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El paso honroso

El Paso Honroso, famoso en España y aún en la Europa de su tiempo, se lo inventó un buen día, entre copa y copa, el leonés don Suero de Quiñones, en una fiesta ofrecida al rey en Medina del Campo, a mediados del siglo XV. Juan II aceptó la idea, y el esforzado caballero se comprometió con otros nueve a romper trescientas lanzas por el rescate en que se suponía tener a su dama. Ni siquiera la tal dama existía, a no ser que se tuviera por tal el puro deporte o ejercicio de las armas, el orgullo, el fausto, cuando no la propia vanagloria. El caso es que don Suero compró arneses, caballos y lanzas en Valladolid, mandó labrar en mármol un mensajero que indicara el camino de palenque y, rodeado éste de balconcillos y tiendas para los espectadores, se dispuso a esperar a sus desconocidos adversarios.Todo aquello duró desde julio hasta agosto. Lidiadores venidos por el camino de Santiago se desviaron unos días y un trecho, a fin de medirse con don Suero y su gente, hasta llegar a romper, si no las trescientas lanzas, al menos la mitad de las presupuestadas para poder pasar con la cimera en alto, la aduana de la honra, tan estrecha como la de la fama o la leyenda. Cuando don Suero se quitó la argolla con que se dejó aprisionar el cuello, símbolo, se supone, de la promesa declarada, seguramente fue el mejor día de su vida. El último llegó, tiempo después, cuando uno de sus antiguos lidiadores, le mató en recuerdo del lance y como prueba de que quien siembra nubes recoge tempestades.

Así, pues, hubo, y hay, pasos honrosos y otros que no lo fueron tanto, pasos cuya razón de ser empieza en el orgullo y concluye en la muerte, desafíos que vienen a ser desdenes a uno mismo, actitudes con las que se intenta ocultar oscuras vocaciones, gestos sombríos, penurias miserables. Hay pasos a nivel de Estado, amenaza perenne para los ciudadanos, pasos honrosos en nombre de una fe, de un nombre, pasos heroicos y pasos deshonestos.

Cuatro siglos después de Suero de Quiñones ya no cruzaba el Orbigo aquel tropel de caballeros, ni apenas peregrinos camino de la tumba del santo, siguiendo la ruta mitad piadosa, mitad guía de turismo redactada por Picaud para timón de multitudes en busca de fe, milagros y descanso. Cuatro siglos más tarde, el recién inventado ferrocarril cruzaba el río y daba alcance a Madrid en poco más de lo que el de Quiñones echaba en ir de su palenque a sus predios.

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Sin embargo, el tren, a pesar de su velocidad insólita, dicho sea en términos afines, había llegado, como de costumbre, con retraso evidente. Tal costumbre habitual en nuestras latitudes -las quejas en tal sentido se remontan. nada menos que a 1865- vino a ser consecuencia del poco entusiasmo con que fue acogido por las diversas administraciones. Una mezcla de glacial indiferencia, desconfianza hostil y estímulo mal entendido fue, según un catalán ilustre, la actitud oficial ante cualquiera de los proyectos presentados.

Porque la primera petición en tal sentido llegó a Fernando VII antes de que funcionara en Inglaterra la línea Liverpool-Manchester. Modificado más tarde su primitivo trazo, ampliándolo hasta Puerto de Santa María, se intentó interesar en él a los grandes cosecheros andaluces. Vano intento. Como se sabe, el tiempo siempre corre a favor de los caldos, Los grandes bodegueros prefirieron esperar a que sus vinos ganaran en grados lo que el país perdía en medios de transporte revolucionarios. Pero otros comerciantes no pensaban así. Cundía entre ellos un notorio descontento, sobre todo entre los que se asomaban a Inglaterra, Alemania o Francia. Incluso fray Gerundio de Campazas describe el humo de los trenes, los toques de trompeta que de la cola a la máquina ponen en marcha el convoy, las diez leguas a la hora que borraban el paisaje a lo lejos. Desde fray Gerundio hasta Azorín, el paso honroso de los trenes fue superando servidumbres y barreras, salvo las de sus propios promotores. Perfiles orográficos, falta de capital, guerras civiles, no pudieron con el espíritu de los españoles, que comenzaban a tomarle el gusto a tales adelantos. Además, los nuevos caminos de hierro traían consigo un regusto a escándalo de corte, a favores acordados, a ministros vendidos, siempre admirados en nuestro país, como en el caso del marqués de Salamanca, capaz de conceder subvenciones jugosas al Madrid-Aranjuez, que a su vez cobraba como director y empresario de dicha compañía. En vista de abusos tales, se le alzó una estatua en su barrio europeo y elegante, de igual traza y tamaño que a Bravo Murillo, verdadero ordenador de los ferrocarriles españoles, en otro más castizo y modesto.

Hoy, al cabo de un siglo hace unos días, la Asociación de Amigos del Ferrocarril ha celebrado su homenaje acostumbrado resucitando, como siempre, viejas locomotoras movidas por el vapor de la nostalgia. No hacía falta tanto. Sólo hay que bajar una mañana por la montaña del Príncipe Pío, dejar a un lado la Escuela de Cerámica e intentar cruzar el paso a nivel con que la Renfe adorna y obstruye la circulación de Madrid desde lejanos tiempos ferroviarios. Luego dirán que no amamos nuestras tradiciones. Dos barreras enfrentadas, manejadas por un funcionario de garita y botijo, regulan el tráfico que suele ocupar la cuesta en sus dos lados. Suena una campanilla y el paso que de honroso sólo tiene sus alrededores, se cierra complaciente, despacio, cuidando no dañar a ningún rezagado. Es un gesto generoso, pues dos grandes cartelones explican al viandante dispuesto a lidiar con la suerte o la muerte que «la Red de Ferrocarriles Nacionales queda exenta de responsabilidad por los accidentes que puedan ocurrir a las personas que utilizando esta portillera crucen las vías cuando las barreras estén cerradas». Tal exención viene fechada en agosto de 1898.

En tanto, las portillas en cuestión, especie de versión rústica de los tornos del museo del Prado y posiblemente contemporáneas de ellos, se mantienen inmóviles, se podría echar un vistazo o una oración a los héroes del 2 de mayo, allí cerca fusilados y enterrados, pero una verja anónima, con resonancias de Mercado Común comercial y apátrida, malogra cualquier proyecto de discurso retórico. Mejor comprobar en torno cómo agoniza la primera y última de las antaño grandes estaciones madrileñas, con su manojo de vías de ancho anormal, absurda megalomanía, singular cacicada y obstáculo tradicional de nuestro acercamiento a Europa. La que fue punto de partida teórico para el grande y definitivo viaje rumbo al progreso universal, hoy sólo sirve para breves paseos de cercanías. Su imagen bien pudiera ser símbolo de un tiempo de objetivos frustrados, de falta de entusiasmo, de una política racional ausente, bien propia de los grandes monopolios españoles..

Es cierto que su paso a nivel no corta tanto el tráfico como años atrás. Entre otras razones porque apenas cruzan trenes. El día, en que dejen de circular del todo, vendrá a dar la razón a aquella teoría según la cual el tiempo, el dejar las cosas como están, es el mejor ingeniero de famas y fortunas, de canales y puertos. No importa lo que digan los demás, sólo es cuestión de callar, ignorar, hacer oídos de mercader, esperar a que pase la tormenta y despertar un día encaramado a un pedestal desde el que dominar tu propia mezquina eternidad, reducida a lo que queda de tu barrio.

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