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"Enamorarse en Milán": las batallas del ocio

La llamada vino desde Londres y ya hace años: a mediodía, la Iglesia de Saint Martin of Flelds aparecía abarrotada con gentes de toda edad, sentados, de pie, solitarios o queriéndose bien, para escuchar, casi siempre, música barroca. La ciudad, con esos ruidos de los que ha escrito Costas en este mismo periódico, buscaba su espacio de silencio, de distancia; su pequeña, pero diaria, salvación. Parece que en Madrid los conciertos de mediodía organizados por la Fundación March han tenido éxito rotundo. La experiencia italiana que yo estoy viviendo todo este mes añade un capítulo cuya clave está en la siguiente pregunta: ¿por qué se han agotado en librerías los libretos de El trovador, de Madame Butterfly y de La flauta mágica? Porque poco antes de la hora del almuerzo, en media hora justa, la televisión italiana va presentando, a plazos, esas óperas, con la mejor distribución posible en los intérpretes y con una escena que, si discutible, puntúa hacia medios propios, intransferibles al teatro y al mismo cine. La cima de audiencia la ha conseguido Madame Butterfly, con Mirella Freni, Plácido Domingo, Christa Ludwig y Von Karajan como maestro de todo. No hago crítica musical, inútil desde lejos, sino que señalo este capítulo en la trascendental batalla del ocio: contra el ruido de la calle, yo diría que contra el mismo ardor y olor del asfalto, la casa se recluye para escuchar. Cuando hace más de sesenta años Rilke profetizó amargamente «la muerte del silencio», no podría pensar que la resurrección viniera de ese otro «más alto silencio» colocado por San Agustín como signo de la música.Hay toda una campaña italiana para ganar la batalla del ocio, campaña en la que están entrando los partidos políticos. Los italianos, tan hechos para gozar de la vida, pueden darnos lecciones de esa estrategia. En el fondo de esa campaña está latiendo el Espíritu Santo. «¡Hala!», se dirán muchos, riéndose, lo sé. Pues, perdón, pero sí: si el ocio es libertad; si el ocio es prefiguración del paraíso; si por ese ocio el domingo es «sacramento», según también San Agustín, el tema esencial es que en ese ocio, ni vacío ni hueco, debe de estar el amor, el enamorarse, el querer, el no tener huérfano el corazón a ninguna edad, y eso, precisamente eso, es la continua llamada del Espíritu Santo, definido, a la vez, como viento impetuoso y como suave susurro, los dos polos de la entrega. El grupo católico más vivo, con más capacidad de presión y de expresión, el grupo al que miraba Aldo Moro a través de sus hijos -Comunión y liberación-, se plantea muy bien cómo meterse en los entresijos de la música rock. Hace bien en planteárselo: el espectáculo de 60.000 jóvenes en la arena de Milán para dolerse de la muerte de Demetrios Stratos -el cantante de los auténticos milagros vocales, del poderío extraño y de la extrema dulzuraha sido impresionante. El programa es difícil y no vale dictar fórmulas estéticas, pero sí vale la siguiente experiencia, que los madrileños de los conciertos entenderán bien: sin necesidad de encuesta puedo decir que el gran acontecimiento musical para la juventud de Roma, de Florencia, de Milán, ha sido la Novena sinfonía de Beethoven, dirigida por Carlo María Guilini. Brindo a Costas la siguiente victoria contra el ruido de la ciudad: en Milán, una verdadera multitud de jóvenes escucharon esa sinfonía en la plaza, con una perfecta instalación de altavoces y una colectiva defensa contra el tráfico.

En el otro extremo, si es que ya es extremo, leo ahora mismo que el lema para la fiesta de la juventud comunista en Milán será «Enamorarse en Milán», y nada de subterfugios: enamorarse, así, o sea, la gran llamada a la libertad. Dice el organizador Fumagalli, dice y casi predica, que es necesario acudir a la diversión, salir de la burocracia, vivir lo que la música quiere. La cosa no es fácil y se engañaría quien no viera el gran problema. Fumagalli dice, predica, insisto, recordando al desgraciado Pasolini: «Una diversa filosofía inspira el compromiso del trabajador maduro, muy distinta del que inspira a los jóvenes. El primero se realiza en la fábrica, junto a las máquinas, en el sindicato, luego. El joven, en cambio, vive ya fuera del trabajo, al que considera sólo como un complemento de vida. El núcleo de sus pensamientos está en el tiempo libre. Hay que contar con esto, meterse en su tiempo libre para llevarle a cosas concretas, al margen de las utopías estériles. Atención: sería un error llegar a la mitad de una fiesta, encender las luces y organizar un coloquio. Los muchachos no lo soportarían.»

Es justo reconocer que con todas sus exageraciones programáticas, con sus indudables excesos de espectacularidad, el talante del Partido Radical italiano ha influido en todo esto. Ni aquí ni allí despiertan ansias y pasiones los debates parlamentarios, quizá porque, recordando a Ortega, con el sistema de acuerdos en cenas, en debates clausurados, ya no caben «el tenor, el pa yaso y el jabalí». Los radicales llevan a la calle, al ruido de la calle, los problemas, y decir que lo esencial es enamorarse no es escapismo ni mucho menos tontería. Es todo lo contrario: tener, de verdad, parte de lo que se busca en la droga, esa evasión tan necesaria, pero, al mismo tiempo, ese aferrarse a la vida, incluso al menester del trabajo, cuando se afirma la «primacía del tú».

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Que, se me permita contar una modesta experiencia personal, una pequeña batalla ganada en el mundo del ocio. La Academia de Roma está de vacaciones: han terminado su curso artistas y becarios, y sólo algún estudioso apenca con el calor y el desaliento de tanta biblioteca cerrada. La noche, desde mi terraza sobre la plaza, con Roma al fondo, bajo la luna, ayer lunaza lamiendo la cúpula del Bramante, es para no olvidada. Pero silencio no había, pues si las parejas susurran, el grupo de jóvenes discutiendo a voces, radicales serían, armaba el gran follón. Defensa única: meterse dentro, apagar las luces, mirar tras las ventanas y poner música, en este caso el último piano de Brahms. Suena el piano y suben las voces hasta el griterío. ¡Qué remedio!: me asomo. ¿Les habrán echado agua los frailes vecinos como hicieron otra noche, según cuentan y yo no creo? No, no: gritan que «per favore, piú forte o piú vicino». Y ahí me tienen ustedes de improvisado y torpísinio electromecánico poniendo los altavoces en la ventana, y no como desafío, sino como gratitud. ¿Será posible que la vitalidad, la belleza, la gallardía y hasta la frescura y listeza para el engaño de esta juventud itafiaría, baje de la noche al día para empujar un programa, una experiencia, una esperanza?

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