Deyá, el problema de la conservación del paisaje humano
Deya, en la escarpada costa del noroeste de Mallorca, es un pueblecito quie antes vivió del olivo y que hoy se dedica al turismo. Un turismo muy especial el suyo. Desde hace quince años la mitad de los payeses se han marchado, pero han sido sustituidos por otros tantos extranjeros, que son hoy la fuente de riqueza del pueblo. El precursor, el novelista inglés Robert Greaves, autor del televisivo Yo, Claudio, llegó hace ya cuarenta años y aquí se quedó. El problema es, hoy, buscar otros medios de vida que permitan conservar el paisaje sin vender lo poco que queda y abran, al mismo tiempo, otros horizontes a los naturales. Nos lo cuenta nuestro enviado especial Sebastián García.
Además de poca, una gran parte del agua que el cielo le regala al canario se va directamente al mar ante la escasez de presas, cuya construcción está muy limitada por las imposiciones técnicas: terreno muy permeable y de pendientes pronunciadas que no permiten, por tanto, los grandes almacenamientos.Aliados del cielo y del terreno, y con las bendiciones de una ley de 1868, en Canarias han surgido unos especuladores del agua de condición desconocida en la Península: son los aguatenientes y los aguamangantes, términos que pueden resultar gracioso para el no iniciado, tras los que se esconde una drarnática realidad. Son los detentadores de un recurso escaso y vital, y, por tanto, de un poder omnímodo. Cuánto sea ese poder es fácil deducírlo si tenemos en cuenta que el 80% de los recursos acuiferos de que dispone Gran Canaria y el 95% de los de Terierife proceden del subsuelo y son administrados en últirna instancia por una docena de personas.
Al amparo de esa ley que establecia el carácter privado de las aguas del subsuelo, y como -ya se ha indicado- casi no hay otras en Canarias, se desencadenó en el archipiélago una fiebre de agua que no tiene nada que envidiar a la fiebre del oro en cuanto a la capacidad de excavación o perforación y todavía menos en cuanto a rentabilidad. Llevados por este afán en Gran Canaria se han excavado 1.253 pozos (los de menos de treinta metros a parte) que totalizan 153 kilómetros y suministran cien millones de litros de agua al año. El precio de venta en esta estación del año excepcionalmente buena de lluvias oscila entre veintiocho y treinta pesetas metro cúbico, lo que permite hacerse una idea del volumen de dinerd que mueve el agua solamente en Gran Canaria (y sin control fiscal, que esta es otra cara del problema).
Por las condiciones orográficas, en Tenerife predominan, en lugar de los pozos, las galerías, perforaciones horizontales que totalizan 1.380 kilómetros y permiten la extracción de unos 192 millones de metros cúbicos al año. El precio del agua es considerablemente menor e incluso hay ligeros excedentes de agua.
La fiebre del agua ha originado lo que un ingeniero agrónomo de Unión del Pueblo Canario, Manuel Bermejo, denomina el suicidio colectivo: si alguien alumbra agua en un determinado punto, otro peribra más arriba y seca o reduce el caudal del primer alumbramiento. Esto ha provocado una guerra de perforaciones, a razón de 35.000 pesetas el metro lineal de costo medio.
La anarquía en la extracción lleva a un descenso de la lámina de agua de ocho a diez metros por año, que se traduce en salinización de aculferos en la costa y en desertización en las cumbres.
El desorden de extracciones encuentra su debida réplica en el oligopolio de distribución del agua. Son los aguamangantes, que, en palabras de un agricultor, «sirven el agua donde quieren, cuando quieren, al precio que quieren y con una medida para ellos y otra para el destinatario». Entrar en las servidumbres que genera este poder del agua para el que carece de ella (y son la mayoría) desborda las posibilidades de este informe.
Pero si en algo coinciden todos los grupos políticos canarios y los técnicos es en la necesidad de acabar con el oligopolio y en racionalizar los consumos (tampoco es posible extenderse ahora sobre el tenia) y la producción de agua.
Deyá, como casi todos los pueblos de la costa noroeste mallorquina, está algo entrado en el interior, protegido al fbndo de la cala de los ataques piratas que abundaban en la época -siglos XVI y XVII- en que la villa se formó como tal. Sus casas se extienden en la. falda de un cerro esparpado, por el lado que da la espalda al mar y frente a la gran sierra de Mallorca. Esta disposición no es casual, sino que las poblaciones se construían así para ocultarse de la vista del mar.
La población se formó a partir de una alquería propiedad de los monjes del Císter, llevados al lugar por uno de los nobles que ayudó a Jaime I de Aragón a conquistar la isla. Los frailes arrendaron el terreno a los antepasados de los actuales payeses que lo pueblan, quienes lo dedicaron al cultivo del olivo. Lo escarpado de la orografía obligó a los cultivadores a abancalar el terreno, llenando la montaña de una tupida red de terrazas, que la cubre hoy por completo.
Este es el primer aspecto que se encuentra a la vista el viajero que llega al pueblo, tras recorrer una accidentada carretera desde Palma y el llano de la isla. Junto a ello, sorprende, en segundo lugar, la construcción de sus casas, todas de piedra y con cierto parecido a los caseríos vascos, en el corazón del Mediterráneo. No es extraño, sin embargo, el uso de este material: piedra es lo que existe en Deyá por todas partes.
Desde siempre, los aproximadamente ochocientos habitantes que tenía el pueblo se dedicaron al cultivo del olivo. Venían a coger la aceituna gentes del interior, sobre todo mujeres, pagadas ajomal y en especie, con el mismo aceite, que valoraban mucho porque en su comarca no había. Hoy, sin embargo, queda la mitad de la población y el olivo ya casi no se cultiva. Los bancales siguen en pie, pero no se sabe por cuánto tiempo. ¿Qué ha pasado?
Al servicio del extranjero
Hace unos doce o quince años, unos cuantos extranjeros avisados, y al mismo tiempo hartos de vivir en sus grandes ciudades de origen, descubrieron la maravilla de paisaje y tranquilidad que es Deyá y comenzaron a comprarlo. Al mismo tiempo, el mercado del aceite de oliva se iba poniendo cada vez más difícil para la explotación casi artesanal que hacían los payeses, y llegó el momento en que éstos descubrieron que era mejor vender y dedicarse a servir a los extranjeros.
Hoy viven en Deyá habitualmente unas ochocientas personas, la mitad de ellas extranjeros, artistas e intelectuales en su mayoría, también retirados, que suelen ir y venir, a temporadas, a sus lugares de origen, al mundo exterior. Ellos han comprado más de la mitad de las casas. Los demás habitantes los payeses, cuidan las residencias cuando no están sus propietarios, atienden los jardines, explotan los pequeños negocios del pueblo, sirven a los nuevos inquilinos, en una palabra.
Poco a poco, las dos comunidades han llegado a una entente. Al principio las distancias eran casi insalvables y ambos mundos se ignoraban; pero, después, el payés ha llegado a conocer la sociedad y la vida moderna, y ello le ha facilitado acercarse al extranjero, mientras éste se adaptaba a la realidad vital que encontró en el pueblo. Hoy existe, por ejemplo, una asociación de vecinos donde trabajan juntos unos y otros. Los hijos de los extranjeros van al colegio -dos clases de enseñanza básica- de los mallorquines e incluso al instituto, al vecino Sóller.
El otro turismo, el masivo, el habitual de Mallorca, casi no ha llegado a Deyá. No cabe. Tan sólo hay un hotel cerca del pueblo y, aunque en verano llega a haber unas 2.000 personas en la zona, es de todas formas un turismo comedido y pacífico, que busca más la tranquilidad que el bullicio. Algún vecino de Palma acude el fin de semana y sólo en agosto -se quejan los vecinos- llega la avalancha de los franceses, con sus sombrillas y sus barcas, arrasando.
La nueva vida
El payés no se queja de su suerte. La mitad ha tenido que irse, cierto, pero los que han quedado han cambiado a mejor. Del duro trabajo de la tierra han pasado a vivir de las divisas, dinero seguro y más fácil. Pero no todo han sido ventaJas. Las casas que hace quince años se vendieron por 500.000 pesetas, hoy no se compran por menos de cuatro o cinco millones. Y tampoco se pueden construir otras nuevas. El Gobierno declaró la comarca zona de paisaje pintoresco y se necesitan 15.000 metros cuadrados para poder levantar una vivienda unifamiliar.
Los jóvenes, que no pueden vivir de la agricultura, porque ni saben ni sería rentable, se marchan en busca de trabajo, que en el pueblo no hay. Así, han quedado sobre todo viejos y niños. Además, los matrimonios jóvenes se ven sin remedio imposibilitados de encontrar una vivienda donde instalarse y han de ir a buscarla a otro lugar.
Eso sí, la tradición se mantiene. Elpueblo ha perdido algo de identidad, al pasar de agrícola a turístico, pero el proceso ha sido diferente de lo ocurrido en otros sitios. Aquí no ha llegado la avalancha, sino un grupo selecto de gente que buscaba la sencillez rural e isleña. Se ha unido su interés a la tendencia conservadora del payés y entre ambos grupos han guardado la tradición.
El de Deyá es un alcalde insólito: Epifanio Apezteguía, un bilbaíno que vino de Madrid cuando estudiaba preuniversitario, se enamoró del lugar y desde entonces luchó sin cesar para volver a él. Tanto, que acabó siendo la máxima autoridad local. En las elecciones es candidato a seguir en el cargo y casi todo el mundo le votará. Lo ha hecho bien.
Se presenta bajo las siglas de UCD, pero esto no es lo más importante. Si se le pregunta por su ideología responderá que se sitúa entre Blas Piñar y los trostkistas. «Mire, fui el único alcalde de Baleares que en la época de Arias Navarro se negó a ser jefe local del Movimiento. Ello costó algún disgusto para el pueblo y para mí. También, al principio, tenía la costumbre de reunir a los vecinos para discutir las decisiones importantes, pero me obligaron a dejarlo. Hoy, sin embargo, los que están en la oposición, los socialistas, por llamarlos de alguna manera, me dicen que soy de derechas.»
El señor Apezteguía tiene una muy clara imagen del presente. «Una legislación tuerta, que veía el paisaje, pero no el hombre, permitió que éste se convirtiera en un pueblo de sirvientes. Se decretó que no se podía tocar nada del paisaje, pero no se dotó a la gente de medios para conservarlo. Y el paisaje es, ante todo, creación del hombre. Fíjese: todo Deyá es una colina abancalada para la agricultura, pero cuando ésta no es rentable, la gente la abandona. Los bancales seestán cayendo, porque el payés no puede dedicarse a conservarlos, si no le dan provecho.»
«No se puede tener unjardín sin pagar por su conservación. Si se quiere conservar Deyá con su interés paisajístico, y humano, en su integridad, hay que poner los medios, hay que subvencionar este cultivo del olivo para que puedan seguir existiendo los bancales, sin que sea a costa del payés.»
El problema para Deyá es hoy conseguir otra fuente de ingresos que permita quedarse a la gente. Una idea del alcalde fue instalar una clínica de reposo o de medicina naturalcomo las existentes en Austria o la Riviera francesa, que traen pocos clientes y adinerados. Hace años se intentó poner en marcha un proyecto así, con un grupo internacional. De una plantilla de unas 120 personas, la mitad hubieran sido puestos de trabajo para los naturales del pueblo. «Pero no fraguó, porque el concepto de conservación que tenían las autoridades -las de fuera del pueblo, naturalmente- significaba que no se podía tocar nada, hacer nada.»
El caso es que la renta per capita de la población autóctona no ha variado sensiblemente desde la llegada de los extranjeros. La solución de un nuevo medio de ingresos como esa clínica o unos hoteles, por muy cuidadosa del paisaje que fuera su instalación, ¿resolvería el problema de la conservación del paisaje tradicional del pueblo? Además, crearía puestos de trabajo, pero habría que hacer viviendas infraestructura, en fin, para una población renovada.
Mañana: Santiago de Compostela
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