qué los que viven de y en esa «escala de valores» no están siempre, y en todo, a las verdes y a las maduras. Si se cree, por ejemplo, que la disciplina, la obediencia, etcétera, son grandes virtudes, parece lógico que se asuman, tanto cuando se trata de imponerlas como cuando se trata de soportarlas. Me parece que si en una profesión determinada, como, por ejemplo, la militar, se introducen valoraciones ajenas a los hechos concretos, al juzgar una conducta en desacuerdo con los principios de disciplina, se está discriminando en favor de una persona o una tendencia y, por consiguiente, se están desacreditando las reglas del juego.

Pongamos por ejemplo la sentencia dictada en el caso del general Atarés. Puede que esté técnicamente de acuerdo con el código aplicado, pero cuesta trabajo creer que lo está también respecto de eso que se llama la ejemplaridad. Resulta difícil olvidarse de Boadella, sometido al peso del mismo código por el cual el general Atarés ha sido sancionado con una benevolencia en la que no se ve cómo puede descartarse la influencia de la situación política «transicional».

Si este tema interesa a un paisano, civil, como yo, no es tanto por los efectos más o menos desmoralizadores que pueda tener entre los funcionarios del Estado que lo sirven en el Ejército, a las órdenes directas del Rey, mediante el cual conectan con la Constitución, sino por lo que tiene de síntoma inquietante. Porque la benévola sentencia a la que me he referido viene a revelar -si es que era necesario- cómo no hay duda de que las llamadas, con temor, «fuerzas fácticas» influyen en la marcha normal de la política, poniéndole límites evidentes. ¿Con qué derecho? Con ninguno, por supuesto. ¿Con qué autoridad? Esa ya es otra cuestión. La autoridad les viene dada por la fuerza que se les ha confiado. Y también por la de quienes les alientan a ejercerla mucho más directamente, cada vez que se pierde la serenidad ante el dolor, cuando el terrorismo ataca justamente para que reaccionen violentamente, ejerzan la represión de su autoridad, impuesta a la fuerza, y les den la razón que buscan. Porque de lo que se trata, por supuesto, es de que se pierda la temerosa confianza puesta en una democracia tan vacilante como ésta, en la que moramos o habitamos, de la eterna transición consensuada.

Pero las «fuerzas fácticas» que presionan sobre los sectores menos sumarios de ellas mismas, para llegar a una suspensión del difícil proceso, ¿por qué lo hacen? Aseguran que para defender la «sagrada unidad de la patria», cuya conservación se han impuesto como objetivo. Que no se trate sólo de eso, que eso lleve aparejadas otras implicaciones, como, por ejemplo, la defensa, querida o no, pero inevitable, de los intereses de quienes piden que tomen el poder, debería hacer sospechar sobre la honestidad de tales propuestas. La «unidad de la patria» es para muchos tan poco «sagrada» que la confunden con sus cuentas corrientes en Suiza.

Pero este -repito- es otro tema. Lo que quisiera decir, ya que me atrevo, porque es un viejo hábito profesional que no veo cómo podría quitarme de encima, es que, con todas las imperfecciones que se quiera, la fuente de poder más legítima es el ejercicio del voto. Cualquier otra cosa es la imposición de una minoría por la «fuerza fáctica». Y es dificil, imposible, creo, hablar de legitimidad cuando tal situación se produce, por muy «sagradas» que sean las razones, si es que se quiere calificarlas así.

No me iré por las ramas, sino que plantearé un caso concreto: el de los Estatutos de Autonomía. Creo que en UCD no existe ningún entusiasmo «autonómico». Se trataría de un entusiasmo contra natura. Las preautonomías, sembradas a voleo, como lo fueron, son una demostración evidente. La idea era devaluarlas todas. Pero eso no es posible; y no lo es, entre otras cosas, porque la historia ha ocurrido de modo diferente a como se nos ha contado desde la perspectiva que se cuenta siempre, que es la de los vencedores. Si hay un territorio europeo donde lo lógico hubiera sido establecer una confederación de pueblos libres que delegan parte de su soberanía a una soberanía que ellos mismos establecen y controlan, ese territorio es el del actual Estado español. No ha sido así porque la historia funciona con otra lógica, la de los dominadores que quieren seguir siéndolo y la de los dominados que no se dejan dominar de buen grado. Lo que ha ocurrido entre nosotros es que, en lugar de encontrar la fórmula de convivir los diferentes pueblos del ámbito peninsular, se ha tratado, por la fuerza, de reducirnos a todos a común denominador. Y la propia historia de cada uno de los pueblos hispánicos, su propia naturaleza histórica, no lo permite. De ahí que el problema siga planteado.

Me pregunto, a partir de este razonamiento que los hechos demuestran suficientemente cierto, si no sería todo menos difícil «desacralizando» la unidad y aceptando que hay formas diferentes de establecerla. Por ejemplo, la de que convenga a todos los pueblos hispánicos.

El Jefe del Estado, el Rey, que yo, republicano por socialista, quisiera ver sustituido por un. presidente de República, mediante la reforma constitucional necesaria, ha estado en Suiza recientemente. Allí hay varios pueblos que conviven autogobernándose y cediendo poder, que controlan, para tener, entre otras cosas, un ejército que disuada a los hipotéticos atacantes y les permita seguir siendo neutrales. ¿Por qué no se puede ver así la «unidad» en lugar de ver en el Estatuto de Guernica un riesgo para la unidad «sacralizada»?

Desearía que el Rey fuera constitucionalmente sustituido, pero no por eso dejo de valorar el papel histórico que ha jugado y está jugando. Y debe ser triste para él y para no pocos militares -por ejemplo, el que habitualmente es insultado por su tendencia que los componentes del Ejército sean funcionarios, tan sometidos a la Constitución como yo, pongo por caso, a quien no le gusta- que el Ejército, en tanto que «fuerza fáctica», Interesadamente halagada por gentes nada recomendables, constituya un factor de temor para los políticos y los politizados; es decir, los contribuyentes acostumbrados a pensar.

Confiemos que el Jefe del Estado siga cumpliendo, como lo hace, su papel histórico y que sean las «fuerzas fácticas», que se someten a la Constitución, tal como es su deber, las que acaben logrando un Ejército en el que nadie crea ser más responsable que cualquier otro ciudadano de cualquier estamento profesional o político. Si no es así, si ganan aquellos de sus componentes que viven en constante tensión «salvadora», la democracia en este país no saldrá nunca de su estado de transición y hasta puede regresar de él a conectar con los cuarenta años anteriores al 20 de noviembre de 1975. Lo cual sería perder el tiempo, y para algunos, mucho más que eso.

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