Carta a un marxista reflexivo
Cuando, tras la reciente constitución de las corporaciones municipales, el diálogo entre los marxistas y los que no lo son se ha convertido para muchos en obligación cotidiana -al menos para quienes ante los términos «diálogo» y «guerra civil» no prefieran inclinarse hacia el segundo-, tal vez no sea inconveniente la reflexión que con esta carta le propongo; reflexión cuyo tema no es la política, ni es la economía, materias acerca de las cuales tan poco entiendo, sino algo que debiera estar siempre por debajo y por encima de una y otra: la realidad y la idea de la amistad.A mi modo de ver, debemos llamar amistad a la relación con otro hombre, no sólo por ser éste «un» hombre, también por ser «tal» hombre, cuando esa relación se halla presidida por la benevolencia (querer el bien de dicho hombre), la beneficencia (hacer su bien) y la confidencia (hacerle partícipe de algo que sea sólo para los dos). Pues bien: así entendida la amistad, no parece que en el marxismo oficial o libresco haya mucho lugar para ella. La concepción del hombre como «ser genérico» (Gattungswesen) y la visión de la sociedad como «mediadora necesaria» para la relación entre el hombre y el mundo, no permiten entre los individuos humanos una vinculación positiva que no sea la camaradería, la relación con otro o con otros para el mejor logro de un bien objetivo y común. Sólo a través de la familia podría ser a un tiempo natural, social y directa la relación del hombre con el hombre; pero sólo a través del trabajo y la sociedad sería capaz el hombre de establecer relaciones interhumanas más desinteresadas y más universales que las inherentes al núcleo familiar. Con Hegel, aunque por bien distinto camino, Marx es el gran clásico de la camaradería. No parece, sin embargo, que, tal y como nos lo presenta el marxismo al uso, pueda ser Marx un clásico de la amistad.
Mas no todo en Marx es marxismo al uso. Un texto del Marx joven (1844) nos dice que para llegar a ser verdadero hombre, el hombre debe manifestarse a sí mismo como «digno de ser amado» y suscitar amor en reciprocidad, por tanto, cuando humanamente se relaciona con aquel a quien ama. Una carta de Marx a su mujer ( 1856) declara que no es el amor al proletariado lo que en los momentos de desánimo le hace «ser de nuevo hombre», sino el que profesa al concretísimo e individual ser humano a quien entonces escribe. Se trata de saber si estas dos expresiones marxianas -deliberadamente no digo marxistas- deben o no deben corregir, en lo que la amistad atañe, la interpretación o el desconocimiento de ésta que propone el marxismo tópico.
Acaso me objete usted que los dos textos ahora transcritos no son exactamente superponibles, porque el hombre de que se habla en el primero es el individuo del género humano (Mensch), al paso que es el varón (Mann) el hombre a que en el segundo se alude. Pero, a mi juicio, tal objeción no es válida, porque para el autor de la mencionada carta, como para cualquier alemán mínimamente culto, el Mann, el hombre en tanto que varón, no es sino un hombre genérico (Mensch) individual y virilmente realizado. Por lo cual Jenny, la esposa, hubiese podido responder al filosófico piropo de su marido con una frase semejante a esta: «En los momentos de desánimo, no es el amor al proletariado, sino el amor a ti, Karl, lo que me hace ser de nuevo mujer» (esto es, hombre genérico, Mensch, femenilmente realizado, hecho realidad concreta e individual en forma de Frau). Frase que tendría dos sentidos complementarios, uno plenamente coloquial y à deux, y otro antropológico, social e histórico, porque Jenny y Engels fueron los más tempranos marxistas de la historia.
Sí: bien mirados y bien entendidos, el texto filosófico y el texto epistolar que acabo de transcribir son coherentes entre sí. Lo cual nos indica que para el individuo humano Carlos Marx, es decir, para el autor vivo de El capital, por debajo del hombre en tanto que «ser genérico», en tanto que «ser social» y en tanto que «ser trabajador», y dando sujeto idóneo y unidad radical a todas esas necesarias, esenciales y exigentes determinaciones de la condición humana, estaba el peculiar modo de la realidad que muchos que no somos marxistas y no podemos ser antimarxistas -entre otras cosas, porque en la obra de Marx vemos una pieza indispensable para entender cabalmente lo que son el hombre y la historia- queremos seguir llamando «persona».
En tanto que ente social, el ser humano tiene graves obligaciones para consigo mismo y para con todos aquellos en cuya compañía socialmente convive. En tanto que ente trabajador, el ser humano es sujeto de deberes igualmente graves, así en relación con su propio trabajo, recuérdese el «mandamiento de la obra bien hecha», como frente a los trabajadores que junto a él transforman el mundo y acaso estén padeciendo hambre y sed de justicia. Pero si es cierto que sólo por obra del amor interpersonal -entre varón y mujer, entre padre, e hijo, entre amigo y amigo -llega a ser plenamente hombre este fragmento del cosmos que solemos llamar «ser humano», entonces será preciso admitir que algo tiene que haber en mí, en ti y en todos y cada uno de nosotros, capaz de dar unitario y radical fundamento al ente social y al ente trabajador que de hecho seamos.
Tomando en su verdadera integridad el pensamiento de Carlos Marx, y establecida una metódica distinción entre los términos «marxiano» y «marxista», ¿es cierto que ese pensamiento exige necesariamente el ateísmo, la total negación de la realidad de Dios, y el apersonalismo, el total desconocimiento de la idea de persona? No lo sé. Díganlo los expertos en los dos temas básicamente implicados en la interrogación precedente, Dios y el pensamiento marxiano. En cuanto a la cuestión propuesta, yo sólo sé -o creo saber- tres cosas. La primera, de carácter personal: que en lo que a mí atañe, quiero decir, en lo concerniente al cultivo de las dos disciplinas a que más íntimamente me siento obligado, la historia de la medicina y la antropología médica, en todo momento trataré de recoger y utilizar lo que en la obra intelectual de Carlos Marx me sea posible hacer mío. La segunda, de carácter europeo: que en las discusiones acerca del eurocomunismo, tal cuestión debería ocupar alguna vez un puesto central. La tercera, en fin, de carácter doméstico: que si en sus conversaciones sobre la estrategia y la táctica de las relaciones entre ellos mismos y con el poder gozan de alguna clarita los miembros rectores de los partidos Socialista y Comunista, o al menos la parte de ellos más vocada a la lectura y la reflexión, no estaría de más que se propusieran en serio la pregunta antes formulada.
Por lo que a mí toca, estoy bastante seguro de proceder así. En lo que toca a los demás, no tanto. Porque, como el poeta Salvador Espriu ante el destino histórico de Sepharad, tal vez yo no sepa sino percibir lo que dicen -lo que creo que dicen- els ocells de les cançons de l'aire. Poca cosa, bien lo ve, para mover a los hombres que a sí mismos se tienen por ejecutivos y prácticos.
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