_
_
_
_

Marbella, un barrio de pescadores convertido en una urbanización de lujo

Antes de que un aristócrata extravagante con fama de play boy abandonase la Costa Azul francesa para entusiasmarse con Marbella, ésta era una aldea de pescadores que malvivían de la venta de chanquetes y de sardinas. La miseria y la incultura definían a Marbella en la década de los cincuenta, cuando a la sombra del marqués de Ivanrey, tío del príncipe Alfonso de Hohenloe, comenzaron a llegar los primeros turistas.Treinta kilómetros de playa salvaguardada por las montañas de sierra Blanca, con tres grados menos de calor en verano y tres más en invierno que sus vecinas Estepona o Fuengirola, no le pasaron inadvertidos a Ricardo Soriano, marqués de Ivanrey, el constructor de «El Rodeo», la primera urbanización de Marbella. A partir de ese momento el turismo lo invadió todo. Transformó el antiguo barrio de pescadores en la ciudad mejor urbanizada de la Costa del Sol y revolucionó las costumbres de sus habitantes, cuyos medios de vida pasaron a depender por completo de los visitantes.

Fue entonces cuando nació la solidaridad entre los marbellíes para sacar el máximo partido de la nueva situación, solidaridad que todavía perdura. Beni, el dueño del restaurante del mismo nombre, vigila atento al servicio para que las mesas estén bien atendidas. Lolo, el camarero del pantalón negro ceñido y la camisa colorada de lunares al mejor estilo folklórico, avisa a Josete, el fotógrafo ambulante. Se acerca Josete a una mesa y enfoca su Polaroid a los alemanes barrigudos o a las belgas desdentadas: ¡Quietos. One, two, three.. click. Fantaaastic....! De aquí le viene el nombre a Josete, el Fantástico, el hombre que construye llaveros con las fotografías y las vende a trescientas pesetas. Josete es el próximo en cargado de correr la voz: «Oye chiquiyo, vente pacá, que están aquí el torero tal o la actriz cual. Las fotos-impacto de los famosos aparecerán con su último ligue en las portadas de las revistas del corazón y, naturalmente, se citará su procedencia: «Fulanito o menganito, cenando en Beni...» Así es como el restaurante se convierte en foco de atracción, se multiplican los clientes y vuelta a empezar.

Los antiguos pescadores

Los marbellíes que no han abierto un restaurante o un chiringuito en Puerto Banús, no son camareros o no son fotógrafos, habrán tenido una trayectoria muy similar a la de Miguel Galdeano, de la familia de los Fogoneros. Miguel tiene 43 años y trabaja -dice- catorce horas diarias para inaugurar el bar recién adquirido en una barriada modesta de Marbella. Su padre, Juan Galdeano, vivía con su mujer, Carmen, y todos sus hijos en una casa del barrio de pescadores de dos habitaciones y un cuartito. Se pasaba la vida a bordo de su barca Cuatro Hermanos, siempre en la mar. Dice Juan que de niño pasaba hambre: «A veces traía mi padre veinte o treinta tinas de sardinas, pero otras veces... todos los chiquillos esperando en la playa, y mi padre nada, ni un malpescaíto bajo el brazo.»El hijo mayor de el Fogonero, José, siguió los pasos de su padre hasta que cumplió cuarenta años. Se vendía mal el pescado y el trabajo era muy duro. José se empleó en la mina de hierro, hoy inactiva. Salvador, después de pasar 35 años en la mar, se asoció con un amigo y entre los dos instalaron un garaje lavacoches. Juan, el tercero de la saga, pensó que el ejemplo de sus hermanos mayores y de su padre no le convencia, toda la vida trabajando sin poder salir de la miseria.... y optó por el contrabando. Cada día, en bicicleta, desde la Línea de la Concepción hasta Marbella, vendía bien el aceite y el tabaco en el mercado negro. Con los dineros de compra de la casa de sus padres. Veinte mil pesetas le costó entonces a Salvador la casa, hoy convertida en la pensión Los Galdeanos y valorada en diez millones de pesetas por algún turista al que le gustaría vivir a la orilla de la playa.

A Manolo, en cambio, le gustaba la vida en el mar, y cuando se cansó de la rutina de la captura y la venta de pescado en su pueblo, se embarcó en un gran pesquero de Cádiz y bajó a faenar hasta las costas del sur de Africa. Al cabo de los años regresó a su pueblo con el cargo de contramestre y con unos duros ahorrados. «Con lo que ajuntó por esos mares pudo comprarse un barco propio.» Manolo trabaja sólo en su barco, cubre la tarea que en realidad correspondería a una tripulación de ocho personas, y después es él personalmente quien se encarga de vender en la puerta de su casa o en e puesto del mercado. Pero es que Manolo tiene que pagar cada mes las letras del motor de su barco, 350.000 pesetas, para la casa Barreiros.

Antonio también fue pescador, y cuando el boom turístico alcanzó su auge. Se ganaba más en la construcción y allí que se metió de peón albañil. Sólo que Manolo tuvo mala suerte, pronto le cogio la crisis, los edificios se paralizaron en el armazón y ni un sólo hotel se levantó en Marbella. Del paro ha pasado a cobrar la invalidez, por una enfermedad de la columna vertebral que le mantiene prácticamente inmóvil.

Miguel, el menor de "los Fogoneros"

Y el menor de los hijos de el Fogonero, Miguel, cuenta que pasó sus años de adolescente en la escuela de Flechas Navales, «era un sitio como el Frente de Juventudes, pero en marinero», explica, y con diecinueve años se marchó a la mili. Allí podía haber hecho como algunos amigos de Marbella, quedarse en el Ejército y no volver a pasar hambre, pero Miguel prefirió colocarse como botones en uno de los primeros hoteles de la costa y aprender el oficio de electricista. Miguel tuvo ocho hijos, así es que «cuando acababa el trabajo en el hotel me iba a hacer chapuzas de fontanería o de electricista, pero nunca tenía suficiente. Estuve dos años acostándome muy tarde, trabajando mucho, hasta que me salió la oportunidad de regentar un bar en alquiler». Su mujer y sus niñas ocupaban todas las horas del día detrás de la barra, hasta reunir el dinero que necesitaban para ser dueños de su propio bar, Los Galdeanos.Lo que Miguel siente es que no le hayan concedido la licencia de taxista. Dice que presentó la solicitud en el Ayuntamiento y pasaron catorce años sin que le respondieran, «y eso que más de un día dejaba a mis hijos sin comer para comprar una langosta así de grande, para regalársela al teniente alcalde, a ver si se acordaban de mí».

Pero la langosta no surtió el efecto esperado ni tampoco las recomendaciones. La mujer de Miguel formaba parte del servicio del chalet de Debora Kerr, y cada vez que el marqués de Villaverde visitaba a la actriz de Hollywood y a su marido, aprovechaba para ver si podía hacer algo para que le concediesen la licencia a su marido. Era cuando Paco Cantos estaba al frente de la alcaldía. Casi veinte años estuvo en el cargo y durante ese tiempo se ganó las simpatías de algunos y las antipatías de los más. Los marbellíes se han vengado a su manera de Paco Cantos. Incluyeron su nombre en la sorna que dedicaron a los caciques: «De Limas, Cantos y Belones estamos hasta los c...» El señor Cantos se autoadjudicó una plaza en el pueblo y colocó en el centró su efigie en bronce. La noche siguiente a la inauguración solemne del monumento un grupo de rojillos pusieron una corona de heces sobre su cabeza. Pese a la vigilancia constante que el alcalde mandó poner en su plaza, hubo algún otro que supo burlar el celo de los guardias y el busto de Paco Canitos aparecía algunos días con sombreritos de papel.

Otro marbellí popular, Pepe el Chato, también ha resuelto su vida en torno al turismo. Su trabajo consiste en ordenar las tumbonas en la playa y cobrar a los bañistas que las usan: Son siento sincuenta pesetas, madam... El resto del tiempo se distrae bajo la sombrilla jugando con su perro y charlando con los amiguetes que se acercan por allí.

La convivencia entre los marbellíes y los turistas no es conflictiva. Aquéllos viven gracias a éstos, y los realmente marginados son los gitanos, un grupo de veinte familias hacinadas en chabolas, a ambos lados de la carretera de acceso a un hotel de lujo.

El mayor problema para los habitantes de Marbella viene dado por la condición social del turismo. Normalmente, se vive por encima de las posibilidades y ésto acarrea problemas. El príncipe Alfonso de Hohenlohe está muy orgulloso de haber traído turismo de calidad, y no como esos que van a Torremolinos: en Marbella se reúnen los Rotschild, los Bismarck, los Alba, los Fierro, Coca, Arión, y un largo etcétera de apellidos ligados a la oligarquía o a la aristocracia. Hasta Aristóteles Onassis atracó su yate en Puerto Banús.

Vivir por encima del nivel medio

Todo ello ha configurado que el nivel de consumo por habitante en Marbella sea el más elevado del país y que los precios, desde un helado hasta una carrera en taxi, resulten el doble de caros que en los restantes centros turísticos de la costa. El nivel de vida es muy superior al normal y a los que viven de su trabajo les cuesta seguir el status marcado por la élite foránea. La moralidad de Marbella poco tiene que ver con las costumbres tradicionales españolas, pero nadie se escandaliza de nada. Incluso el cura de la parroquia de la Virgen Madre, un hombre que repele la sotana y comparte su iglesia con los anglicanos, los protestantes o los luteranos, no pone peros a la moda del top less.El problema reside a nivel individual, en el ritmo de consumo que se impone cada marbellí, muy difícil de calibrar para no dejarse arrastrar por el que han impuesto los extranjeros. Este tema fue resumido por el responsable del casino de Marbella: «Si un árabe se deja en la ruleta diez millones en una sóla noche, no pasa nada; al contrario, son divisas para el Estado español, pero cuando llega el camarero al casino después del trabajo y pierde el salario de todo el mes...»

De todas formas, el casino contribuye en un 5% en la financiación del Ayuntamiento y tal vez sea la Corporación municipal de Marbella de las pocas que han devuelto ochenta millones al Ministerio de Hacienda, porque a Paco Cantos le pareció que sobraban.

El martes: Almusafes (Valencia)

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo

¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?

Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.

¿Por qué estás viendo esto?

Flecha

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.

Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.

En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.

Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_