La digestión de Einstein
Entonces van los periodistas y le preguntan a la señora de Einstein si comprende la teoría de la relatividad: «Me la explicó Albert varias veces. Pero no la creo necesaria para mi felicidad hogareña.» Es la anécdota que más han repetido en el centena no del nacimiento del «inventor del universo», como le dicen cariñosamente por los medios de comunicación.Veamos otras cosas aprendidas estos días de pasión conmemorativa de la relatividad. Por de pronto, algo esencial en la biografía de los genios: que Albert era mal estudiante, que sus profesores no apostaban un marco por su futuro intelectual. Ya se sabe, todos los grandes hombres fueron niños corrientes y molientes, ergo tras las catastróficas evaluaciones mensuales de los pequeños del hogar puede agazaparse un Nobel. Tópico que se complementa con otra querida consolación de la vida familiar: los niños prodigio dan escaso resultado de mayores.
Más informaciones sobre el caso Einstein, tal y como surgen en la prensa. Los nazis lo acusaron de materialista, y los soviéticos, de idealista. El modelo narrativo se perfila: ni fascismo ni comunismo, sino todo lo contrario. Es el viejo truco del centro, arcano monopolizador del buen sentido burgués, de esa ideología que quiere estar desparramada por todas partes, pero su circunferencia no aparece por parte alguna: el dios de Hipona, la esfera de Pascal y la metáfora predilecta de Borges Un centro, por cierto, escasamente einsteniano, que si algo odiaba nuestro hombre era es procedimiento idiota de afirmar algo por exclusión simultánea de dos oposiciones contradictorias que no vienen a cuento. El ninismo terrible de nuestra infancia.
Nos quedan todavía por resolver dos enigmas para que la retórica de la vulgarización científica, género codificado por excelencia, pueda secuestrar impunemente para la doxa la incómoda revolución del sabio: sus creencias religiosas y sus aficiones. Para lo primero está sirviendo una broma filosófica pronunciada por Einstein allá por 1920, y por la que se proclamó seguidor del dios se Spinoza; para lo segundo, sus aficiones al violín, a los jerseys; y pantalones del estilo de Diane Keaton y cierto aire de «clown triste».
Y ya tenemos traducido al tipo de la bata blanca a la escala burguesa de lo verosímil vedetizado, metaforizado, fotografiado, narrado en román paladino como un mito cualquiera. Pero, sobre todo, desprovisto de su principal seña de identidad: aquel lenguaje científico y subversivo que lo distinguía, precisamente, de los demás mortales y cuya presencia en nuestros hábitos mentales sigue siendo una insoportable impertinencia porque, desde Aristóteles para acá, sólo la poesía parece tener derecho a la complejidad. La crítica de arte, aunque suelen ser lo mismo.
Es el momento de celebrar sin temor al infierno materialista el centenario de la relatividad: nombrado y clasificado el personaje. Con la señora Einstein de Einstein encargada de la dualidad ciencia-corazón; con las malas notas juveniles ilustrando la teoría de la igualdad de oportunidades capitalistas; con el ninismo como ideología; con la armonía spinozista como coartada religiosa y con el violín humanizando la misteriosa fórmula del E= MC2. El universo al alcance de todos los bolsillos y de todas las entendederas.
Nos hablan de transmitir unos saberes al profano, pero lo que se lleva a cabo es un reconocible acto de profanación: lo que canaliza esa estúpida retórica de la vulgarización no es el discurso crítico de la ciencia, sino la impresentable ideología de los intermediarios del proceso comunicativo.
Salimos del centenario ignorándolo todo de la revolución einsteniana, pero dispuestos a regalar una cocina forlady a la esposa para que siga siendo feliz, exculpando las malas notas de la prole, votando en las municipales a los ninistas, poniéndole un cirio al dios de Spinoza y respetando a los violinistas. Tiene razón Woody Allen: «¿Podemos en realidad conocer el universo? ¡Dios santo, no perderse en Chinatown es; ya bastante!»
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