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Una cancioncilla

Cuatro años nos separan ya de la muerte de Dionisio Ridruejo. ¿Nos separan de su muerte o nos juntan con ella? Una y otra cosa, tal vez. En lo que a mí toca, el vínculo de la unión se halla constituido ahora por el eco reiterado, terco, de una cancioncilla que no quiero llamar de guerra, sino de paz,- y no de muerte, sino de trasvida. Así decía, así resuena en mi insomnio, asociada a la voz velada y rota con que Dionisio más de una vez la cantó durante sus últimos meses:

Si me quieres escribir, / diré mi paradero: «Polvorín de Retamares, / cementerio de Pozuelo».

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Tengo entendido que con esta letra o con otra muy semejante, la tal cancioncilla dio sentir y voz a los dos bandos contendientes. Pero si no fue así, así pudo ser, y esto me basta. Tales palabras, ¿no expresan acaso el humor de un combatiente que, lejos ya de cualquier entusiasmo bélico o doctrinario., no desea y no rechaza una muerte diariamente posible? Con esa resignada disposición murieron muchos a uno y a otro lado de la línea de fuego, y con la exégesis de ella quiero conmemorar este año al clarísimo español que hace cuatro perdimos.

Otro recuerdo súbito, nada incongruente con el que antecede. A través de una de las asociaciones internacionales que procuran la solidaridad de los hombres en la paz y la libertad, una familia checa conoció mi nombre y mis señas, y me hizo llegar, con el recordatorio de uno de sus miembros, un patético y transfilosófico texto del gran filósofo Edmund Husserl. Esto dice, vertido a nuestro romance: «Aquellos a quienes tributábamos nuestro amor, no pueden en verdad morir. No aspiran a nada, no hacen nada y nada exigen. Pero cuantas veces les recordamos, les sentimos frente a frente. Rostro contra rostro, nos miran el alma, sienten con nosotros, nos comprenden, reconocen o rechazan lo que hacemos.» Tal Dionisio, para muchos. Mas también, junto a él, aun cuando desconocidos, aunque no amados, en consecuencia, por lo que realmente fueron, sino por lo que -acaso sin saberlo- con su muerte quisieron ser, ¿por qué no los tantos y tantos que hasta el último día de nuestra guerra civil fueron a parar a uno de los cementerios que el de Pozuelo simboliza?

«Reconocen o rechazan lo que hacemos». No es de muertos mi moral, y no quiero que lo sea la de nadie. Mi conciencia de lo que debo hacer y tantas veces no hago se halla movida y orientada por la estrella polar de mis proyectos, no por lo que de mí parezca estar pidiendo la muerte de quienes ya no viven. No muerte, sino trasvida, ya lo dije, quiero ver y veo yo en la cancioncilla de los que con ella en la boca irónica y serenamente se burlaban de un amenazante destino letal. Pero cuando uno piensa que su conciencia moral es «suya» dentro del seno inmenso de todos los hombres y en comunidad con ellos, comenzando por los que en el espacio, en el tiempo y en el habla hayan sido más próximos, ¿no es cierto que el sentido patente u oculto de algunas muertes, las de aquellos cuya vida, de un modo o de otro, fue objeto de sacrificio, es secreta parte subjetiva de esa «estrella polar de los proyectos»? Pese a tantos y tan profundos cambios en el contenido y en la forma de nuestra existencia, la lección de los pueblos arcaicos acerca del sacrificio -que éste, en su esencia, aspira a la reordenación moral del mundo- sigue operando ocultamente en nosotros.

Repetiré, pues, la conmovedora sentencia de Husserl: «Les sentimos frente a frente, reconocen o rechazan lo que hacemos». Pero en nuestro caso, ¿es cierto que les sintamos de algún modo? ¿Opera alguna vez sobre nosotros el recuerdo de los que ayer mismo, a cien leguas de cualquier entusiasmo bélico o doctrinario, sólo con la íntima buena voluntad que la cercanía de la muerte suscita en los bien nacidos, se vieron en el trance de convertir su muerte en sacrificio? Y si por azar ese recuerdo surge, ¿en cuántas ocasiones se le vive trascendiendo o intentando trascender la pura reivindicación?

Comprendo muy bien que el sacrificado, y más si lo fue a la fuerza, sea visto como fuente de derechos. «Me lo mató una guerra que él no quiso», «Me lo mataron tales o cuales», se dice, y ese «me» delata sin celajes la deuda en que la historia y la sociedad se encuentran -si así hablamos frente a nosotros. Por tanto, nuestro derecho. Nada más legítimo. Pienso, sin embargo, que sólo cuando también es fuente de deberes queda enteramente justificada la reivindicación.

Deberes en cuanto a la convivencia. Transitando por uno de esos lugares en que, donde quiera que se mire, no existe otro horizonte que la pintada -un vestíbulo universitario, un pasillo del Metro-, he leído dos inscripciones complementarias: «Haz patria: mata a un rojo» y «Haz patria: mata a un facha». No soy catastrofista; no veo como posible otra guerra civil; ni el grueso de nuestra sociedad la quiere, ni parece que el mundo actual, menos tenso y polarizado, pese a todo, que el de 1936, pueda consentirla. Pero si en torno a cada una de esas dos monstruosidades traza uno mentalmente los círculos concéntricos de los grupos sociales en que sus palabras tengan resonancia política y afectiva, por necesidad vendrá a pensar que acaso murieran en vano -ayer mismo- los que, más deseosos de vida que de muerte, a uno y a otro lado del cementerio de Pozuelo tuvieron residencia. «Amaos los unos a los otros, aunque no seais de la misma provincia», reza el pie de un reciente dibujo volandero. ¿Por qué hay un dejo de inquietud y amargura en la sonrisa que esa punzante ingeniosidad produce en nosotros?

Deberes en cuanto a la actividad. Mientras escribo, el denso silencio del fin de semana me rodea. Como la reivindicación de aquellos a quienes les mataron o acaban de matarles sus muertos, legítima es la vacación de quienes quieren gozarla -si en todos los casos es este el verbo adecuado, no lo sé- más allá del cinturón suburbano. Pero si del cabo de la semana paso al cuerpo de ella, a los días que van desde el lunes hasta el sábado, ¿puedo pensar que el español actual, pertenezca a uno o al otro de los grupos que ya Jorge Manrique discernía, «los que viven por sus manos / e los ricos», cumple con su trabajo lo que de él piden el futuro y el pasado de su pueblo, la posibilidad de los que con inocencia están naciendo y la memoria de los que con sacrificio murieron?

Se acercan días decisivos; nada menos que la opción entre «ser mejor» y «no seguir siendo» es la que se ha puesto en juego. El recuerdo de un español de pro y el eco de una cancioncilla de guerra y de paz, de paz en la guerra, se asocian tercamente dentro de mí.

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