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Sobre el tiesto y sus usos

Una calurosa tarde del final de la primavera de 1930, cierto ateneísta madrileño entró en el edificio de la calle del Prado, con el propósito de echar la siesta, o de dormitar un rato por lo menos. En el viejo «Ateneo» era conocida la clase de socios «durmientes» y más respetada que la de los masones que se hallan en la misma situación. Se trataba, por lo general, de hombres que tenían grandes programas sociales de tipo «regenerador» y que ante todo creían que la regeneración de España debía fundarse en el aumento del trabajo individual. EP ateneísta dormitó durante algún tiempo en un butacón del ángulo más oscuro de cierta sala apartada. Mas, de repente, se despertó: oía que alguien, no lejos, leía en voz alta lo que parecía ser el final de un drama: las últimas palabras eran algo semejante a esto: Alfredo: «Aunque nos separemos para siempre, siempre me acordaré de ti.» Leonor: «Yo también. Nos separará el espacio, pero estaremos unidos en el corazón.» Alfredo: «¡ Adiós, Leonor! » Leonor: « ¡Adiós, Alfredo!» (Telón.) La sorpresa y la inquietud del durmiente frustrado fueron grandes cuando, tras éste, oyó la voz cascada y conocida de un socio venerable, que decía: «,Es magnífico, es admirable, es portentoso, querido doctor! ¡Ha expuesto usted la teoría de Laplace como nadie lo ha hecho hasta ahora! No cabe duda: así será el teatro del futuro. Le pronostico un éxito inmenso.»El ateneísta, perplejo, se restregó los ojos para cerciorarse de que no soñaba, se levantó y fue a unirse con un grupo de amigos, a los que les contó lo que había oído. A ninguno le sorprendió.

Todos sabían que el doctor X, conocido profesor de Medicina Legal, cultivaba el teatro y que lo que prefería era escribir dramas en tres actos, en los que exponía una teoría científica, con objeto de educar al gran público. Ahora le había tocado a la teoría de Laplace. Pero era conocido que en otro drama, lleno de muertes, había puesto en escena la teoría especial de la relatividad de Einstein, la que se suele fechar en 1905, y en un tercero, aún más sangriento, la general de 1916. En una tetralogía había dado cuenta cumplida del origen de las especies. Parece que el doctor X no logró nunca estrenar, pese a los augurios de su venerable oyente, y se murió poco después, dejando como obra más conocida una serie de dictámenes forenses, en los que también demostraba gran imaginación literaria. Fue memorable uno en el que justificaba por qué el esqueleto de una persona desaparecida e identificada por él tenía tres fémures, en vez de dos.

El ateneísta que dormitaba en el ángulo oscuro del salón, aquella tarde primaveral de hace cerca de medio siglo se ha hecho viejo, como es de suponer. Con la vejez ha adquirido muchas experiencias y hoy ve, con cierta sorpresa, que tienen éxito intentos inversos a los del doctor X y mucho más aburridos. Hoy no se trata de embutir determinada teoría científica en un drama de corte parecido a los de don Antonio Garcia Gutiérrez (hay que recordar que el doctor X empleaba, a veces, el sonoro verso castellano y que llevó a cabo una adaptación de El trovador, precisamente para explicar los principios cardinales del darwinismo). No. Todo lo contrario. Hoy, en primer lugar, se trata de coger una hermosa obra literaria y someterla a los métodos más rigurosos de la dialéctica, para juzgar, en fin, si es buena o mala, en nombre de la ciencia y de la moral. Esta es una tarea que parece corresponder generalmente a los que han pasado lo que en matemáticas se llama «el puente de los asnos»: pero que no están todavía muy lejos de él.

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Hay otro género de sabios que se hallan ya a muchos kilómetros del puente asnal (en la última parte del camino que lleva al conocimiento supremo), que aplican las ecuaciones, la estadística y la trigonometría a la crítica literaria. Ante estas tareas, científicas en esencia, el viejo ateneísta piensa que acaso fuera un gran dislate escribir dramas tomando como base la teoría de Laplace; pero que, por otro lado, es dudosa la necesidad de aplicar el principio de la lucha de clases para averiguar si el Satyricon, de Petronio, es una obra moral o no. Tampoco está muy seguro de que sea útil meter en computadoras los dramas de Eurípides, de Shakespeare o de Calderón, para medir el grado exacto de angustia que contienen. ¿Pero es que puede haber angustia en una obra antigua? Muchos saben ya que el hombre moderno es de índole tan particular que ha sido el primero que ha experimentado esta sensación.

Así se explica el existencialismo en sus distintas manifestaciones. Así, también, algunos novelistas filósofos han escrito páginas tan eficaces que angustian al que las lee como si tuviera graves síntomas de indigestión, con náuseas, arcadas y deseos de devolver.

El ateneísta que en su juventud fue testigo de los intentos dramáticos del doctor X, perplejo, dubitativo, inseguro, se pregunta en la vejez. Primero: ¿Vale la pena escribir teatro desarrollando temas científicos?; segundo: ¿vale la pena hacer filosofía moderna con algo que está ya muy bien expresado en la literatura clásica; tercero: ¿vale la pena hacer crítica literaria aplicando la tabla de logaritmos o unos cuantos criterios de moralina científico- política o religiosa? Cree que todo esto, en suma, no vale la pena: pero todo esto se ha hecho, se hace y se hará. Porque tan humano es regar amorosamente el tiesto, como mearse fuera de él. He aquí la justificación del título de este breve escrito. En lo de fijar cuáles son las lecturas buenas y malas hay -por otra parte- raras coincidencias entre sabios religiosos (de los que más vale no citar el nombre) y sabios laicos (de los que también es preferible no recordar cómo se llaman). Condenan éstos, así, a don Juan Valera a «la luz» del «materialismo histórico». Los otros le ponían reparos por «paganizante» y poco cristiano.

El viejo ateneísta, como todos los viejos, tiene la nostalgia del pasado y al fin piensa que los raros intentos del doctor X eran más divertidos que las graves «realizaciones» de los críticos y filosofantes aludidos. En vista de ello, ha decidido volver a intentar hacer algo parecido a lo que el buen doctor intentó sin éxito y a lo que parece que antes ya sedujo algunos ingenios del siglo XVIII. En aquella bendita y envidiable época había gente tan sutil que hasta planteó la posibilidad de bailar las máximas de Mr. De la Rochefoucauld. El viejo ateneísta no sabe física, ni astronomía, ni biología, como el doctor X. Pero, en cambio, le gusta la filosofía y está resuelto a escribir un drama en verso heroico, desarrollando la Phaenomenologie des beistes, de Hegel, y otro, de capa y espada, para explicar la crítica del juicio teleológico de Kant. Porque cree más provechoso hacer cosas disparatadas que cosas aburridas; más útil, convertir lo difícil en loco que lo sublime en aburrido. En suma, concluye. Algunos hombres de ciencia muy representativos de nuestra época son lo contrario de los físicos atómicos, que, por otra parte, dan hoy la nota máxima de modernidad. Los físicos, de un trozo de materia inerte, son capaces de sacar, desintegrándola, una cantidad espeluznante de energía. Los críticos científicos, de un texto de energía maravillosa, sacan un trozo de materia inerte. Un libro de quinientas páginas, con el aspecto de ladrillo mal cocido. Todo es ciencia al fin y al cabo: el transformar la masa de energía y el transformar la energía en mamotreto. Pero una es «ciencia dentro del tiesto», otra es «ciencia fuera. del mismo».

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