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Por dónde van las mujeres

El feminismo pasó hace años por un período fasto. Los manipuladores de los medios de comunicación de masas descubrieron entonces en él una buena veta, un tema sensacionalista que mediante la explotación de sus aspectos anecdóticos y escandalosos podía movilizar el interés del público. Por otra parte, los pensadores instalados advirtieron que la toma de conciencia iniciada por los movimientos de liberación de las mujeres bien podía desembocar en una auténtica revolución cultural y que al no tomarla en serio corrían el riesgo de quedarse rezagados.Así hubo un tiempo, dominado por el efecto de sorpresa, en que las mujeres tuvieron siempre razón. Ir en contra de sus posiciones era ser misógino y machista, como se cae en el antisemitismo si se critica la política de Israel o se practica el racismo comentando las macabras payasadas del emperador Bokassa.

Hoy en día, en cambio, parece que el feminismo no suscita más que desprecio o sospechas en la mayoría de la gente, e incluso se puede notar que muy a menudo provoca, tanto en los hombres como en las mujeres, una antipatía visceral. Se le reprochan sus exageraciones y su sectarismo. A sus militantes no se les perdonan los conflictos y rivalidades a que se entregan en nombre de la doctrina, ni la segregación sexista en la que tantas veces incurren. ¿Será que las mujeres, al igual que los judíos y la oposición española -en general, todas las ex víctimas-, están condenadas a la perfección.

En realidad, la palabra feminismo ha terminado abarcando tantas variedades de significados y de tomas de posición, que el más avezado timonero perdería el norte. De modo que el mejor consejo que se pueda dar a los que ven en el feminismo algo más que una moda pasajera, y que prefieren informarse antes de juzgar, es conocer la visión de este problema, por las propias mujeres, a través de sus más recientes libros.

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El de Annie Le Brun, Lachez tout (Abandonad todo), es virulento contra el feminismo histórico. Esta ex militante aborda y ataca dos temas reiterativos en la producción literaria femenina. El primero se refiere a la búsqueda de identidad de las mujeres, basada en el rechazo del otro. La afirmación absoluta de esta diferencia lleva a la instauración de una dictadura, como las ideologías centradas en los principios del bien y del mal conducen al racismo. «Hay que aniquilar la frontera, en lugar de atravesarla», puesto que saltarla equivale a reconocer su existencia, someterse al orden impuesto... por los hombres.

Luego Annie Le Brun descarga su ira contra la genitalización de la escritura. Frases como Mi cuerpo es palabra, La vida se convierte en textos a partir de mi cuero, o Yo soy ya texto es cierto que las hemos leído o escuchado innumerables veces. Según ella, esta valorización del cuerpo femenino como el lugar de la verdadera escritura justifica a posteriori el comportamiento machista. Las feministas, dice, se comportan como los hombres a los que reprochaban utilizar el verbo únicamente «para tener razón y para colocar su pene»; las mujeres quieren arrancarle el uso de la palabra para colocar su vagina...

Marielle Righini, en Escucha mi diferencia, cree que las mujeres ya han ganado bastantes batallas como para seguir luchando indefinidamente contra los hombres, que es inútil intentar convencer a los falócratas inconvertibles, que hay ya nuevos hombres con los que se puede empezar a entablar un diálogo.

La mujer no es superior ni inferior al hombre, tampoco igual. Es distinta. Se trata de buscar esa diferencia. Hay que buscar por encima de siglos de historia y de subconsciente para restablecer la dualidad y evitar el matriarcado, copia y envés del tan detestado patriarcado.

María Antoinette Macciocchi, en Las mujeres y sus amos, el libro más reciente y ferozmente polémico, recuenta las luchas entabladas entre las propias mujeres durante la última década, para concluir que el término de sororidad (equivalente y antagónico del masculino «fraternidad») «se ha revelado históricamente más falso que lo de la unión de los proletarios del mundo entero». Comprueba que todos los movimientos feministas se produjeron siempre al amparo de las explosiones revolucionarias: después de 1789, de 1871 y de mayo de 1968. Como si las mujeres no pudieran dejar de copiar las rebeldías que, histónicamente, fueron provocadas y dirigidas por hombres.

Se acabó la gran ilusión. Las feministas de choque vuelven a los hogares, comprueba Macciocchi. ¿Cómo es posible que una oleada tan violenta como fue el feminismo se apague en la indiferencia, en el nihilismo? No lo comprende. Piensa, de todas formas, que algún cambio se operó en la vida privada de las mujeres, y que al feminismo institucionalizado moribundo le sucede ahora la rebelión molecular, invisible desde fuera, en las costumbres, en la sexualidad y en las relaciones con el cuerpo.

En realidad, nada nuevo nos revelan estos libros. Kate Millet ya había señalado que las relaciones entre las mujeres no eran siempre ídílicas, y que la radicalidad e intolerancia de algunos grupos resultaba a veces insoportable. Luce Irigaray había sugerido que el condicionamiento a que el orden social y cultural somete a ambos sexos es tan mutilador para los hombres como para las mujeres, y propugna su destrucción para encontrar el camino de la libertad, de la mutua comprensión ydel placer compartido. Pero sus ideas circulaban en un medio elitístico. Los tres libros resumidos las trituran, las trivializan y las vulgarizan -en todas las acepciones del término-, para gran regocijo de Louis Pauwels y de los que reducían el problema a saber cuál iba a ser el destino del macho bajo el látigo vengador del «poder femenino».

Esto no quiere decir que haya que ocultar los problemas «para no darle armas al enemigo». Pero sí que conviene desconfiar de la publicidad gratuitamente concedida ahora a estas ideas. ¿Que el feminismo está llamado a desaparecer? Posiblemente. ¡Tantas cosas se esfuman en los umbrales del siglo XXV Después de mayo de 1968 doctos sociólogos vaticinaron una imparable «lucha generacional» que debía reemplazar a la vieja lucha de clases, obsoleta ya por la evolución de la sociedad técnica. Los jóvenes, se decía, formaban un grupo específico, pujante, capaz de imponer sus valores alas viejas generaciones anquilosadas. Diez años después poco queda de esa bella utopía. Los muros están mudos y los mozos se integran en sus clases respectivas. Queda el feminismo, al que hay que enterrar aprovechando este movimiento de reflujo, para que nada perdure de aquel movimiento. Y también para minar el terreno a nuevos grupos, más radicales y más violentos, como Les bombeuses á chapeau o Fallocrazia militante, que prometen noches en vela a los machistas pasajeramente aliviados.

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