Blas Piñar, en el Congreso
No creas que va a entrar en vuelo rasante, a media altura como Superman, el brazo extendido hacia arriba, la chaqueta blanca orgánica, el traje de caucho bien ceñido a las partes viriles, la ceja arqueada por la ira y el mentón aproado, cortando el aire del pasillo. El caserón del Congreso está poblado de enanitos acostumbrados a cualquier ejercicio de mitología, a cualquier truco de especialista. Si Blas Piñar pasara por el cielo del hemiciclo en plan flecha justiciera, seguido por una ráfaga luminosa de cohete borracho, los diputados no levantarían la vista del crucigrama. Pero no va a pasar nada.Blas Piñar llegará el primer día al Congreso hecho un caballero cristiano, masajeado con Agua Velva y la sorpresa probablemente se la va a llevar él cuando se encuentre con que la famosa madre patria está tomando un pincho de tortilla en el bar y que no tiene ganas de que la salve nadie.
La democracia siempre acaba por amansar a los héroes. Ha habido casos muy sonados. Fraga llegó al Parlamento creyéndose un Maura inseminado por Calvo Sotelo. Dos años dándole masaje con el reglamento en la potente nuca, hicieron el milagro: al final Fraga se convirtió en un personaje que sólo en los momentos de delirio se creía Fraga. Ahora el último calambre de cómputo de votos lo va a transformar en profesor de Derecho Político, sección de teoría, con plena dedicación. He aquí a un héroe reducido al estado seglar, suspendido a divinis.
En el primer momento puedes creerte Superman con aletas en el omoplato y andar marcando con los zapatones un ritmo espartano en las baldosas del recinto. Puedes mirar el tendido de escaños e imaginarlo como un campo magnético para tu sagrada venganza. Estos degenerados demócratas me van a oír. Y te encaramas en la tribuna con un salto jabonado de delfín cuando por fin te dan el complicado, pactado, ardientemente deseado turno. Coges la trompeta de la apocalipsis y comienzas a soplar patrióticamente el toque de diana, de retreta, de oración o de silencio. Pero allí sólo hay un silencio de crucigrama o un murmullo de moscardón, que la más abrupta burrada sería incapaz de cortar. Y notas por las risas de la canallesca en el palco que, si descompones la figura, te conviertes en material de circo; que, si inflamas la voz, te llaman antiguo; que, si te caen las hormonas masculinas por la pernera del pantalón, se limitan a pasar el plumero por la tarima y no sucede nada. Y cuando al final, con un párrafo redondo, ya has vaciado los pulmones como un lanzallamas de azufre y consideras que ya has vengado a los tuyos, un flautista tecnócrata te recibe al pie del estrado, manda que le sigas y tañendo dulce melodía te lleva, te trae, te enreda por un laberinto de moqueta y después, con un arpegio de remate, te abandona en el grupo mixto. Y a esperar el turno del mes que viene. Tu entusiasmo lo ha cogido el secretario de la mesa y lo ha grapado entre dos apartados, como un bocadillo de mortadela. No es necesario que los bedeles echen bromuro en las perolas. Es suficiente con el muermo centrista para quebrar a los héroes.
Blas Piñar puede despertar cierta curiosidad en las primeras jornadas del Congreso. Los fotógrafos le abrirán flores de magnesio sobre su cabeza de redentor. Y él tendrá que sonreír. Los periodistas le harán preguntas mordaces, mortificantes. Y él tendrá que sonreír para estar a tono con el minué de los vitrales, de las alfombras, de los mármoles veteados. Y así llega el momento en que los mofletes acaban por dibujar una sonrisa sintética, la suficiente para que el adversario vea tu diente de oro. Lo mismo le sucedió a Hércules, furioso mientras trataba de limpiar los establos de la democracia. Comenzó a sonreír para quedar bien y acabaron por echarle del Olimpo por marica.
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