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ELECCIONES MUNICIPALES

Algete, un pueblo condenado a ser diez veces mayor

Entre los efectos contaminantes de Madrid-capital hay uno que habrá de ser inmediatamente incluido en el catálogo de pestes modernas. Consiste en una prolongación del hacinamiento, desde Orcasitas, Vallecas, Carabanchel y otros campos de concentración hasta pueblos cada vez más alejados. Algete es uno de los sitios a los que ya ha llegado la que parece una incontenible mancha de cemento. Primero llegan las torres de viviendas; luego, los emigrantes. Escribe Julio-César Iglesias.

La primera consecuencia de la invasión de los pueblos es la impersonalidad. Hoy podría ofrecerse una larga lista de poblaciones que fueron perfectamente separables, según tradiciones y modos de supervivencia, y son, cada vez más, extraños lugares que aparecen de pronto en mitad del suelo.Cada vez más, Algete, que fue un lugar distinto y es un lugar indefinido, parece una barriada madrileña que los cíclopes se encargaron de evacuar.

«A sólo veinte kilómetros de Madrid pueden hallar los automovilistas que huyen hacia el Noreste un cartel para egiptólogos. Con ayuda de una buena lupa conseguirían leer la palabra «Algete» en caracteres férricos antes de descubrir un deslumbrante AIgete en pintura plástica, rotulado bajo un anuncio, doscientos metros más allá. Más que por las indicaciones, a Algete se llega por un presentimiento; los dos rótulos determinan exactamente el pasado y el presente del pueblo.

A primera vista, Algete es uno de esos pueblos ágiles que los primeros colonizadores concibieron desde una vocación escapista, evitando las rocas y otros abrigos. Está enclavado en un lugar mesetario en el que la luz obliga a entornar los ojos.

A Algete sólo le quedan bienes residuales. Le quedan, por ejemplo, unas 120 vacas y unas 1.500 ovejas que vuelven al redil orientándose por el ruido de las hormigoneras. Según el último censo, acoge a 2.298 habitantes herederos de los nativos, pero el censo miente, porque allí duermen cada noche más de 4.000 refugiados, si se cuenta a los pequeños fugitivos de Extremadura, Andalucía y Castilla la Vieja convertidos en apátridas después de la transmigración de almas llamada migración interior; en emisarios restantes de distintas viejas ciudades.

Tenía Algete viñedo y olivar, y tiene, a la sombra de veinticinco industrias, los mismos cereales que sobrevivieron a los profanadores de las pirámides, y también unos olivos acorralados por la formación de bloques que todos hemos visto en otra parte. Tenía mucha tranquilidad, y tiene incluso varios semáforos para que los paseantes puedan caminar cumpliendo órdenes, y unos indoloros sellos circulares de barro que dejaron en los grandes muros de la iglesia parroquial los antiguos partidos de pelota, porque también allí el deporte ha tenido un antecedente clerical y los deportistas con la iglesia habían topado los domingos a mediodía.

Es difícil saber si en el futuro estarán aseguradas la buena forma y la cultura de los pelotaris lugareños, anteriormente velada por los partidos a mediodía y la catequesis. Hoy, el pueblo dispone de nueve aulas mixtas para surtir a una población escolar de seiscientos niños, cada uno de los cuales podrá beneficiarse durante medio minuto diario de la sabiduría del maestro, en reparto equitativo. En Algete aprenden el abecedario pequeñas multitudes absolutamente desinteresadas de la cotización de las inmobiliarias en bolsa, pequeños aprendices de emigrante interior a quienes aseguran los futurólogos de la estadística 40.000 vecinos en menos de diez años.

Dice el alguacil que ya no son recuperables, en todo su esplendor, la cucaña ni las carreras de sacos y de bicicletas en las que se competía con la gente de los pueblos próximos el día del Cristo de la Esperanza, ni las sobremesas de antaño: «Antes, al caer el sol, todos nos reuníamos en las tabernitas a jugar al tute, al mus y a la brisca, y planeábamos la matanza y las próximas fiestas. Ahora, los nuevos habitantes no entran en el costumbrismo del pueblo: cada cual va a lo suyo. Quizá sea que la juventud ha cambiado, pero a mí me gustaba más aquello».

Unos días antes de las elecciones municipales, la juventud de Algete, el pueblo que acaba de adquirir el derecho al voto, se divierte con lo que tiene.

Tiene un proyecto de ciudad dormitorio, una alcoba desaforada que puede adquirise en cómodos plazos, una discoteca en la que los balidos forman parte del repertorio de los Bee Gees, y no recuerda otra fiesta que el aturdimiento.

Cualquier domingo en que los automovilistas hayan decidido huir hacia el Noreste de la capital encontrarán un cartel ilegible, y quizá acierten a entender una lúgubre melodía.

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