El PSOE abre paréntesis
LA RESOLUCION final del XXVIII Congreso del PSOE, al aplazar hasta un nuevo congreso extraordinario la elección de la comisión ejecutiva, ha transformado la decisión de Felipe González de no presentarse a la reelección en la clave de su victoria y, paradójicamente, de su continuidad. Dada la composición del congreso, sólo una candidatura en la que figurara Felipe González como primer secretario hubiera podido lograr el respaldo de la mayoria de los delegados, y cualquier otra sin su nombre corría el peligro de que una nutrida abstención deteriorara la legitimidad del mandato recibido. Cabría así interpretar la retirada del primer secretario saliente como una maniobra de largo alcance y estudiado diseño. Sin embargo, esa dimensión táctica no anula los contenidos originales de una decisión que ha recordado útilmente a los ciudadanos que la actividad pública no tiene por qué reducirse a la lucha por el poder, sin más cuadro de referencia que el medro personal y el aprovechamiento sin principio de las oportunidades.Felipe González, en su improvisada intervención en la tarde del domingo, demostró que un político puede ser algo más que un profesional del poder que tiene con los hombres la misma relación instrumental y pragmática que con las cosas. Jugó y ganó. Pero su apuesta comportaba serios riesgos y, sobre todo, se hallaba verosímilmente animada por un deseo de coherencia y de respeto a los principios -a los suyos- que es poco usual en nuestro libidinoso panorama público. Sus alusiones a las motivaciones éticas como ultima ratio del compromiso político eran, en el cargado y emocional clima de la sala del congreso, algo más que la racionalización de un movimiento táctico. Porque lo cierto es que la historia no estaba escrita de antemano y que Felipe González no podía dar por descontada la lealtad de todos sus compañeros de la comisión ejecutiva y de los «barones» de las principales delegaciones. Al final, los sectores radicales se quedaron solos, sus amigos políticos se mantuvieron solidarios y no se produjo ese deslizamiento hacia el ganador, y en contra del perdedor, que opera como fulminante -y en España tenemos ejemplos muy recientes- de los grandes cambios políticos. Felipe González ganó. Y si en el editorial del pasado domingo advertíamos sobre la necesidad de su permanencia al frente del partido, hoy cabe añadir que su acto no debe ser tomado como un abandono, sino como una actitud activa de compromiso con su partido y con el país.
En cualquier caso, la resolución de este XXVIII Congreso del PSOE implica más cosas que las que estrictamente pueden pertenecer a la «intimidad» partidaria. Asistimos con la interinidad abierta en el seno del partido de la oposición y segundo del país a un problema que afecta muy seriamente a todo el marco de la política española. Situado el tema en esta dimensión, nadie puede aspirar, ni desde dentro del PSOE, ni desde su periferia ideológica, ni desde la derecha, a obtener réditos de esta crisis. Ni siquiera el propio Felipe González o sus más próximos colaboradores. La tarea abierta por la renuncia de Felipe González a una reelección que tenía ganada de antemano reside en una seria y generosa reflexión sobre el papel que el PSOE ha de jugar ante la sociedad española, con clarificación de las lícitas tendencias que deben existir en todo partido que se reclama democrático, pero sin que el continuo diálogo entre ellas devenga en un guirigay incomprensible.
Al grupo encabezado por el senador Bustelo y a quienes apoyaron su abigarrada y disparatada fórmula ideológica, hay que echar en cara la obsolescencia teórica y la irresponsabilidad política de su planteamiento.
Los tonos y contenidos de sus discursos contienen demasiados retales de la oratoria del primer Lerroux o de Blasco Ibáñez y un exceso de marxismo de manual. Ahora bien, a su favor está que, con razón o sin ella, han planteado a las claras una batalla política; y en su disculpa, que los métodos imperativos de la organización del PSOE han contribuido a llevarles a la exasperación y la crispación.
Pero la voluntad del XXVIII Congreso al definir al PSOE como partido «de clase» (pese al carácter evidentemente interclasista de su militancia y de su electorado) y «marxista» (pese a la obvia imposibilidad de reducir el socialismo como organizacíón política a una de sus corrientes -amplia y contradictoria, de añadidura- teóricas) fue movida también por otros impulsos. No es uno de los menores la consciente y perseverante ambigüedad de una parte de la comisión ejecutiva. Todavía más operativos fueron los deseos de algunos líderes de jugar en el tablero de la ideología una partida que, en realidad, tenía el poder como último botín. A este respecto, pocas dudas caben de que el sector más radical del congreso fue víctima de un gigantesco embarque propiciado desde la comisión ejecutiva, donde el señor Gómez Llorente osciló entre la solidaridad corporativa y la tentación de la secretaría general, y desde otras zonas de autoridad e influencia dentro del propio partido.
El funcionamiento de la comisión gestora y el mantenimiento de las espadas en alto dentro del PSOE en espera del congreso extraordinario no debería agotar los seis meses de plazo concedidos. Una situación de interinidad y provisionalidad en el segundo partido del país no puede mantenerse sin merma del prestigio de la propia organización y sin deterioro de las instituciones democráticas. ¿Qué ocurriría en caso de una grave crisis de Estado por razones nacionales o internacionales? Los socialistas no deben prolongár más allá de lo estrictamente imprescindible lo que será en realidad la continuación del XXVIII Congreso. Parafraseando un eslogan publicitario, digamos que, aunque ellos se lo puedan permitir, ni sus electores, ni la sociedad, ni las instituciones pueden.
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