España y las Comunidades Europeas: un debate necesario
Secretario general para las relaciones con las Comunidades Europeas
Luis Alcalde, en un inteligente artículo publicado hace pocos días en estas mismas páginas (9-2-79), inicia un debate sobre la que podríamos denominar «opción europea» de España, que es, al mismo tiempo, útil), oportuno.
Las negociaciones para la adhesión de España a las Comunidades Europeas han comenzado el pasado día 5 de febrero y puede ser un buen momento para reflexionar sobre algunos de los argumentos que se han esgrimido, a lo largo de los últimos años, en favor de nuestra adhesión.
La opción europea se ha planteado, ante todo, como opción política. En un mundo caracterizado por la presencia de grandes bloques, el aislacionismo tiene un coste político indudable y es razonable dudar de la existencia de alternativas políticas para un país cuya Constitución configura como una democracia con un modelo de economía social de mercado. Los distintos partidos políticos que obtuvieron representación parlamentaria en las elecciones del pasado 15 de junio, lo entendieron así e incluyeron en sus programas de política exterior la integración de España a las Comunidades.
La integración, fruto de una intuición política
Con todo, ante algunos sectores del pueblo español -tal vez, porque no ha habido un debate en profundidad sobre esta materia-la decisión de integrarse en las Comunidades aparece más como el fruto de una intuición política que como el resultado de una reflexión detenida. No puede ser de otra manera. Quienes hayan seguido de cerca las vicisitudes del proceso que llevó a la integración de Gran Bretaña a las Comunidades han podido advertir el profundo contenido ideológico del debate. Los intentos de racionalización técnica quedaron ocultos tras una definición ideológica que, a pesar de no coincidir exactamente con las líneas de partido, sí diferenciaba con claridad los sectores moderados de los más radicales. De esta forma, pese a los intentos, ni los partidarios ni los contrarios de la integración pudieron utilizar -como definitiva arma arrojadiza- un balance técnico de los resultados previsibles de la integración. Quienes en España, hemos ensayado este ejercicio, no exento de frustraciones, hemos llegado a conclusiones no muy diferentes. La dificultad de proyectar de forma dinámica, en un mundo en crisis, los resultados de un modelo estático que explore el balance económico de la integración es evidente. Porque, en definitiva, todos los aspectos están muy condicionados por la política que se practique hasta el momento de la adhesión. El grado de competencia, en el sector industrial, no es ajeno a la evolución de la competitividad exterior, a su vez muy condicionada por el comportamiento de los costes y del tipo de cambio. Las oportunidades y los riesgos, en el sector agrícola estarán, sin duda, también influidos por la política agrícola que se practique en los próximos años, ya que parece obvio que si la necesaria reestructuración no se hace de espaldas a la Comunidad, los costes y riesgos del proceso de adhesión se verán considerablemente moderados. Estos dos ejemplos pueden ser suficientemente expresivos del grado de interrelación existente entre las consecuencias del proceso de adhesión y la política económica que se ejecute en los próximos años.
Pero resaltar las dificultades de un análisis, no debe impedirnos acudir a una serie de razonamientos objetivos de partida a los que cabe tratar de una manera estática:
1. El intercambio comercial. El denostado intercambio comercial puede ser una herramienta tosca de análisis, pero pertenece a ese mundo de las realidades objetivas que es imposible olvidar.
Un 46% de nuestras exportaciones se dirige, hoy, a los países que constituyen la Comunidad Económica Europea. Pues bien, si renunciáramos a integrarnos en la Comunidad, esa mitad, aproximadamente, de nuestra exportación se vería discriminada en los mercados comunitarios. La CEE, como es bien conocido, mantiene un acuerdo de libre cambio con los países de la EFTA (Austria, Finlandia, Islandia, Noruega, Portugal, Suecia y Suiza). Además, aplica otro tipo de sistemas (preferencias generalizadas, convención de Lomé) que conceden a terceros países posiciones ventajosas en el mercado comunitario. Todo ello sin olvidar que los otros países candidatos en esta segunda ampliación comunitaria: Grecia y Portugal llegaran a la Unión Aduanera al final del período transitorio. En estas condiciones, si España renunciara a la adhesión, sería prácticamente el único país del occidente europeo cuya exportación estaría discriminada en los mercados comunitarios y uno de los pocos países industrializados en esta situación.
Se podría argumentar que la negociación de una zona de libre cambio con la Comunidad obviaría estos problemas, pero no es menos cierto que las importantes concesiones en este ámbito que España debería realizar no tendrían las adecuadas compensaciones agrícolas, por lo que, en definitiva, el ejercicio arrojaría un balance manifiestamente desequilibrado. Por último, una zona de libre cambio tampoco daría respuesta a algunos de los problemas que evocare a continuación.
2. La mano de obra. Hoy, alrededor de 450.000 españoles trabajan en los países de la Comunidad. Es indudable que la defensa de sus intereses se realizará mejor si España se adhiere a la Comunidad que si, por el contrario, permanecemos fuera de su ámbito. Esto, como en el razonamiento anterior, en un análisis puramente estático. Sin acudir al derecho de la libre circulación que figura inequívocamente destacado en el artículo 48 del tratado de Roma. El plazo para el pleno ejercicio de este derecho será objeto de la negociación para la adhesión y los diez años señalados en el dictamen de la Comisión constituyen un máximo general para todos los sectores, pero no necesariamente un objetivo.
Cooperación internacional frente a la crisis
3. El ajuste económico. El desarrollo de la crisis económica iniciada en el otoño de 1972 ha mostrado, una vez más, la necesidad de hacer frente a las consecuencias de la misma en un marco de cooperación internacional. Caben, a este respecto, diversas alternativas: las conversaciones en el seno de la OCDE, el esfuerzo del FMI, los ensayos liberalizadores negociados en el GATT, el diálogo Norte-Sur... Todos estos son, sin embargo, intentos parciales de carácter, salvo el GATT, escasamente normativo y que no incorporan disciplinas o mecanismos solidarios de ajuste. Las Comunidades Europeas no son, tampoco, un modelo en este sentido y la coordinación de políticas se ha realizado más por el mecanismo clásico de «trasladar la crisis al vecino» que a través de medidas que incorporen una verdadera solidaridad internacional.
Ahora bien, la fuerza de las cosas están obligando a la Comunidad a revisar sus hipótesis y sus mecanismos instrumentales. La aprobación, por el Consejo Europeo el pasado mes de diciembre del Sistema Monetario Europeo, retrasado en su entrada en vigor por las dificultades de la política «agro-monetaria» significa, al menos, la existencia de una voluntad política para coordinar más eficazmente las políticas económicas de los países miembros. El esquema del SME no es nada si no va acompañado de una voluntad deliberada de disciplina económica y monetaria. Los pasos, en la Comunidad, son lentos v tal vez ambiguos, pero difícilmente reversibles y la instrumentación del SME tenderá a una mayor estabilidad monetaria en los países miembros a través de una mayor disciplina y de una coordinación más estricta de sus políticas económicas. No puede perjudicar a nuestros intereses el asociarnos, en un momento futuro, a esta coordinación o aceptar esas disciplinas.
El análisis, aun a riesgo de caer en lo que podríamos denominar «tentación tecnocrática», aporta datos positivos para la reflexión. No están incluidos todos y el estudio podría hacerse con mayor profundidad. Esto no es, sin embargo, el terreno para el gran debate como tampoco lo es probablemente el puro examen político sujeto a demasiados elementos de naturaleza intangible. El campo del debate es, a mi juicio, el futuro de la economía española y la definición de en qué medida este futuro puede verse beneficiado o perjudicado por nuestra adhesión a las Comunidades Europeas. Vayan, a continuación, algunos elementos para una reflexión en esta materia.
La adhesión de España a las Comunidades Europeas implicará la aceptación de un modelo económico, plenamente compatible con el definido en nuestra Constitución, con un reflejo instrumental contrastable en la diversidad de las economías de los países hoy miembros de la Comunidad. Es cierto que el comportamiento de las economías de estos países no ha sido afectado de manera positiva y uniforme por la integración, pero también es cierto que el sendero que España debería seguir hacia una economía más abierta, menos proteccionista y más liberal no se verá obstaculizado por una integración en Europa. En efecto, el progreso hacia la Unión Aduanera con la Comunidad pasa por un desmantelamiento progresivo y prudente de los residuos del proteccionismo exterior de nuestra economía con arreglo a un calendario que implica el establecimiento de unos niveles mínimos de desarme, que nada nos impide acelerar si las necesidades de la política económica interna lo hicieran aconsejable.
La regulación de las campañas agrícolas
La adopción de la política agrícola común y la Unión Aduanera agrícola no nos apartan de un camino que elegimos libremente hace ya algunos años al iniciar, con la regulación de las campañas agrícolas, un modelo de organización similar al hoy vigente en las Comunidades. Este modelo puede ser objetable, sin duda, en cuanto a sus instrumentos y en su raíz se encuentran no pocas de las insatisfacciones británicas con la Comunidad, pero sus objetivos, consistentes en el aumento de la productividad agrícola; el mantenimiento de un nivel de vida equitativo para la población agrícola; la estabilización de los intercambios; la seguridad en los aprovisionamientos, y el mantenimiento de precios razonables para el consumo, no parecen fácilmente cuestionables, aun reconociendo su aparente incompatibilidad.
La integración en la Comunidad no nos obligará, en consecuencia, a efectuar ajustes irracionales en nuestra economía y nos ayudará, en muchos casos, a resolver mejor nuestros problemas. La Comunidad, sin embargo, no es ninguna panacea y no podemos transferirle la responsabilidad de la solución de problemas que nos afectan a nosotros y que nosotros mismos debemos encarar. Es por ello más importante que la propia liturgia del proceso de negociación que se acaba de iniciar, la capacidad de aceptar una política que adopte, entre sus hipótesis de partida, y no en un lugar secundario, los condicionamientos que implica la opción europea.
La Europa, a veces escéptica respecto al balance de la integración, es un ejemplo del contraste entre las ilusiones y la dureza de las opciones específicas. Sin abandonar aquéllas, es urgente racionalizarlas, casi me atrevería a decir domesticarlas, para que en el futuro seamos capaces de superar las inevitables desilusiones ante los resultados de una alternativa, cuyos beneficios, aunque ciertos, parece prudente no exagerar.
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